La ciudad en la noche

La ciudad en la noche

No puedo decir que Tren sin retorno, corresponda a una responsabilidad meditada, a un propósito pensado de antemano para defender alguna causa valorada, ni al producto de un conocimiento más o menos pleno de la historia oficial de este pueblo. Surgió como un contrapunto entre la irreconciliación y la búsqueda del sosiego, entre las fuerzas que nos impulsan a la rebelión, y un moderado discernimiento que impone el espíritu para defender lo sublime. No por eso tiene menos valor ante el lector que se entrega a su propio sueño mientras repasa sus páginas cargadas de desconsuelo y esperanza confusa.

Soy un hombre nocturno que busca su destino en los laberintos del sueño y el misterio metafísico. Un taciturno de oficio al que la literatura y el arte lo mueven más que las posesiones o la figuración. Un hombre que escribe porque está incapacitado para lidiar con lo pragmático, o porque en el juego de la imaginación encontró la única manera de sostenerse en un mundo en el que nunca se ha sentido confortable. Por eso me atreví a contar lo que veía desde ese tren que siempre está rodando, por no tener una estación de llegada.

Se me han acercado a preguntarme cosas de este pueblo como si se tratara de un especialista al que se le puede inquirir sobre fechas y acontecimientos, y han regresado con las manos vacías. Al sentirse defraudados me reclaman sutilmente señalándome el libro, y les he explicado como puedo que se trata de otra forma de conocimiento el que tengo de Los Teques. Podría decir, para no profundizar, que el mío es un conocimiento cordial, por tratarse del corazón.

Tren sin retorno, al igual que el autor y el curato de Los Teques, nació con la Luna en Cáncer. Una curiosa similitud que se comprende más por la configuración de los astros que por un azar sin forma, y que probablemente sea un argumento para explicar la acogida que le han dado los lugareños, quienes padecen también, en un silencio detenido, la inclemencia de vivir como un pueblo vencido por la desidia y la desesperanza.

En la dimensión de los símbolos, el entorno donde nacemos y crecemos constituye una representación del arquetipo materno, de la Gran Madre que nutre y ampara, a la vez que reabsorbe y retiene hasta donde puede, nuestras tentativas de fuga y deserción de sus espacios emblemáticos y físicos.
Como un destino mayor, sus colores y formas se nos imponen en todo el trayecto de nuestra vida: su lenguaje, sus credos, sus comidas y vestimentas, sus festividades y melodías, y hasta en nuestra forma de romper los atavismos, podemos encontrar los indicios de su poder sobre nosotros. Es el soma sema, el alma del cuerpo, del que hablaban los mismos griegos que hicieron de la ciudad una mediación obligada cuando se referían al ciudadano.
Para todos nosotros el entorno natal tiene un particular significado. Es la tribu y la aldea, el rancherío y el campo, el pueblo y la ciudad, a la que se le canta con la mirada inocente, o se la llora desde la lejanía, con los recuerdos desordenados por la nostalgia.

Desde siempre se ha hablado de esa extraña sustancia que impregna la superficie de los lugares y las cosas, y que algunos captan sin dificultad. A mi me ocurre con frecuencia, y más con esta ciudad. Al tropezar algunos lugares siento en seguida su clima acogedor o de amargura, la voz de la alegría o el llanto de sus muertos, y en ese encuentro se define todo: un entusiasmo para demorarme en sus dominios, o un agotamiento que me obliga a buscar una excusa para seguir.
Me pasa también con las personas y con los libros; con los trabajos y los divertimentos. Algo en mí se impone y no lo puedo desoír. Es una primera forma de conocer, circunscrita a lo intuitivo y temperamental. También conozco esta población en todas las horas del día y de la noche. Soy testigo de su transfiguración, de cómo se muestra o se esconde dependiendo de la luz o de la sombra, de la serenidad o de la agitación que se mezclan con los vapores del día o el sahumerio de la noche.
Es una forma de conocer nuestro alrededor de manera confidencial; menos numérica y más próxima a la imaginación. Por esa vía detallamos algunas ventanas o puertas olvidadas en cualquier casa envejecida pero que aun conservan su linaje. Elementos desapercibidos, como una cerradura, un picaporte, una gárgola o un cerrojo, se ofrecen en su más plena desnudez en las horas apacibles de la madrugada, pero no la apreciamos al día siguiente, cuando la agitación y la inclemencia del sol ahogan los detalles para imponer lo cotidiano.
Pero también se me revela la misma ciudad a través de los recuerdos de infancia o juventud. Sin saber cómo, puedo hablar sin detenerme del olor a resina y hollín que desprendían los trenes, de las canales por donde chorreaba el agua de lluvia que limpiaba las calles, de las chicharras que gritaban desesperadas hasta reventarse; de los sapos de invierno, que contaban las horas como un minutero, o de aquellas experiencias, remotas y cercanas a la vez, que a los veinte años nos hacen creer que lo sabemos todo.

Ser habitante de un pueblo va mucho más allá de ocupar un espacio y recorrer sus calles. Es un participio activo que nos compromete hasta donde no sospechamos ni queremos imaginar. Muchos descuidan que las ciudades tienen vida propia, que en la respiración de sus naturales se gesta el ardor que la mantiene viva, y que nunca escapamos de su influencia mientras sustentamos el pacto de convivencia que nos convierte en sus habitantes. Conformamos nuestro carácter de acuerdo al paisaje, a los mitos, los ancestros, las formas de alimentación, los riesgos naturales, los recursos, las negaciones del entorno que nos sostiene, y que nosotros sostenemos con nuestro esfuerzo también.
Por eso digo que la pertenencia a un tiempo y un lugar instaura un centro, una cosmogonía, porque toda pertenencia se constituye en la entrega de sí mismo a las fuerzas arquetipales que lo forman, que para cada quien es su cosmos, su mito y su significado. La pertenencia auténtica se convierte en axis mundi, en el único espacio donde todos los demás espacios convergen, en el vientre simbólico del que todos venimos y al que todos retornaremos al final.

No debemos escandalizarnos al constatar que un pueblo malogrado en su belleza y lirismo contenga en sí mismo aquella posibilidad de ser axis mundi. Todo lugar es el lugar, si es capaz de encender una pasión sin consumirse. Quizás por eso los hebreos llamaban las ciudades con nombre de mujer, y la concebían como santa y sagrada mientras conservaba la unidad con la gracia divina, pero igual la sindicaban de ramera, cuando descendía a la idolatría, mereciendo el destierro como el peor estado del alma, semejante al martirio congelado de la soledad.

Pienso en Ortega y Gasset cuando afirma que existe una afinidad entre el alma de un pueblo y el estilo de su paisaje: “los pueblos emigran buscando su paisaje afín, que en el secreto fondo de su alma les ha sido prometido por Dios. La tierra prometida es el paisaje prometido”. Pero así como uno recuerda los lugares por sus paisajes, de igual modo se recuerdan las acciones que vivimos como si estuvieran detenidas en un tiempo del que no las podemos arrancar. Ese es el espíritu de un pueblo, su memoria. Pero no sólo las memorias individuales, sino la de todos, porque la belleza desnuda de esas montañas verde mate que forma nuestro paisaje, también está cargada de dolor, de sangre y de llanto, y en su interior esconde nuestra lejanía, los recuerdos perdidos en el abismo melancólico de la indiferencia.

El que regrese hoy a esta cuidad después de muchos años de ausencia, vagará inútilmente por las calles buscando los recuerdos que le son familiares. En vez de las quintas blancas con techos de musgo ocre, encontrará muchas tiendas agrupadas sin concierto, y los bares con rockolas al igual que los restaurantes de pasta casera, serán sólo recuerdos sustituidos por sumideros de los que se sale con la ropa impregnada de olores repugnantes.
No quiero abandonar mis recuerdos moribundos. Son un canto de dolor y una esperanza repartida en la añoranza de tantos como yo, que viven la misma experiencia de pesar. Ojalá se convierta después en regocijo, al constatar que muchos esperábamos sin saberlo la misma redención. Un gesto de revaloración del patrimonio anterior, la preocupación por salvar y rehacer una nueva ciudad, donde el miedo y el descontento se conviertan en afecto y colaboración entre los que nunca hemos dejado de ser hermanos.
Es el tiempo de verano, los veinte años que siguieron a mis quince años, cuando la delincuencia no se llevaba semanalmente más muertos que la Peste Negra y la Gripe Asiática juntas, cuando se podía levantar una familia con un sólo sueldo, y los repartidores dejaban el pan y la leche en la puerta de las casas antes que amaneciera. Un ayer en el que se nombraba a los grandes escritores con más frecuencia que a los presidentes, los árboles crecían lentamente con las tardes neblinosas y el olor a kerosén en las pulperías de tres puertas.

En las horas de insomnio siento el eco de algunas voces que regresan, y me digo que mi ciudad está donde debe estar, porque esa es su naturaleza, ser de todos y de nadie, morir y renacer, como el aroma de la noche, la brisa de la tarde, el cielo dorado del amanecer, o el calor adormecido del verano.

Bar Azteca

Bar Azteca

Entraron al bar como era costumbre entre ellos. De la cuadrilla que estaba reparando el puente Castro, esos dos se habían acostumbrado a celebrar los días viernes a tomarse unos cuantos botellones para sonreír por cualquier cosa, y cantar a todo pulmón las rancheras de Pedro Infante que se oían en la rockola; porque en el bar Azteca no habían mesoneras, ni se jugaba cartas, ni cachito con los dados, como era frecuente en otras partes.

Como muchas veces, esa tarde estaba en la barra Juan Capote, cuñado y compañero inseparable de Esteban Negrín, el dueño del bar Azteca, quien despachaba comida durante el día, y hasta entrada la noche expendía cervezas, mientras ponía las piedras en la mesa con el propósito de darle zapato a los dos obreros, que jugaban contra él y Juan, en el bando contrario.

Serían las siete de la noche de un noviembre neblinoso, cuando notaron que de rato en rato caía en la mesa una lluviecita de tierra que los obligaba a pasar un trapo para barajar las piedras con facilidad.

-Compadre Esteban, ¿qué vaina será esa tierra que está cayendo del techo esta noche?- le preguntó Juan Capote mientras se montaba en la silla para ver desde más cerca lo que ocurría.

-Deben ser el alma de alguien que está muriendo torturado en la Seguridad y está pidiendo misa- le respondió Esteban bajando la voz y sonriendo su ocurrencia.
-Sería bueno preguntarle a Galeonni, que es un maestro de la construcción, no sea cosa que se nos venga el techo encima- intervino uno de los obreros.
-Yo se lo decía a mi compañero el otro día -agregó el otro- que esa vibración del martillo para abrir los pilotes podía afectar las construcciones cercanas.
Otro poco de tierra los hizo dejar la partida y uno de ellos se fue a buscar al ingeniero Galeonni, a ver si aquel asunto revestía gravedad.

Al rato llegó el ingeniero con su paraguas empapado. Después de observar con cuidado las grietas, le pegó un papel en la pared para observar si se estaba moviendo toda la estructura, o era cosa nada más que del friso.

Venteaba fuerte desde temprano. La lluvia arreciaba, y el frío de los inviernos decembrino se sentía inclemente. Esteban Negrín pensó en cerrar el negocio y descansar hasta la mañana, cuando volvería a ocuparse del incidente, pero el ingeniero lo atajó: “Hay que esperar. Debemos observar si se da algún cambio”

-¡Antes de la media noche se cae la casa!- Determinó el profesional sin ninguna duda cuando el papel comenzó a romperse.

Inmediatamente comenzaron a sacar los corotos: la rockola, las mesas y las sillas, las cajas de cerveza, los licores, enseres de la cocina, y hasta un afiche de Marilyn Monroe que permanecía colgado detrás del mostrador. La esposa de Esteban, Otilia Capote, observaba todo desde el balcón de su casa, diagonal al sitio de la tragedia.

Mario Noriega, el dueño del quiosco El Mono, se le acercó diligente. “¿Que le parece compadre? -se lamentó Esteban cuando lo vio- Tendré que empezar de nuevo. Toda mi vida lo único que he hecho es luchar. Con decirte que a mi, cuando pequeño, me regalaron cuatro veces por ser huérfano, y nunca he pasado un día sin trabajar”.

-Sáquenle los tapones a las rosetas para que no haya un incendio- advirtió preocupado Oscar Gedler, quien se dirigía hacia su casa en ese momento.

“A los nueve años tuve que hacerme hombre en Paracotos, para que no me siguiera pegando el viejo Arcadio. Yo venía arriando su burro con una mercancía, y en eso el río creció como un lago y se llevó al burro con toda la carga. Entonces el viejo me reclamaba y me pegaba porque no lo había sujetado. Ese mismo día me vine caminando desde su casa hasta Los Teques, a más de una jornada de distancia”

Abajo se oía el rumor del río. A la derecha el viejo puente Castro, que hace esquina con la calle Ribas y la Carabobo. Antes tenía unos tubos por barandas y más antes todavía lo llamaban puente Miranda; ahora lucía unos durmientes de mampostería y unos faroles con bombillos que alcanzaban alumbrar la plaza y la mansión que perteneciera a Doña Dionisia bello, al otro extremo del colgadero.

“Después me adoptaron en Los Chorros y vivía como un rico, pero una vez mi hermano menor me fue a visitar y me vine con él”. “Fui limpiador de frutas, al lado de El hijo de la noche, -le seguía contando- trabajador y repartidor en una bodega; dueño de bodega, chofer… Lo que me quedará ahora será ponerme a vender plátanos, para criar a los muchachos”

En efecto. Faltando un poco para la media noche se desplomó de una sola vez la fachada del botiquín. Cayó hacia la calle que llamaban El Guarataro, con puerta y todo. Después se derrumbaron las paredes laterales y por último la del fondo, donde estuvo Marilyn desde que Esteban le cambió el barcito a Carmelo Fuentes, por una bodega que tenía en el Barbecho.

Esteban estaba desencajado. A pesar de ser un hombre bien reputado por su honradez y cumplimiento, para solicitar algún crédito, le preocupaban las palabras del ingeniero, que le sembraba sus dudas sobre si el gobierno reconocería su responsabilidad sobre aquel daño, para indemnizarle aunque fuera un porcentaje de sus pérdidas.

Y así fue. Tuvo que vender lo que pudo salvar para sostenerse por un tiempo. Solamente quedó en pie la poceta del bar, por estar asentada sobre una de las pocas columnas firmes de la construcción. Se mantuvo ahí más de veinte años a la vista de todo el que pasaba; soportando los más duros aguaceros de por aquí, el terremoto del 67, las pedradas que le tiraban los muchachos para probar puntería, las promesas de la municipalidad de construir en el sitio un dispensario, o un puesto de la policía, y hasta el intento de robársela que hizo alguno mientras todos dormían.

Un día levantaron un muro a ras de la acera para evitar que se siguiera cayendo la gente, y más nunca nadie se acordó de la poceta, ni de la noche cuando se vino abajo aquel tomadero con nombre de tribu mejicana, donde se escuchaba con frecuencia la voz de Pedro Infante.

Los otros mundos
Desde el amanecer lo dominaba cierta inquietud que le alteró el último sueño, antes de levantarse. Ya en la mañana, sentía ganas de comer una ensalada con todos los ingredientes posibles. A cada nada veía el reloj con impaciencia, esperando la hora del almuerzo como si fuera un penitente, y en ese ir y venir de un lado a otro, escuchó las campanas del reloj repitiendo sus golpes hasta contar las 12.
El día estaba soleado. Desde la montaña con manchas verdes y azules, una brisa fresca soplaba intensa sobre su rostro, amainando el calor de los meses ardientes. Encendió el vehículo y recorrió las calles como por última vez, con una sensación de lejanía en su pecho que borraba su inquietud para convertirla en nostalgia de nada. Antes de llegar a las inmediaciones de su casa sintió de nuevo la urgencia de la mañana por comer la ensalada, como si fuera un plato exótico que nunca hubiera probado.
Su mujer no entendía muy bien la urgencia de preparar un plato semejante. Más bien buscó entusiasmarlo con otras comidas que sabía le gustaban mucho a su marido, pero él solamente quería atragantarse de vegetales con el antojo de una embarazada, por eso prefirió salir a la esquina a comprar los ingredientes y darse el gusto por el que estaba empeñado. Llegó a la frutería, pero todavía estaba cerrada por el intermedio del almuerzo. Desde adentro le hicieron una seña para que se aguantara un rato mientras abrían de nuevo.
Le pareció razonable esperar. Cruzó la calle y se sentó en la grama del parque para refugiarse debajo de un árbol, del calor que arreciaba. La brisa seguía soplando fresca y lenta. Poco a poco sintió una laxitud que le trajo recuerdos de infancia y se dejó llevar con los ojos cerrados hasta aquellos mundos sin límites donde todo es posible.
Un ruido de voces lo despertaron y vio que se acercaban una joven y una mujer mayor que lo saludaron de manera familiar. Se incorporó solícito y les dio la mano a cada una, al tiempo que las invitaba a tomar café en algún lugar cercano. “nosotras vivimos allá -le respondió la joven señalando una casita pintoresca, como de otros tiempos- podemos tomarlo allá mismo y con eso conversamos un poco”
Se sentía cómodo, grato, satisfecho, en compañía de aquellas mujeres que le brindaban toda su confianza, sin rehusar ninguna de sus preguntas, ni sus insinuaciones de hombre pícaro, sino reían con él de las travesuras que les contaba animadamente. “nosotras también lo queríamos conocer para decirle que le queremos enseñar muchas cosas de la vida, porque sentimos que ud. está preparado para salir de esta realidad ordinaria que se traga a tanta gente cada día, sin que pase nada especial” Al escuchar aquellas palabras se sintió con mayor confianza y preguntó si tendrían alguna bebida para celebrar ese encuentro tan particular.
Al rato sintió los primeros efectos del licorcito que le sirvieron y sacó a bailar a la más joven, que aceptó animada varias piezas sin soltarse las manos. Después se animó a sacar a la mayor y sintió la misma elevación de sentimientos que con la primera. La tarde estaba joven, llana, sin limitaciones, y el licorcito entraba tan suave, sin aturdimiento, que olvidó completamente su antojo de la comida. Más bien sentía ganas de mirar ese cielo limpio que se ofrecía pleno frente a ellos desde una ventana transparente que dividía la sala del jardín.
Ya en la tarde sintió el efecto de los tragos y se animó a comer antes de reposar en la poltrona que le serviera de asiento desde que llegara. Las mujeres estuvieron de acuerdo en que mejor descansara un poco para reponerse, mientras ellas hacían otras cosas que estaban pendientes.
Sería el sol que le quemaba la cara lo que lo despertó de un sueño grato y ligero, pero enseguida se levantó asustado al comprobar que estaba en la grama, bajo el mismo árbol en el que se sentó mientras esperaba la hora para comprar las verduras. Vio hacia la casa, pero no estaba. Corrió a la frutería a preguntar cuando habían abierto, y un poco extrañados le dijeron que en la mañana, como todos los días. Indagó la fecha y comprobó que era el día siguiente del momento cuando llegó a comprar las vituallas. Fue hasta su carro y notó la huella del polvo cuando se estaciona por mucho tiempo. Comenzó a asustarse cuando llegó a su casa y su mujer le reclamó su ausencia desde el mediodía anterior.
Entonces le contó a su mujer lo que le había ocurrido, sin ocultarle nada. Fueron hasta donde él decía estaba la casa de las mujeres amigables, pero solamente era una arboleda sin rastro de más nada. Su mujer lo amenazó con dejarlo, por burlarse de ella con ese cuento que escondían sus verdaderas acciones, pero él nada más recordaba las palabras de la joven, el momento frente al sol de la tarde, y el sabor de un licor que embriagaba sin dejar ningún rastro.

El Navegante

El navegante
Era igual si se sentaba en cualquier malecón de los Balcanes o en la silenciosa melancolía de las tierras nórdicas. Siempre recordaba añorante la estrechez de sus aceras, la bruma de las mañanas en las colinas humedecidas por el rocío, o las trinitarias, sirviendo de vestimenta a muchas casas llenas de dignidad. Había salido de aquel pueblo al comenzar su juventud. El entusiasmo delirante de muchas lecturas desordenadas lo hizo buscar otros caminos, y el primero fue en un barco pesquero que lo sacó hacia unos pueblos lejanos, con lenguas extrañas y muchas costumbres diferentes, pero luego viajó por sus propios medios hasta perder la cuenta de las ciudades que visitó en cuarenta años de infinitas aventuras.
“Algún día volverás a tu ciudad -le dijo un astrólogo anciano- Volverás para encontrar tu destino y dejar atrás los caminos errantes que no te ayudan a encontrar la paz. “Tú crees haberlo visto todo, pero allá verás dentro de ti, y desandarás de una sola vez tus espejismos. Entonces sí que hundirás tus raíces y todos tus pasos darán sus frutos”
Sin demorarse, anotó aquellas palabras hasta aprendérselas de memoria de tanto repetirlas. Eso fue al cumplir los cincuenta años, en una aldea del mediterráneo a donde fue a parar por un naufragio. Pero también de aquella aldea se cansó algún día. Ni las lágrimas de la mujer que le entregó su vida después de salvar la de él, lograron apacentar el desasosiego por encontrar aquello que lo esperaba en algún lugar del que todavía no tenía idea ni forma. Por no enfrentar el pesar de las despedidas se embarcó una madrugada antes que las gaviotas levantaran su vuelo entre los peñascos y el mar, buscando su alimento, y sin que nadie lo notara, también él lloró sin lagrimas la separación de un mundo que pudo haber sido el suyo.
Ya no tenía la misma fuerza de los años en que trabajaba y se embriagaba sin descansar por muchos días, sin obedecer las advertencias del cuerpo y el llamado del espíritu por encontrar un muelle donde amarrar su sed de vida. “creo que sientes miedo de ti mismo”, le decía su última mujer, sin esperar respuesta. “Miedo a equivocarte y montarle un peso a tu conciencia”, le completaba como quien canta sólo para sí. “Por eso quieres irte, para que no te atrape la falta de entusiasmo y te des cuenta que no tienes destino”


Nunca tuvo nada. Ni riqueza, ni posesiones de ningún tipo, porque todo era un garfio que lo atajaría cuando quisiera levantar el vuelo como las gaviotas, a las que había aprendido a querer en la proa de los peñeros. Ganaba y perdía en el juego con la misma indiferencia gris de los condenados. En todo participaba, pero en nada se comprometía, para no empeñar sus ratos libres y las horas de sueño o de amor pasajero, cuando el barco atracaba por mucho tiempo.
Un día revisó por no dejar, las cosas que guardaba en un baúl tan errante como el dueño, y encontró el papel donde anotara alguna vez las palabras del viejo sabio sobre su tierra de nacimiento, y el encuentro con lo que siempre había evitado. Todo fue producto del primer impulso. En unos días, con apenas un maletín como equipaje, viajó a su tierra a encontrar sus recuerdos con la misma intensidad dolorosa con que se marchó la primera vez.
Por fin llegó. Era la madrugada todavía, y desde el carro en que se dirigía al pequeño pueblo donde nació una noche de lluvia, se veían las luces de las casas montadas en terrazas, como en las aldeas mediterráneas. En menos de dos horas el chofer lo dejó en el único hotel medio decente con que contaba aquel pueblo sin forma. Al rato bajó a desayunar y en vez de las casa con olor a malabar que recordaba con tanto afecto, lo que vio fue un arquitectura desordenada, muchos vendedores ambulantes, charcos de agua sucia en los brocales de las aceras, y ningún lugar donde sentarse ni siquiera para un café.
Sintió tanta desazón que casi se encierra en su habitación para bajar un malestar sin nombre que le creaba angustia, pero aun así se encaminó a buscar a los viejos amigos de juventud que apenas recordaba con sus uniformes de estudiantes. Tocó en algunas puertas y se encontró con rostros ajenos, con casi ningún recuerdo del amigo de infancia, que le preguntaban qué quería, de forma desconfiada. Entonces comprendió las palabras del sabio al advertirle que vería dentro de sí, y con eso rompería el hechizo de su alma peregrina. El verdadero lugar era aquel en el que se sembraban las querencias. Entonces recordó los ojos negros de la mujer mediterránea, y sin más nada, se despidió de verdad de aquel pueblo, y de todos sus recuerdos.
En el único restaurante que mantenía el decoro en una de las salidas del pueblo, se despidió para siempre, sintiendo que con cada palabra liberaba su alma de un espejismo que consumía sus esperanzas y sueños en cada vuelta del camino:
¡Me voy. Ya no significas nada para mí. Renuncio a tu memoria marchitada. Muchas veces soñé morir entre tus paredes y ser enterrado con mis antepasados, pero ya no necesito esperar ese momento entre tus calles mugrientas y la sordidez de unas casas arruinadas por la indolencia de sus habitantes. Quédate como estas, polvo amarillo que en otro tiempo fuiste verde encendido por montañas con olor a café. No tengo lugar en lo que fueron tus parques y tus riachuelos silenciosos. Y si algún día, doblegado por una adversidad que no quiero pensar, intentara regresar a tus dominios, no me dejes entrar, para que no se haga más terrible mi amargura!

Andrés Ramón

Andrés Ramón
Había preferido el encierro a la compañía. No le temía a las soleadas inclementes ni a los aguaceros con relámpagos. Lo suyo era caminar desde las playas hasta las montañas en las que se había hundido con sus animales. No era zurdo, pero tuvo que serlo para rozar el monte y abrir los cocos, por una curvatura de la mano derecha que le entumecía los dedos sin que los curiosos pudieran voltearle su daño.
Algunos dicen que por eso se le escapó el niño con la crecida del río, antes que la tristeza se le encajara en el alma como una espina. ¿Para qué llorar lágrimas? Con esa lanza atravesada en el pecho tenía suficiente para pasar dos vidas encogido.
“La tarea es la tarea -rumiaba en su soledad- Hay que cumplirla y nada más. Para comer se debe trabajar. Eso es todo. La tierra no pregunta si uno quiere sacarle su fruto, ni los animales crecen solos. Para eso están las tardes, para tristear sentado en el taburete mientras se mastica tabaco, o se mira el humo de la cachimba para agarrar el sueño”.
Una cierta Francisca lo visitaba para darle calor en el chinchorro y cocinarle algunos granos que se comía en silencio. Ya en la mañana, cuando se iba a remover los campos, se despedía para señalar sin decirlo, que prefería encontrar el rancho solo cuando regresara en la tarde. Así había sido siempre entre ellos, y no tenía por qué ser diferente. Con sus dedos encorvados bajaba la cuesta remarcando las mismas pisadas de todos los días, hasta que la muerte lo agarrara desprevenido.
-Andrés Ramón, tu deberías dejarme que te arregle un poco la casa. Nada más que pasarle un trapo en los rincones, y darle un poco de orden a esos trastos que se te están pudriendo de puro desuso.
-Déjate de vainas Francisca. Ya te he dicho que no te metas con mis cosas. Si tienes ganas de trabajar desanda tu casa y la vuelves a armar, pero aquí tienes prohibido ponerle la mano a ningún coroto.
En el trapiche de la curva que coge hacia el monte compraba un aguardiente claro con ramas, para curarse los dolores en las coyunturas cuando arreciaba la humedad de los inviernos, y para beber los fines de semana hasta que no se veía más el brillo de las estrellas, con el canto de los gallos. Entonces lloraba sobre su propia soledad, y cogía a rezongar todas las cosas que había callado en los días anteriores, por el modo como la gente se metía en los asuntos de los demás, sin que la estuvieran llamando.
Un día se apareció la Francisca y se quedó como siempre, pero no se fue en la mañana como de costumbre, sino que se quedó limpiándole las herramientas de trabajo, quitando las telarañas de las ventanas, lavando las cortinas, y rociando aromas para espantar los olores de la casa, pero en el rostro de Andrés Ramón pudo ver esa tarde que se había equivocado. Sin que nadie lo dijera, sintió en la mirada de angustia de aquel hombre, que sin querer había sacado el espíritu de los muertos que acompañaban al solitario, y que con sus trapos y su escoba había perdido su lugar en el chinchorro. Todo eso en una mirada.
-Te dije que no te metieras con mis cosas- le gritó mientras blandía el machete para darle un planazo con toda su furia, pero la mujer metió el brazo para evitar el golpe y lo único que sintió fue un dolor frío que le estremeció todo el cuerpo, cuando el hierro se le hundió en el brazo más allá del hueso y le dejó guindando en la piel lo que quedaba de su mano, y un grito de dolor y miedo que la mandó a correr cuesta abajo buscando el auxilio de los suyos.
Al rato se aparecieron los pocos amigos que lo querían y también la policía, armada con escopetas y peinillas para hacerlo preso y bajarlo amarrado con dos cabuyas por los caminos, como se arresta a los criminales que nunca piden perdón, y a los que se apunta con el cañón de la escopeta, para dejarlos pegados en el suelo si se quieren fugar, burlándose de la autoridad.
Desde afuera le gritaron: “date por preso Andrés Ramón” y se lo volvieron a repetir varias veces, mientras sus animales se movían inquietos de un lado a otro por tanta gente y tanta bulla, como nunca había pasado por aquellos lugares. El más atrevido de los policías le mandó una patada a la puerta que le desbarató las bisagras y echó la puerta al piso mientras el hombre se paraba del taburete con el machete en el aire buscando la muerte, pero un tiro en el brazo le robó la fuerza, y otro tiro le busco el pecho para quitarle la rabia, pero Andrés Ramón sólo sentía que la mano se le aflojaba, y los dedos se le volvían elásticos para extender el brazo y traerse la risa de un niño que le reponía la alegría hasta reír él también tirado en el piso como si jugara con su propia muerte.

El armenio

El Armenio
Se parecía a las tardes neblinosas por su silencio y su distancia natural de ser profundo. Nadie conocía sus sueños ni sus temores. Nadie se le acercaba por simpatía o cordialidad, pero tampoco era huraño ni mezquino, y cuando uno lograba adentrarse un poco en sus afectos, alcanzaba a arrancarle una sonrisa melancólica que impresionaba por su misterio y dignidad.
Alguna vez se me acercó en la plaza donde yo leía con frecuencia para pedirme un cigarrillo. Se notaba el esfuerzo que hacía al pedir, por todas las explicaciones que daba sobre un acto tan insignificante como compartir un cigarrillo. Yo se lo di y me ofrecí a encendérselo para redoblar la cortesía y ganar su acercamiento. Se sentó en el mismo banco y disfrutó el placer de fumar como si fuera un hecho prohibido. Cuando hubo terminado me agradeció el obsequio y se excusó de nuevo, pero cuando le dije que se quedara con la caja, comprendió que no estaba solo, y comenzó a contarme cigarro tras cigarro, la circunstancia que lo había traído al país, y lo difícil que veía regresar a una patria de la que había huido forzosamente, por razones de persecución política.
.-No podría contarle lo que significa abandonarlo todo en un momento, para salvar la vida. No tengo las palabras, ni puedo hablarlo con todo el mundo. La gente coge a aconsejarme y eso me hace sentir peor. Abandonarlo todo de manera obligada, es morir en vida. Yo soy un muerto que fuma y camina.
Cuando me aclaró lo de los consejos me atajé a tiempo para no hacer lo mismo, porque ya me disponía a darle algunas recetas sobre como ganarse la vida y reconstruir la esperanza. Solamente me limité a preguntarle cómo había hecho para recorrer tanto camino, y aterrizar en un país tan lejano y distinto, pero no me respondió, sino que me pidió el libro para saber qué estaba leyendo y comentar otras obras del autor que, por supuesto, demostraba que lo conocía con soltura. Al rato se despidió señalando la caja de cigarrillos en tono de gratitud por lo oportuno, al mismo tiempo que prometió traerme algunos libros de los que ya había leído.
Un tiempo después lo encontré en un parque. Siempre me le acercaba para reforzar una amistad que me parecía inquietante, por su parentesco con personajes como Harry Haler, o el Jean Baptista de Camus, que cuenta su historia desde la derrota. Nos fuimos al cafetín y me señaló una mesa medianamente apartada para conversar sin involucrarnos con el resto de la clientela, y fue ahí donde comenzó el relato de su travesía por muchos países hasta llegar al nuestro por una circunstancia determinada más por el sino, que por la propia voluntad conciente. “Tengo que obedecerle a lo que llamamos el destino -me dijo- toda mi vida ha sido de esa manera. Cuando me opongo y trato de huirle, las cosas me salen al revés. Conozco varios idiomas. Yo trabajaba como traductor en mi ciudad. Mi abuelo me advirtió en un sueño que no captara esos papeles que me iban a llevar, pero no le obedecí. Eran unos documentos confidenciales del gobierno, y apenas tuve tiempo de salir con algunas cosas la noche antes de la citación que la policía política me envió, para que declarara lo que sabía”
Por mucho tiempo guardé un papel donde él iba anotando, por su costumbre de traductor, cada paso que había dado desde que huyó de su ciudad hasta que llegó en barco a Suramérica. “Mi abuelo se me presentó de nuevo en otro sueño y me reclamó por haber aceptado esos papeles, y por mi torpeza, al fugarme sin saber lo que la policía quería saber de mi”
Fue toda una mañana fumando y tomando café, mientras el armenio me contaba los pormenores de su fuga, sin saber nada de su familia, y cada vez con menos recursos económicos para sobrevivir. “Entonces me topé con un libro que contaba mi historia. El personaje tenía otro nombre y era otra ciudad, pero yo sabía que era mi historia, y en ella decía que el personaje se había ido en barco a la América del sur, a donde pudo llevar a su familia y empezar una nueva vida. Yo le pedía a mi abuelo que se me presentara en un sueño para darme una pista, pero seguro estaba muy molesto conmigo por desobedecerlo, y tuve que hacer las cosas sin estar seguro de nada, excepto de la guía que me daba el libro que contaba mi vida”
Yo estaba impresionado. No sabía qué pensar de todo aquello. Era demasiado para un joven de apenas 20 años, comprender la dimensión de un relato cercano a lo fantástico, pero contado por un ser extremadamente lúcido, de quien costaba dudar. “En Italia conocí a unos paisanos, y uno de ellos era navegante de un trasatlántico. Con él conseguí llegar hasta La Guaira y llevó 2 años en este pueblo esperando que mi abuelo me hable, para saber por qué estoy aquí”
Un día no lo vi más. De eso hace muchos años. Nunca supe si su abuelo se le había aparecido de nuevo, o si encontró otra pista como el libro, que le indicara un camino diferente, al que tenía en este pueblo de mucho frío y lluvia, gran parte del año.

El presentimiento

El presentimiento
Esa tarde salía de vacaciones. Sus amigos le insistían para celebrar con una cerveza, pero él encontraba siempre una excusa para evitarlo. Al final aceptó para quitárselos de encima, y entraron a aquel bar del que sólo conocía la fachada desde lejos, y al que nunca pensó entrar ni tanto por rechazo moralista, sino porque los palos lo mataban al día siguiente, y le contrariaban su rutina de hombre activo y vida equilibrada.
Encontraron una mesa vacía al final de aquel túnel con barra de fórmica roja y negra en la que se respiraba un aire todavía fresco, cerca de un ventanal apenas entreabierto, que daba algo más de luz y permitía conversar abiertamente, y oír sin interés un viejo bolero venido de la otra esquina.
Cuando la mujer se acercó con las botellas tapadas por un vaso cada una y fue sirviendo sin otras palabras que el saludo y deseándoles buen provecho, Manuel sintió que entraba en una región presentida de la que nunca saldría de igual forma, y se bebió de un sólo trago la cerveza antes que la mujer se retirara. Como un mismo acto, le puso en la mano la botella y la llamó por su nombre sin saber por qué lo hacía, ni por qué lo sabía.
Para todos, y más todavía para él, fue una sorpresa aquel impulso que anunciaba un destino. Cuando ella le preguntó que de dónde la conocía, fue peor su confusión al querer decirle que sí la conocía, pero no la conocía, sino que en un instante había sabido de ella hasta lo que menos se imaginaba y por eso la había llamado por su nombre verdadero, y no por el que utilizan en su oficio para no delatar su identidad.
La segunda cerveza hizo su efecto como un ritmo ardiente que convertía su espíritu en espuma y su cuerpo en un ansia de danza y de llanto, como quien alcanza lo que se espera por siempre una única vez. La bailó con gracia y soltura, sin palabras, sin salir de sí mismo, llevado por el ritmo hacia un sueño liviano, sin formas ni fronteras.
Cuando se acercaba la embriaguez, los amigos insistieron para retirarse y él no se opuso, sino que los despidió con alegría, mientras buscaba su camino por la calle transitada, hacia una noche sin ataduras que por primera vez le brindaba su misterio.
Ella lo vio entrar y le hizo señas para que esperara en la barra mientras encontraba un lugar para atenderlo, y recibir lo que cada tarde le traía envuelto en papel de seda. Ya no era solamente unas cervezas y un baile como las primeras veces, sino que ahora la esperaba hasta su salida y se ofrecía para acercarla a su casa, después de sentir la remota proximidad de quien se deja amar a expensas de la desesperación del otro.
Un día entró al bar y nadie salió a recibirlo como siempre. Al preguntarles a las amigas ninguna supo decirle por qué no estaba. Una ola de angustia lo llenó de presentimientos fatales y se fue hasta la casa de la mujer queriendo engañarse con falsos pretextos para tranquilizarse. Tampoco estaba. Una vecina fue quien le dijo que se había mudado, pero que no sabía hacia donde. Regresó al botiquín, recorrió los sitios que frecuentaban, llamó a todos los teléfonos que tenía a la mano buscando algún indicio, despertó de nuevo a la vecina para inquirir algún detalle, pero todo fue inútil en aquella noche de abismos y desesperanzas.
Varias semanas después de la huida, encontró a una amiga que alguna vez la mujer le había presentado y le reveló donde estaba. Con un sabor a metal ácido en la boca, se dejó conducir por la informante hasta un lugar donde una y otra vez le preguntaba lo mismo, sin importarle que la respuesta reiterada lo destrozara como un desgarramiento de la piel.
Cuando ella lo vio llegar al prostíbulo donde trabajaba, le hizo la seña de siempre para sentarse en un lugar discreto que les permitiera el mismo contrapunto de interrogantes y silencios de quien no quiere decir nada. Bailaron como si nunca se hubieran alejado y él cargó con las culpas de todos los errores y hasta se recriminó por no haberla tratado como ella merecía.
Cada noche, sentado en un rincón del prostíbulo, la veía entrar con uno y otro hombre al reservado, como si fuera la más inocente de las tareas, mientras él sentía que contaba cada vez con menos fuerza para tan siquiera desear que las cosas tuvieran otra forma, como en aquella primera danza que formaba una espiral ascendente y él giraba en sus círculos de fuego.
Aquella noche ella aceptó que esa vida de trasnocho y tragos la estaba quebrantando, y le pareció adecuada la proposición de comprar una casita con las prestaciones que él había recibido de su último trabajo, para comenzar una nueva esperanza en una intimidad donde sólo cabrían los dos. Como un gesto de absoluta confianza en la esperanza renacida, le entregó todo el dinero envuelto en el papel de seda de los primeros días, y ella juró entre lágrimas que todo sería distinto, porque el amor sin límites que él le mostraba la había trasformado para siempre en un solo instante.
Cuando se despertó por el sol y el calor de la mañana se extrañó por un momento al no verla en la cama durmiendo todavía, pero al momento lo comprendió todo.
Unos años más tarde, se acercó tímidamente a su primera mujer, y le pidió que le permitiera abrazar a sus hijos, que ya casi no lo reconocían.

El Velorio


El Velorio

A mi tío lo estaban velando en la capilla derecha de la funeraria, y a la izquierda, en una sala contigua que se comunicaba por un pasillo donde ponían las sillas para los dolientes, estaban velando a un a un fulano que según oía, lo había baleado en un asalto. Ya había entrado la noche, y el olor a aguardiente y a cigarro enrarecían el ambiente haciendo más desagradable todavía la bulla con que hablaban los malandros que acompañaban al difunto.
Antes de medianoche, llegó en silla de ruedas un tipo bien vestido a quien escoltaban como si se tratara de un presidente de Estado. Apenas llegó, se instaló cerca de la urna y pidió que lo levantaran para ver al muerto. Los escoltas le obedecieron, y con un enorme esfuerzo mantuvieron la silla en alto hasta que el paralítico pidió que lo bajaran. Sin esperar nada, hizo un inventario para saber con cuantas botellas y cajas de cigarrillos contaban para la noche. Después sacó una pistola automática, la mostró en alto y quiso saber con cuantas contaban, por si llegaba El Chino y su banda, a sabotear el velorio.
Yo observaba discreto desde una silla justo entre las dos capillas, sin levantar sospechas. En algún momento uno de los malandros se acercó a la urna y comenzó a gritar que iba a vengar a los que lo mataron, que él no permitiría que lo dejaran tieso sin que alguno pagara esa muerte, y otras cosas parecidas, pero enseguida el hombre de la silla de rueda ordenaba que lo sacaran, que ellos eran personas decentes, a las que no les gustaban esos alborotos. Entonces lo confrontaban ante el jefe y él ordenaba con un gesto que se lo llevaran lejos, y que no le dieran más aguardiente por un rato.
Sin que nada quebrantara el orden, los malandros y algunas mujeres que los acompañaban seguían fumando y comentando lo duro que era El Richa, para un atraco, o para escapársele a la policía, entonces brindaban y dejaban caer un chorrito de aguardiente en el piso para que el muerto también tomara desde donde estaba, pero igual le reclamaban dirigiéndose a la urna que dónde estaba su dureza, para que se hubieran dejado matar tan malamente, y enseguida se sentaba con el mismo grupo como si fuera solamente una parte del ritual.
Como a la medianoche me fui a dormir un rato en el carro, hasta que entrando la madrugada me desperté por unos disparos que venían de adentro de la funeraria. Según supe después, el dueño de la casa velatoria les había pedido que hicieran menos bulla, porque habían otros muertos en los salones inmediatos, y los familiares se quejaban del desorden y del aguardiente que estaba prohibido en aquel lugar, entonces algunos de los malosos interpretaron aquél reclamo como una grave ofensa contra El Richa, y sacaron las armas para dispararlas, aunque no contra los presentes, y el dueño convino que los demás dolientes enran muy delicados, que en verdad ellos no estaban haciendo ninguna bulla y que podían seguir velando a su muerto sin ningún inconveniente.
Regresé en la mañana y me mantuve parado hasta que logré sentarme en la misma silla en que estaba en la noche, y pude disfrutar de aquella escena en la que todos completamente borrachos y drogados sacaban al muerto para llevárselo en brazos de amigos. La descordinación era total y el muerto se les cayó en el intento, entonces le rociaron mucho aguardiente, el inválido se sacó el cinturón y le dio rejo mientras le decía que no intentara quedarse, que su lugar era el cementerio, que ya se le había dicho que su muerte sería vengada, que se quedara tranquilo, y dejara que los amigos lo metieran en la carroza.
Cuando ya estuvo en la carroza fúnebre sintieron la desesperanza por la muerte del amigo, y siguiendo el ejemplo del lisiado, sacaron sus armas y dispararon una y otra vez hasta que el dolor se mitigaba por un rato, pero antes de llegar a la esquina pararon el carro, sacaron al muerto y lo bailaron al son de unas canciones que ellos mismos improvisaban, que según me aclaró alguien eran canciones religiosas de la Corte Malandra, para que el muerto entrara bailando al otro mundo, lo que le garantizaba una vida dichosa, y hasta la facultad de cuidar a los que quedaban en la tierra, cuando fueran a tirar un quieto, o dejar pegao a algún enemigo.
Cuando enterramos a mi pariente, se escuchaban todavía los tiros unas cuadras más allá, y yo me atreví a decirle a mi familiar, “váyase despacito, no sea cosa que se encuentre con El Richa en el camino, y los santos vayan a creer que ud. llegó con él”.

Kairos


Kairos

-Se puede saber donde estabas tú, grandísimo carajo?
-Eso no es asunto tuyo, y mejor que no se te ocurra ponerme la mano, como hasta ahora.
A los amigos nos costaba complacerlo con eso de ir a su casa a jugar dominó y hacer una parrilla en el patio cuando nos estábamos echando los palos en cualquier botiquín, pero él insistía hasta que nos dejábamos convencer, pero siempre resultaba lo mismo: salía su mujer como una gallina clueca a regañarlo delante de sus amigos y a decir que su casa no era tomadero de caña y que a ella le dolía la cabeza para estar aguantando bulla, y que ella no se había casado con los amigos de su marido para estarle amantando lavativas a los demás..
Cuando nos encontrábamos el lunes en el trabajo, evitábamos comentar el asunto para no avergonzarlo, pero a todos nos daba un gran pesar que un hombre como aquel, con tanto talento creativo y brillo intelectual, soportara ese maltrato, siendo él en cambio un hombre generoso, dispuesto en todo momento a encontrar soluciones, en un clima de prudencia y respeto por los demás, como ningún otro de sus compañeros.
Alguna vez, alguno que otros le insinuaron que le diera unos correazos a su mujer para que supiera quien llevaba los pantalones en la casa, pero él se escandalizaba de sólo pensar en pegarle a una mujer, por muy grave que fuera su ofensa. Otros le decían que se buscara una habitación y viviera solo, que para tener un enemigo como aquel durmiendo a su lado, era preferible vivir debajo de un puente, y él sonreía comprensivo de la buena voluntad del consejero, y cambiaba la conversación hacia otros temas de mayor frescura hasta que su caso quedaba postergado.
Una vez su mujer lo mandó a otra ciudad a cobrar unos reales que le debían. El viernes en la tarde, al salir de su trabajo, con la mayor cortesía rechazó la invitación para unos tragos, y cogió camino con la intención de regresar esa misma noche de la encomienda, sin importarle que estuviera lloviznando, aunque en verdad se moría por echarse unas polas y reírse como un muchacho de los pormenores que remedaba del jefe, creyendo hacer una enorme travesura.
Cuando llegó a la ciudad llamó a la deudora para que le tuviera listo el dinero y no perder mucho tiempo antes de regresar a su casa y ver a sus hijos un rato.
Eso creía él -nos contaba después dicharachero- antes de ver a aquella mujer que le sonreía sin pedirle ni reclamarle nada. Una lejana fuerza penetró como un veneno ardiente por las entrañas de cada uno, borrando el desconsuelo de dos soledades que siempre se habían estado esperando sin sospecharlo; una fuerza volcánica que disolvía las barreras con la respiración agitada de los destinos que se cruzan, inminentes, una sola vez en cada vida.
Después del café que ella le ofreció sin dejar de sonreír, él se guardó el dinero y con el mismo automatismo le preguntó: ¿quieres tomar unas cervezas? La mujer aceptó y más bien le pareció cómico que para sentarse tuviera que apartar todos esos libros y carpetas del asiento delantero del carro.
“bótalos” le dijo a la mujer, y ella obedeció en el mismo tono que sopla el viento en el verano, o la lluvia desciende en el invierno, porque los dos presentían que a sus vidas le había ocurrido un punto y aparte, y ninguno de aquellos papeles tenían ya significado.
En la madrugada la mujer le dijo que era muy peligroso coger camino a esa hora con tanto trago encima. Que mejor se quedara en la casa de ella y mañana temprano sería otro día. Y así fue. Después del desayuno, la mujer le dijo que hacía un sol especial para la playa, y que con eso le presentaba a su familia. Cuando llegaron, se adueño enseguida de la cocina que daba frente a un mar desatado, y sin pensar en la úlcera, ligó con todo lo que le ofrecían, remedando a los políticos para que la gente se riera de su gracia.
El domingo en la tarde se despertó sin recordar quien era. La mujer le tenía todo listo para un baño y la ropa planchada, sin que a nadie le pareciera extraño. Por primera vez en mucho tiempo contempló una tarde llena de frescura con matices azules y rosados, sobre unas montañas oscuras que detenían el oleaje del mar con su furia repetida, y se dejó caer en la silla sin concentrarse en nada más que en las olas incesantes haciendo espuma, entregado al misterio de la tarde, en la soltura de vivir bajo un solo instante, más allá del tiempo de la espera.
-¿De qué voy a vivir aquí? Le preguntó a la mujer sin ninguna angustia. “Te puedes quedar haciendo sancochos, mientras consigues un trabajo que te guste, o tenga que ver con tu profesión” Sin discutirlo, le pareció razonable convivir con aquella gente que no hacía preguntas y que ya lo trataban como a un familiar. “Yo puedo vender la casa y me mudo contigo, si a ti te parece”, complementó ella.
-Y eso fue lo que hice -nos seguía contando con una serenidad que nunca le conocimos- Ya no podía ni quería volver al trabajo después de haber botado todos esos libros y las carpetas con papeles llenos de informes. Me convertí en sancochero, con la ventaja de quedarme toda la tarde para jugar dominó hasta que la mujer llegaba del trabajo y cerraba las puertas a todo lo demás.
-¿Y mis reales? ¿Dónde están mis reales?
-Me los gasté con la mujer que te los debía. Solamente vine a buscar mis vainas, y a despedirme de los muchachos.

CRUZ DE MAYO

Cruz de Mayo

Como símbolo arquetipal, la cruz representa al árbol de la vida, que hunde sus raíces en el subsuelo, y se eleva hasta el espacio celeste, mientras sus brazos se extienden como ramas horizontales que surgen del tronco. En esta simbología está contenida su naturaleza cíclica, a través de las hojas, flores y frutos, que se agotan y se renuevan constantemente, de acuerdo con el curso de las estaciones.
La comprensión esotérica vinculada a la astrología, relaciona la cruz con la materia, que implica el límite y la forma (Saturno), y con el espíritu encarnado, (Sol), que supone el esfuerzo, la trascendencia y la realización. Por su estructura, la cruz divide el espacio en cuatro cuadrantes. Una totalidad expresada en la dimensión vertical, que representa el tiempo, y en la horizontal, que nos remite al espacio. Cada una de las cúspides se relaciona respectivamente con los puntos cardinales (norte, sur, este, y oeste); con los elementos, (fuego, tierra, aire y agua); con las propiedades, (caliente, frío, seco y húmedo), y con los momentos estacionales, primavera, verano, otoño e invierno.
La liturgia sobre la cruz se celebra cuando aparecen los cuatro luceros que conforman en el cielo la Cruz del Sur. Es el momento de celebración de las festividades primaverales, en la que los campesinos ofrecían sus cantos, flores y frutos a sus deidades propiciatorias de la fecundidad de la tierra y la mujer. Por esta razón se convirtió en rito agrario y de los enlaces amorosos. Al decaer la economía agrícola como función individual, el campesino emigró a los centros urbanos para dedicarse a otras actividades, y de ese modo se va perdiendo el caudal folclórico, con todos los símbolos que poblaron la tradición, como ocurrió con la construcción de las antiguas ciudades, donde la intersección de los cuadrantes cruciforme indicaban el lugar en el que habría de levantarse el templo, por ser el punto en el que convergen los mundos, y por tanto el lugar de mayor energía, quedando en forma concéntrica la edificación de la plaza, los edificios principales y las casas.
Una de las variantes de los tantos significados que toma la cruz, está relacionada con la crucifixión, y más específicamente con la crucifixión de Jesús el Cristo, por el significado histórico y espiritual que adquiere ésta posteriormente, al lado del Sudario, El Santo Grial, la lanza que atravesó su costado y los clavos que sostuvieron su cuerpo. La muerte en la cruz era el castigo impuesto a los esclavos más viles, y era estigma de infamia. Por ser tan común entre los romanos, a las penas, las aflicciones, se les daba el nombre de cruces. Curiosamente, entre los primeros judíos no existía la práctica de la crucifixión, tan frecuente en muchos pueblos de la antigüedad.
La Cruz de mayo
La tradición destina el día 3 de mayo para las celebraciones rituales y piadosas en honor a la Cruz del Salvador. La iglesia cristiana naciente impone una transculturación sobre los ritos paganos en honor a la tierra fecundante, creando la versión según la cual, en esta fecha del año fue encontrada por Santa Elena (madre del emperador Constantino), en la basílica de Jerusalén, la verdadera cruz donde murió Jesús. Santa Elena, para destacar el gran hallazgo, mandó a encender en cada topo de los cerros, enormes fogatas que formaron una cadena desde Jerusalén a Bizancio, donde su hijo Constantino esperaba el resultado de aquella peregrinación.
En el siglo XVI los españoles introdujeron su ritual en América, donde se transforma y adquiere significación especial, de acuerdo a las regiones donde va llegando, pero siempre vinculado al fundamento cultural de la tierra, de la economía agrícola en formación.
Aunque en la actualidad muchos promeseros alumbran las viejas cruces milagrosas que se guardaron inmediatamente después del último velorio, la costumbre originaria era comenzar los preparativos el jueves Santo, con la escogencia del madero (olivo, limón, jobo), que debía ser cortado por una doncella en ayuno, antes de la salida del sol. El primero de mayo, la cruz destinada al altar se viste con flores y papel de color, y la que va al patio o al calvario, la llamada Cruz del Perdón, se viste con cogollos de palma.
En estos ritos propiciatorios de fertilidad, abundancia y bienestar, se pide por la entrada de las lluvias para la siembra, la curación de alguna enfermedad, o la resolución de conflictos que parecen insuperables.
En la devoción a la Cruz de mayo, aparte del público que acompaña la ceremonia, los participantes son los rezanderos, los músicos, los bailadores, los cantadores de galerones, tonadas, fulías y corridos.

Santísima Cruz de Mayo
Quién te puso en esa mesa
Son los dueños del altar
Que están pagando promesa

Era costumbre en algunos pueblos del llano que las parejas de enamorados esperasen el Velorio de Cruz para irses juidos, es decir, para escaparse sin el consentimiento de los padres, y regresar al cabo de unos días para obligar a la familia a aceptarlos como nueva pareja. Todos los asistentes son invitados a una comilona en la mañana del día siguiente después de la celebración, y en algunas zonas de raigambre netamente agraria, se extiende la festividad hasta final de mes.
A pesar de la violenta intervención de los modelos urbanos en los ritos y tradiciones rurales, la veneración de la Cruz de Mayo se mantiene en los barrios de las ciudades como último eslabón de una antigua manifestación religiosa y cosmogónica. Pero es en la costumbre de persignarse para conjurar el peligro, y corroborar la pertenencia a un credo, donde sigue imperando el significado e importancia de la cruz como signo sagrado, evidenciando su carácter de símbolo fundamental, o lo que es igual, como emblema mágico, para recrear el orden en un mundo amenazado constantemente por el caos.
César Gedler
www.cesargedler.com


LA GUERRA DE LOS MANTUANOS


La guerra de los mantuanos

La guerra fue larga Juvenal. Larga y dura. Y en la guerra, después que se cierran las heridas del cuerpo, se abren las del alma. Ya se la veía venir cuando se alzó Chirino con su poco de zambos y negros cimarrones. Después a José María le frieron la cabeza y la pusieron donde todos la vieran para que escarmentaran, pero de nada valió. Los mantuanos querían mandar ellos solos y se la jugaron completa aquel Jueves Santo en lo que el cura le hizo señas al pueblo para que negara el mando de Emparan, después que habían dicho que sí lo querían. En lo que el capitán respondió que entonces él tampoco quería mando, los mantuanos lo sometieron con el resto de los mandatarios que representaban la Corona y los zamparon directo a pasar calor en las mazmorras de la Guaira, y a obedecer como cualquier caraqueño de orilla, antes de mandarlos para su tierra. Con las mismas redactaron un oficio donde se declaraban libres de la opresión francesa, y lo hicieron leer en varias partes de la ciudad en donde habían preparado a una gente para que gritara : "Viva nuestro Rey Fernando VII, el nuevo Gobierno, y el muy Ilustre Ayuntamiento y Diputados del Pueblo que lo representan".
Muchos creyeron que la cosa iba a ser fácil. Pensaban que el Rey estaba listo por la vaina que le habían echado los franceses poniendo a mandar en el mismísimo palacio Real al hermano de Bonaparte, pero se equivocaron de punta a punta y tuvieron que arrear con las consecuencias cuando España se recuperó y les mandó aquel ejército entrenado para las batallas en cualquier terreno. Pero lo que más les dolió fue que tanta gente, sobre todo los blancos orilleros y los mestizos de postín, se rajaron para defender a la godarria partidaria del Rey, como pasó en Valencia un tiempo después, cuando Miranda los puso en su sitio.
Más de diez años Juvenal, más de diez años duró aquella lavativa. No hubo quien no llorara a un pariente, quien no perdiera su negocio o su cosecha, quien no viera más a muchos amigos, o que pensara que aquella guerra era el fin del mundo, y que el demonio estaba quemando todo, para que no quedara ni rastro ni esperanza, y supieran lo que era guaral mojao, si querían alcanzar la libertad.
No sólo fue la guerra, sino que también vino una sacudida que se echó la tierra, donde murieron más de 10.000 personas, y como era un Jueves Santo igual al día del alzamiento, los frailes se aprovecharon para decir que era un castigo del cielo, por traicionar a su amo legítimo. Fue la única vez que vi a Bolívar en camisa. Con cara de arrecho y voz de mando, le dio un empujón al fraile que estaba hablando, y lo tiró al piso. En seguida le grito a la gente que se calmara, que los terremotos eran cosas de la naturaleza; y para darle brío a los timoratos, gritó más fuerte que si ella se oponía, también se le daría lo suyo, para que obedeciera.
Así son los mantuanos Juvenal, incluyendo a sus mujeres. El mundo les pertenece en todo lugar y en todo momento. Por eso la gente de Caracas no se extrañó cuando desconocieron el poder de la Corona. Son grandes cacaos, y a un gran cacao se le permite siempre quitar y poner capitanes generales e intendentes de acuerdo a sus intereses y a sus caprichos, sin importarles que desde allá se ordenara y se volviera a ordenar. Parte de esa gente además, ha estado metida hasta el fondo en algo que llaman La Cofradía, y eso los hace distintos, por donde quiera que se los mire, porque su pensamiento es el mismo de los liberales de aquellas tierras, que se reúnen en secreto, y creen en la libertad y la igualdad de todos los hombres.
No sólo tienen tabaco en la vejiga, sino mucho magín y tanto mundo como el que más. Yo dificulto que en otras partes haya muchos hombres de galanura y seso como aquí. El general Miranda lo repitió varias veces el día que firmaron el Acta: “En cuanto a los talentos y personas ilustradas, en Caracas hay más que en sitio alguno de los Estados Unidos”. Y eso es mucho decir. Lo que no dijo Miranda, es que la mayoría tiene un pacto sagrado con esas nuevas creencias, y eso los hace actuar con honor verdadero, como el que le sobra a un hijodalgo.
Lo que nadie esperaba es que por retruque, fuera el propio Taita Boves quien los salvara, pues él formó el primer ejército de verdad, compuesto por negros esclavos, mulatos, indios y pardos. Es cierto que peleaban por el botín y la hembra, pero bajo una disciplina que no tenían los soldados contrarios. El Taita no tuvo contemplación con los grandes cacaos. Donde aparecía, mandaba a la tumba tanta gente como la que ocasionaba la peste. Cuando Zaraza le clavó la lanza y lo dejó tieso, su ejército se desperdigó y arrasó con cuanto se les atravesó en el camino desde Urica hasta Guayabal, un pueblo sin ley a donde iba a parar todo el que no tenía rumbo.
Y a ese pueblo llegó mi general Páez, sabiendo lo que quería. Ese hombre nunca supo tener miedo, y se entendía en las mismas palabras con aquella cuerda de amotinados que ya no tenían regreso. Uno a uno lo siguieron, convencidos de que si no los mataba el enemigo, lo haría el Catire, si lo traicionaban.
Por eso digo que el Taita les hizo el favor, porque con ese ejército no quedó lugar donde se oliera sangre española. A lanza y machete se ganó a Venezuela. Los libertadores siempre fueron los primeros en pelear y dar ejemplo, y por eso el pueblo se multiplicó en su favor con cada día. Nadie comía antes de la batalla. Nada más que aguardiente con pólvora por bebida. Las mujeres venían atrás para curar heridos, y prepararles la fiesta a los vencedores con bandola, maracas y baile parejo, porque así es la guerra, mide a los hombres por sus condiciones, y les devuelve lo que se ganan en tristezas y alegrías.
Por eso te pido Juvenal, déjame quedarme callado sobre lo que vino después de tanta sangre. Quien ha estado en la guerra no quiere ni nombrarla.
César Gedler
www.cesargedler.com

El Crcificado

El Crucificado
Aprovechando la oscuridad de la noche, los sacerdotes del Sanedrín se presentaron en el Monte de los olivos donde el Maestro acababa de orar a su Padre de una forma tan intensa que sudó sangre, por la angustia mortal que le producía ofrendarse voluntariamente a un martirio que sólo él podía conocer en su dimensión más profunda.
Los sacerdotes del templo mostraban su descontento con aquel campesino de Galilea que se dirigía a las multitudes para hablarles del amor y del perdón como fórmulas de crecimiento interior, y como la única manera de conocer la verdadera libertad, que consiste en desterrar todo tipo de odio del corazón, para poder contemplar la belleza de la vida con la inocencia de un niño. Tampoco se alegraban los del Sanedrín de las respuestas alegóricas que les daba aquel romántico cuando lo tentaban para que incurriera en algún fallo y de esa forma arrestarlo y desaparecerlo, pues el predicador los hacía quedar como ignorantes de las cosas del espíritu y de las leyes, al interpretar sus interrogaciones de un modo abierto y nada dogmático, sino apelando al sentido común que comprendían todos los testigos que se acercaban.
Dirigidos por el sacerdote Cayefás, sus captores e inculpadores lo llevaron primero ante Herodes Tetrarca, un hombre licencioso, que gobernaba la región de Galilea en acuerdo con Roma, pero Herodes tuvo miedo de la mirada inocente de aquel justo, y lo refirió a un procónsul del imperio llamado Pilatos, quien le preguntó por su delito, con la curiosidad de un romano ajeno a los intereses judíos. Sin alcanzar a ver ninguna maldad en que ese hombre inofensivo se proclamara hijo de Dios, mandó a que lo azotaran y decidieran ellos mismos la suerte del acusado, para lo cual utilizó un gesto acostumbrado en su tierra, que consistía en lavarse las manos en señal de imparcialidad.
A los sacerdotes no les bastaba con unos azotes. Ellos temían perder sus privilegios, incluyendo los impuestos, y apelaron a la costumbre pascual de pedir la libertad de un reo escogido de los muchos condenados, y que el pueblo eligiera entre uno de ellos y Jesús, para probar que la mayoría estaba de acuerdo con su muerte. Pilatos aceptó, y mandó a traer a Barrabás, en la seguridad de que el pueblo pediría la libertad del justo, ante aquel facineroso, pero los del Sanedrín ya había regado la voz entre la multitud de que prefirieran a Barrabás, y condenaran al que se hacía llamar hijo de Dios, para castigar su insolencia. Y así ocurrió. El mismo ungido al que unos días antes le habían abierto las puertas de Jerusalén con ramos de palmas y alfombras en el piso por donde habría de pasar, se convertiría unos días después, para el pueblo que lo aclamó aquel domingo, en un ser sin atributos, un perseguido al que se le deseaba la muerte, y para el que se pedía la crucifixión.
Excepto para el condenado, nada presagiaba que aquel hombre de apenas 33 años, reconocido por su bondad y capacidad sobrenatural de obrar milagros en los enfermos, lo esperaba una muerte semejante, desarrollada en una extrema pasividad e indulgencia hacia sus verdugos, y una melancólica llamada a quien él llamaba Padre, suplicándole la fuerza suficiente para resistir hasta el final el drama misterioso, que al parecer estaba destinado desde siempre, para redimir a los hombres de una culpa insospechada y ciega, que los retenía en la sombra de un mundo sin trascendencia.
Esa misma mañana lo azotaron hasta desgarrarle la carne, y para burlarse lo sentaron desnudo donde todos lo vieran, le clavaron una corona de espinas en la coronilla, y le pusieron un cetro mientras en tono irónico se burlaban haciéndole reverencias.
Los discípulos se habían dispersado por temor a sufrir la misma suerte. Uno de ellos, el que lo había besado para que los sacerdotes y legionarios lo reconocieran y lo apresaran, se había ahorcado por el tormento de la culpa. Otro, el más viejo de los pescadores que lo seguían, lloraba amargamente el haberlo negado tres veces antes del canto del gallo, como se lo presagiara el rabí, un poco antes del juicio sumario.
Mientras tanto, el inocente soportaba el peso de un madero más alto y pesado que su cuerpo, y con un genuino esfuerzo cargaba con la cruz hacia lo alto del Monte de la Calavera, seguido de su madre, algunas mujeres que lloraban su martirio, su discípulo más joven, y una multitud que se sentía engañada y no entendían muy bien lo que ocurría, pues su intención al repetir que preferían a Barrabás, no era condenar al inocente, y mucho menos de esa forma.
El drama de esa muerte estaba previsto en los salmos y en las anunciaciones de Isaías, el profeta predilecto del predicador. Así debían ocurrir las cosas, para que todo fuera consumado y se cumplieran las escrituras.
Los del Sanedrín se retiraron satisfechos de haber ahogado aquel clamor. En unos días ya nadie hablaría del incidente, ni el nazarita se dirigiría más a las multitudes utilizando la metáfora de los pájaros y los lirios del campo, sino que ellos retomarían la autoridad cuestionada, y harían cumplir de nuevo sus ordenanzas.
Como a las 3 de la tarde el cielo se oscureció y algunos oyeron cuando el crucificado en sus últimas palabras rogó a su Padre, para que perdonara la ingratitud de aquellos por los que estaba muriendo. Al final expiró, y según se cuenta, a los 3 días el martirizado les mostró su poder, levantándose de la tumba y dividiendo en dos, la época que le tocó vivir.
César Gedler
www.cesargedler.com

Días de calor

Días de calor
Uno se daba cuenta de que el tiempo se había movido porque empezaban a oírse las chicharras con sus gritos inclementes, llamando a la hembra para su reproducción. Eso ocurría a finales de marzo, cuando los días duran igual que las noches, y empiezan a florear los araguaneyes y los apamates de forma encendida. Ya el frío iba quedando atrás, y el calor comenzaba a sentirse como una nube espesa que los viejos llamaban canícula, o bochorno, porque la escasa brisa del momento dejaba en el ambiente un olor a frutas rancias o flores descompuestas que se hacía más intenso cuando algún nimbo de paso dejaba caer un aguacerito que alborotaba tanto el clima como en las sabanas llaneras.
Ahí empezaba el tiempo de las chicharras. Ellas brotaban de la tierra agrietada por la mucha resequedad para aferrarse a la corteza de un árbol que les permitiera expulsar el caparazón para levantar las alas y aparearse. Después que se morían reventadas de tanto grito, lo que quedaba era una costra más seca que la misma madera. Uno no podía explicarse como aquel carapacho era capaz de tanto ruido al lado de los grillos y los sapos. Entonces uno repetía lo que decían los viejos, que eso era el calor, y no se buscaba más explicación.
Por esos mismos días, en los pueblos se veía en muchas esquinas a una gentarada reunida alrededor de un camión de plataforma abierta donde unos mulatos vendían los cocos secos que traían de las costas, para entretener a los hombres que los echaban bajo apuestas. Los más veteranos sacaban un fuerte y sonaban el coco con la moneda para saber si eran de costra dura, y al conseguir un gallito, le raspaban el sitio donde el contrario debía golpear, y si aguantaba el impacto, lo más seguro era que se resquebrajara cuando le tocara el turno de ponerse abajo. Algunos aguantaban hasta tres o cuatro peleas sin romperse, y mientras más duraba, mayor era la apuesta, por el riesgo de quebrarse.
A veces se prendían unas peleas donde salían apuñaleados más de uno, por las trampas que metían, como le pasó a un tal Larry, que le inyectó formol a su coco, y nadie le ganaba, por más que le sacaban cocos madres y gallitos puntiagudos, hasta que un avisado se lo arrancó de las manos y se lo quebró en la cabeza por tramposo. Todavía sigue vivo de milagro, por ese golpe que lo mandó al suelo y le hizo perder el conocimiento de inmediato, para su buena suerte, porque el agresor se fue corriendo al darlo por muerto, en vez de rematarlo y cobrarse sus reales.
También recuerdo a una señora barloventeña recogiendo los pedazos partidos que se llevaba metido en un saco de cabuya marrón acomodado en la espalda como si fuera un morral. Con el tiempo me di cuenta que la señora hacía dulces con los pedazos de coco y los vendía en el mercado sobre una hojita de plátano. Cuando le compré uno para probarlo, me atreví a preguntarle si los hacía en un fogón de leña, porque tenían un olor agradable como el que desprenden las arepas asadas, y me explicó el proceso de elaboración con tanto detalle, que me impresionó para siempre su pedagogía, y su esmero cariñoso en la confitería.
Como había trabajo y autoridad, los ladrones eran contados, y las mujeres de la casa podían sacar sus sillas en lo que se hacía de noche, para refrescarse del calorón y conversar de lo mismo de siempre, pero entretenidas con la gente que pasaba, y las novedades secreteadas en voz baja, sobre las muchachas que metían la pata, o los que se iban mudando para otras partes y ya no trataban a sus amistades de antes, sino que ahora sentían un derecho, como familia de postín, a pertenecer a la alta sociedad, porque un hijo se graduaba de médico y como se comprenderá, no podían seguir viviendo en la misma zona donde sus amigos de infancia lo llamaban por su sobrenombre.
Lo de los muchachos en cambio, era coger para una poza a bañarnos en interior y comer pan con cambur por almuerzo, porque las palometa que buscábamos cazar en el camino con la china y unas metras, para asarlas en una fogata, no alcanzaban ni para muestra, y teníamos que conformarnos con la vitualla de provisión. Desde temprano caminábamos hasta El Encanto o El Alambique, para llegar sudados a la poza y lanzarnos un clavado y celebrar la frescura del agua con un grito de guerra. Ya al atardecer nos secábamos con la ropa encima y desandábamos la misma caminata de la mañana hasta Los Teques, que nos dejaba fundidos de cansancio y nos mandaba a la cama directamente, sin importarnos los programas de televisión, ni pensar para nada que algún día habría de recordar y escribir esos detalles sin trascendencia, como acabo de hacerlo en este momento.
César Gedler
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El quiosco de los Benedettos

El quiosco de los Benedetto
La noticia aparecida en algunos diarios me remontó lejos, a los años de mi niñez, cuando el viejo Rafael Benedetto y su hijo Blas Antonio tenían la quincalla de revistas y periódicos en la subida después del puente Castro, entre el quiosco “El Mono”, y la Carpintería de Víctor el italiano. El artículo no pasaba del comentario sobre la excentricidad de un comprador anónimo, al adquirir un ejemplar de la primera edición del comic Supermán por un millón de dólares, pero las evocaciones que removió sobre aquella infancia de suplementos y novelas de vaqueros a principio de los 70, fueron suficiente para comprender vivencialmente que en definitiva, estamos en una fase de la historia que establece sus cambios de manera polarizada, en comparación a aquella otra cuyas transformaciones las establecía el envejecimiento de las cosas.
En esos días, uno de nuestros focos de interés estaba centrado en la lectura semanal de los suplementos que llegaban de lejos para contarnos las aventuras de algunos personajes cotidianos del invencionero gringo y azteca, en su orden mítico, como Memín Piguín; el pescador Chanoc y su padrino Tzekub, o las fabulaciones extraordinarias a la manera de Superman o Acuaman. Sin darnos cuenta introyectábamos gran cantidad de palabras y actitudes, expresadas en el quehacer heroico de unos protagonistas a los que aprendimos a querer y a nombrar como uno más de nosotros, sin sospechar la enorme influencia foránea que consumíamos.
Muchas veces dejábamos de tomar refrescos o comer una catalina para adquirir el suplemento y enterarnos de cómo se resolvía la trama que quedaba pendiente del número anterior; y si en el momento no teníamos para comprarla, nos tocaba recorrer los quioscos uno a uno, empezando por la librería Lido, frente a la plaza Guaicaipuro, la del Sr. Darío Yánez, en la calle Ribas, la del Sr. Smitter, un poco más adelante, o esperar el domingo, cuando cambiábamos las pequeñas historietas en la entrada de los cines, pero sin el gusto de la novedad.
Curiosamente, todos los quioscos tenían un escalón entre el nivel de la calle y la entrada del negocio, y su tamaño no sobrepasaba los 10 metros cuadrados. Uno se adentraba en aquellas cuevas mágicas y tenía la sensación de estar en la casa de los sueños por tanto colorido de revistas, periódicos, bisuterías de carey, lapiceros, brillantinas para el pelo, desodorantes, y cuanta baratija le llegaban a los comerciantes, para satisfacer las necesidades de los clientes.
El de Benedetto en particular era de parada obligada en plena subida, porque Blas Antonio tenía el don de la conversación amena, en contraste con el carácter de Carmelo, un guatireño de pocas palabras y tono irritable, que lo acompañó en el negocio por mucho tiempo. Desde que se pasaba la reja sentía uno el olor a cigarro fuerte de los dos fumadores, y el sonido de un radio por el que se enteraban de los sucesos sin salir nunca de aquella gruta de papeles y menudencias.
Una vez me contó que tenía su negocio desde mucho antes que Pérez Jiménez reconstruyera el puente, que en un principio fue de madera con pasamanos de tubo, y después le hicieron un soporte de acero con barandas de concreto y piso de macadan. También me comentaba que por la vibración en el arreglo del puente en el año 52, se cayó el bar Azteca, del Sr. Estaban Negrín, y los parroquianos se quedaron sin oír las rancheras de aquellos tiempos, mientras tomaban sus tragos bajo una temperatura que aceleraba el reumatismo.
Ya después que cambié las lecturas de suplementos y novelas de Marcial Lafuente Stefanía por otras más apropiadas para mi edad, le compraba a Benedetto revistas de la Salvat, que ofrecían en promoción ediciones baratas de los clásicos universales, y por lo regular el distribuidor de la empresa nos regalaba las separatas biográficas de músicos y pintores, que abandonaban los repartidores como cosa inútil.
A principio de los años 80 construyeron el edificio Bella Urquía en el terreno donde estaba Benedetto, y el quiosco se fue para el mismo lugar en el que está todavía, en la esquina de la calle Ribas con el puente Castro, un aciano que está cumpliendo 109 años y conserva su misma fortaleza. Para Blas Antonio fue un golpe duro aquella mudanza. Era un hombre sedentario hasta la rutina, y el calor de su quincalla a media luz formaba parte de él mismo.
Con la misma puntualidad de siempre, el quincallero siguió recibiendo la prensa cada mañana, hasta un día de mayo en que se le ocurrió morir. María su esposa, continuó regentándolo por varios años el negocio, pero un accidente automovilístico acabó con su vida, y por unos días el quiosco guardó silencio. Sin embargo, sobrevivió la dinastía por mediación de su hija Trina Benedetto y su esposo Mauricio, quienes mantienen la misma cordialidad y diligencia de siempre.
¿Hoy me pregunto si tendría sentido para cualquier gobierno el señalizar las esquinas de Los Teques con los nombres que ofrece la tradición? Pienso que cumpliría un propósito de orientación en la ciudad, y al mismo tiempo permitiría la recuperación de una memoria sin la cual no es posible ningún prontuario histórico que nos acerque al origen y naturaleza de la tequeñidad.
Mientras tanto, los que conocemos el cuento, seguiremos refiriéndonos a esa esquina como “El quiosco de Benedetto”, en la certeza de no equivocarnos sobre el lugar de encuentro.
César Gedler
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Papelón

Papelón
Trabaja en una zona donde abundan las escuelas. Es el policía escolar del sector. Todos lo conocemos de tanto encontrarlo una y otra vez en la vía. Pocas veces se está quieto. Lo suyo es caminar, andar ligero y firme de un lado a otro, vigilando que las cosas se mantengan en el mismo orden de siempre. Su presencia forma parte del ambiente, del clima, del tráfico, de la noticia del día, y de la agitación o la quietud de los estudiantes. Por la placa que lleva en el lado derecho del pecho, sabemos que es el Subinspector Luís Azuaje, pero lo llamamos Papelón, un modo muy venezolano de reconocer el carácter popular de alguien que se ofrece al resto desde su sencillez más humana.
Su interés por la lectura le viene de su padre, que era telegrafista; un oficio semejante al periodismo, que les permitía estar enterados de todo lo que pasaba en el país, y aun en el mundo, a través de ese lenguaje extraordinario que se producía con golpecitos de corriente que solamente traducían los iniciados en el oficio. Todos los secretos de Estado y de familia pasaban por sus manos, por muy codificados que fueran estos mensajes, porque los operararios de la telegrafía se sabían de memoria todas las formas de encriptar las palabras.
Pepelón tiene hoy 54 años. Hizo de Los Teques su lugar de adopción, pero nació en Portuguesa, la tierra del catire Páez, rodeado de paisajes extensos, calurosos. Todavía sueña con el olor a mastranto y con los ríos crecidos, donde aprendió a nadar a contracorriente, y a cruzarlos montado en bestia. Es canceriano, del mes de las lluvias, del aguacate, la piña y el melón. Un hombre prudente, con cara de inocencia, trato amable y servicial. Le gusta el deporte y lo practica. Desde pequeño incursionó en la carpintería y el boxeo, su pasión eterna, de donde le viene su apodo de combate, “Papelón Azuaje”, que le dio tantos reconocimientos y lo llevó a ser entrenador profesional de los presos en la cárcel de Los Teques, después de disponer su retirada del ring.
Sabe que su oficio es peligroso, que comporta riesgos límites, como la vez que lo hirieron. “Aquél día me dieron un quieto por la espalda -me comenta en buena narración- eran unos menores, unos estudiantes que tenían líos con una banda y necesitaban un arma de potencia para defenderse. Cuando sentí que alguien se acercaba me di vuelta, y al chamo se le escapó el tiro de los nervios, porque ya me tenía apuntado. Por poco me mata. Dos centímetros más y me da en el corazón. Herido y todo los seguí, pero me desmayé por la pérdida de sangre. La comunidad me auxilió y pude salvarme”.
Le pregunto que opina de eso, y me explica de modo extenso que hace falta el diálogo con los hijos. Que es necesario aprender el lenguaje de los muchachos, para hacerse amigo de ellos. Conocer sus necesidades: ¿con quienes andan, qué les preocupa? Papelón piensa que el fenómeno de la delincuencia es mundial, pero en otras partes las autoridades y la ciudadanía se unifican para luchar contra ella y mantenerla a raya. “Uno arriesga la vida atrapando un malandro que tiene armamento de guerra, y a los días lo vuelve a ver en la calle. ¿Qué pasó ahí? Antes las leyes permitían sancionar al delincuente, pero ahora en Venezuela es muy engorrosa la detención y el castigo, y muchas veces quien paga es el mismo policía”.
El día en que conversamos largamente estaba con su compañero de ruta, el subinspector Francisco Quintero, un hombre joven, de Petaquire, quien es abogado y docente, aparte de policía escolar, gracias a su madrina, quien descubrió muy temprano que su ahijado era un adelantado. Lo conocí cuando estudiaba el Componente Docente en el Instituto de Mejoramiento, de la Upel, que le sirvió para ejercer la docencia y descubrir su vocación de mediador.
Ese día de la conversación pude ver cómo disipaba un intento de manifestación de estudiantes sin bombas ni peinillazos, sino conversando con los líderes, de quienes conocía el nombre y la manera de tratarlos. Aquel gesto me hizo ver el enorme valor de la culturización humanista en el amigo, que en todo momento se relacionó con los muchachos de manera firme y respetuosa al mismo tiempo. De un modo sereno los interrogó sobre los motivos de la protesta, y los convenció de ejercer sus derechos sin atropellar a nadie, ni destruir ninguna propiedad, para no invalidar sus reclamos.
Supe después por el amigo Quintero, que varias veces lo han distinguido como El Policía del Mes y aun como El Policía del Año. Un reconocimiento que nos lleva a recordar a su homónimo Apascacio Mata, aquel policía de Panaquire que ejercía en la esquina de Sociedad, y que por su carisma, buen trato y rectitud en su oficio, le compusieron una canción cuando se atrevió a parar la caravana presidencial de Luís Herrera Campins por estar el semáforo en rojo. El mismo Jimmy Carter lo invitó a Tennessee, para condecorarlo y concederle un nombramiento como policía ad honorem de los Estados Unidos, por sus méritos profesionales y humanos.
César Gedler
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La deuda

La deuda
Cada día recordaba en sus detalles el momento en que todo se mezcló para transportar su vida al otro lado de la alegría. Había ido a cobrar una deuda que le tenían a Wilson en aquella tierra de verdes encendidos. Era cosa de dos días, si se calcula con comodidad, para no devolverse en el mismo avión y regresar cansado sin motivo. La gente que lo esperaba se le acercó con sonrisa de bienvenida, y le brindó un saludo cordial chocándose los puños, lo que aumentó su agrado para aceptarles la hospitalidad que le ofrecieron en una casa de campo, en vez de quedarse solitario en una habitación de hotel con olor a detergente.
En la hacienda se lo dijeron: “No le vamos a pagar nada a ese carajo. Más bien él es quien tendrá que pagar si quiere ver vivo otra vez a su amigo”. La angustia le recorrió el cuerpo con un aire húmedo y frío. Estaba perdido. Wilson nunca aflojaría un centavo por chantaje. Se sintió indefenso en esa tierra lejana, con gente extraña y otro paisaje. No contestó; esperando que todo fuera un malentendido, un camino equivocado del que podía regresar de la forma en que llegó, bajo la misma tarde encendida y la misma brisa suave de intensidad remota. Pero nada cambiaba. Todo seguía en la lentitud dolorosa que precede a los naufragios, y se dejó caer en el vértigo nocturno de la derrotas sin pronunciar palabras.
¿Que estaría pasando ahora en cualquier parte que no fuera esa habitación con forma de calabozo, con poco aire y mucha oscuridad? La noche y el día era un solo laberinto borroso en el que se perdían las preguntas: ¿por qué todo aquello, si apenas se había prestado para cobrar un dinero empaquetado y dispuesto en una maleta viajera? A veces sentía pisadas como si vinieran a saber de él, pero seguían indiferentes hacia otros destinos, sin que le importara a nadie su sed y su aturdimiento en aquella cueva de sombras y durezas.
Lo levantaron temprano y le señalaron el piso manchado, las botellas tiradas por todas partes, restos de comida en la cocina y en la mesa, y le gritaron algo en un dialecto que no entendió. Cuando se acercó a tomar un poco de agua sintió un golpe amargo que le quemó la espalda, y al defenderse, un latigazo en la cara lo mandó al suelo sin sentido. A patadas y empujones lo obligaron a pararse y le pusieron en la mano un palo de coletear que lo ayudó a comprender el propósito de aquellas alimañas antes que pudiera verles la cara. La puerta le cayó encima y lo arrancó de un sueño apacible después de muchas noches en claro. Unas voces en la oscuridad le ordenaban que se parara de inmediato. Tanteó en el piso buscando sus zapatos, pero un brazo de caletero lo sacó de un sólo impulso de aquella cueva como si se tratara de un pájaro muerto. La misma mano lo llevó a empellones por un camino que se hacía cada vez más inclinado y sofocante, hasta llegar a un camión donde fue arrojado como un saco de arena.
Se entregó resignado a una muerte triste y ajena en una madrugada sin estrellas, sobre aquella plataforma que se movía con sobresaltos por las piedras y baches del camino. Ya no importaba nada; ni el dolor, ni la sed inclemente, ni la esperanza de otros días. Era mejor salir pronto del maltrato y que sus restos quedaran dispersos en esas montañas de tierra oscura, como iban quedando sus sueños y sus angustias en una sensación de laxitud semejante al olvido.
El calor se elevaba inmisericorde con cada hora que pasaba y un resplandor de hambre y sed era todo el paisaje que alcanzaba a ver como un espejismo en el que se ahogaba por la confusión, el dolor, el miedo y la desesperanza.
Ya casi despertaba cuando sintió un frescor de vida que le caía en el rostro como un bálsamo de luz. Una mano amiga que le rociaba el agua, y una sonrisa amigable, fue lo primero que vio al retornar a la vida. Poco a poco fue comprendiendo lo que decían todos a la vez entre risas y muecas. Lo habían rescatado.
Esta era otra gente, otro corazón, otra esperanza. Sus verdugos estaban muertos. Apenas pudieron disparar sin saber a quien. Los que no murieron por las balas, quedaron regados en pedazos por los machetazos, en medio de una embriaguez que se convirtió en canto de muerte.
Con los días los salvadores le consiguieron un pasaje de retorno, que lo hizo llorar de alegría mientras los abrazaba bajo la promesa de un pronto retorno como visitante, cuando de pronto la policía allanó la casa donde se encontraban. Otra vez preso, amarrado con cadenas y apuntado con fusiles y pistolas.
Fueron muchas las cosas que se atropellaron sobre él en los años que duró el proceso y su permanencia en la cárcel. Entre mirar las estrellas a través de los barrotes y pasear de un lado a otro sin ningún contacto, los recuerdos tomaban la forma de un viaje largo a un país extraño donde debía cobrar una deuda que nunca le pagaron.
César Gedler
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El carnaval de los 70

El carnaval de los 70
Los años setenta en Venezuela estuvieron marcados por ese vasto mural de la abundancia y el derroche que brindaba un barril de petróleo más caro que el oro y el diamante. La lujuria de un mundo que desesperaba por cambiar todas las cosas por su equivalente más novedoso, imponía sus reglas desde Miami a la manera de un gran súper mercado que vivió a nuestras expensas mientras duró la fortaleza de la moneda nacional. Quesos holandeses, whiskies escoceses, zapatos australianos, chaquetas argentinas, y muchas mercancías de igual naturaleza, se encontraban en la despensa de cualquier parroquiano sin que ningún indicio advirtiera que algún día las cosas pudieran ser de otra manera.
Admitiendo que había tantos corruptos como ahora, la fluidez financiera permitía para entonces algunos excesos, sin que golpeara brutalmente el bolsillo de un matrimonio profesional. Era algo natural asistir al Aula Magna de la UCV a disfrutar la presentación de grandes conciertos dirigidos por maestros de respetabilidad universal, de la misma manera y con la misma pasión que nos producían las más afamadas agrupaciones salseras del Caribe y Nueva York. Cualquier graduación de bachilleres, o los quince años de la hija mayor, se celebraba con la Billo´s o Los Melódicos en el mejor club de la ciudad, sin que a nadie se le ocurriera pensar que se trataba de un dinero mal habido.
Quien visite en este momento el pueblo de Los Teques, no podría de ningún modo imaginarse que para aquellos días había por los menos cinco clubes: el Miranda, el Hispano, el Centro de Amigos, por nombrar algunos, con capacidad para amanecer bailando con las orquestas del día, sin que se dieran abasto los mesoneros para servir ron y whisky, sin que a los clientes les preocupara para nada los gastos; y si se daba el caso de abandonar la fiesta antes de que cantaran los primeros gallos, era considerado de mal gusto llevarse el resto de la bebida que quedaba en la mesa.
Pero el tope festivo se daba en carnaval. Después de la primera Feria del Indio, que se dio en un octubre memorable de este pueblo, quedó asentada la costumbre de las comparsas para los carnavales siguientes, y la anulación del juego con agua y sustancias irritantes. Los más viejos, con sus recuerdos de los disfraces gomeros, y los más jóvenes, creyéndonos los primeros en todo, nos integrábamos al lado de los sonidos metálicos del Steellband o los redoblantes que dirigía el barbero Carlos Baute, hasta que el cuerpo colapsaba de agotamiento.
Todavía nos manteníamos en esa línea imprecisa entre pueblo y ciudad. La mayoría nos conocíamos aunque fuera por referencia, y nos vinculaba un ímpetu de pertenencia, de tequeñidad, que nos impulsaba a participar de las comparsas como si se tratara de un ritual pagano de transfiguración. Los gremios, los barrios, las urbanizaciones, los sectores, se unían para darle al carnaval el esplendor dionisíaco que permite las carnestolendas, con su licencia para cada quien expresar su propia locura.
Toda la euforia caribeña estremecía nuestro espíritu veinteañero, y desde las 2 de la tarde, cuando salían las primeras comparsas desde El Cabotaje, nos contagiábamos de la música, el colorido, el baile, y cuanta bebida nos salía al paso, sin que importara el sol, la embriaguez, el cansancio, o los pleitos. Igual nos estábamos cambiando de ropa alrededor de las 8 de la noche para llegar de primero a los clubes y colearnos como miembro de una comparsa, o confundiéndonos con alguna familia que mostraba su entrada de cortesía.
Ya en la fiesta, se ponía en juego la habilidad de alguno de nosotros para sobornar a un mesonero, y que nos permitiera sacar las botellas de contrabando que las mujeres del grupo traían en sus enormes carteras. Lo demás era bailar y tomar en grandes proporciones, mientras conversábamos en forma delirante de todos los temas, como pasa cuando uno está prendido y la imaginación se enciende incontrolablemente.
Era un clima. Una sensación de plenitud que acompañaba nuestro vivir cotidiano. Una cercanía que nos permitía disfrutar el espacio del otro sin que alguna barrera ideológica nos separara. La Parroquia. Así llamábamos nuestro círculo fraterno. Los que la integrábamos constituíamos una cofradía sagrada. En sus dominios, nadie se consideraba con derechos por tener más dinero, defender una postura política o haber alcanzado un grado universitario. La amistad era una superestructura, y el que alcanzaba un mayor grado de desarrollo, era admirado y seguido por sus méritos, sin resentimiento.
Todavía hoy, cuando la vida nos permite reencontrarnos, el recuerdo de aquellos días en que compartíamos posturas y posesiones sin ninguna adversidad, nos da para reír y revivir de un modo insospechado una afectividad indisoluble, porque se forjó en la travesura y los pesares de la ilusión dorada, que es la juventud.
César Gedler
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Alí el gallero

Alí El Gallero.
El instinto de lucha y muerte es una propensión que vive en el hombre, y lo conduce desde el esfuerzo por la sobre vivencia, hasta las más crueles guerras que se hayan conocido. Sin embargo, hay una manera de sublimar la fuerza bruta, para convertirla en una técnica exterior e interior de defensa y ataque, que opera con base en la observación e imitación de los movimientos de algunos animales como la grulla, el mono o el tigre, y que muchas culturas desarrollaron hasta convertirla en un arte.
El kung fu, karate, o el teekwondo, por nombrar algunas, se desarrollaron en la China como una disciplina de auto desarrollo, cimentada en la respiración adecuada para el control del movimiento, y el aprovechamiento al máximo de la energía ying y yan. Posteriormente derivaron en un sistema de defensa personal para repeler la agresión. En esta misma línea encontramos al Samurai, o antigua casta guerrera del Japón, y a los gladiadores griegos y romanos, que alcanzaban los grados de su crecimiento en el equilibrio interior para vencer el desorden exterior, tanto en sí mismos como en los enemigos.
Pero no siempre es el hombre el sujeto de la acción, sino que en muchos casos, son los mismos animales que sirven de modelos guerreros, los que se entrenan para brindar el espectáculo de su agilidad y coraje en la pelea, y aquietar de este modo la compulsión humana al desafío y la derrota del contrario. Esa manera de drenar las emociones acumuladas, mediante la proyección de las propias fuerzas agresivas en la figura del animal que se bate en combate hasta la muerte, es un fenómeno que se desdibuja en la historia ancestral del ser humano. Uno de estos casos lo conforman los desafíos de gallos, que son entrenados por manos expertas para convertirlos en gladiadores del ruedo.
“Para ser gallero, aparte del amor por los animales, que es lo más importante, hay que ser una persona disciplinada. Muchos se preguntarán el por qué, si uno ama los animales los prepara para la lucha, pero eso es así. La naturaleza del gallo es la pelea, tal como el soldado se prepara para la guerra. Y el que juega gallo, también debe estar preparado para ganar no ganar, sin que eso lo lleve a volverse loco” Así se expresa Alí el gallero al comenzar una larga conversación sobre ese antiguo oficio que es la preparación de los gallos, para convertirlos en campeones del pico y la espuela. Su nombre de pila es Alí Navarro González, nacido en Caracas, un 20 de Julio del año 45. Un hombre comedido, discreto, y de palabra reflexiva, a quien todos aprecian en su comunidad por su condición amable y servicial.
“Por ser ordenado trabajé 25 años como diseñador en una compañía alemana, de gente seria y exigente. Entré como ayudante de limpieza, y como ellos vieron mi dedicación, me pasaron a una máquina cortadora; después al departamento de montaje, y luego como diseñador, hasta que finalmente fui supervisor de la imprenta hasta mi jubilación. Ya vivía acá en Los Teques, y la imprenta estaba en La Urbina. Comenzaba a trabajar a las 5 de la mañana, y como no tenía reloj, me despertaba cuando un vecino prendía la luz a las 4 en punto, y en un momentito estaba agarrando el autobús que llegaba hasta Petare y me dejaba cerca. Todo gracias a mi disciplina”
La tradición de las peleas de gallo nos llega de España con los primeros invasores colombinos. Por eso nos atrevemos a decir que Alí nació con la vocación en su sangre. Cuando apenas tenía cinco años, su padre lo llevaba a la cuerda de gallos que tenía por los lados de Prado de María, el recordado cochero Isidoro Cabreras, que cargó en su Victoria inglesa a la mayoría de los caraqueños de su época. Estar ahí para aquel niño, era superior a visitar el mejor parque, o una feria de juguetes, porque desde entonces sentía que aquél era su mundo. Le bastaba con mirar el plumaje de algún animal, su porte, su canto, y el ritual de entrenamiento, para saber cuál sería ganador. Su padre y el cochero se percataron de esta sabiduría instintiva de Alí, y le preguntaban su opinión cuando se trataba de jugar un gallo, con la misma confianza que se le otorga a un criador profesional.
El gallo es uno de los símbolos más universales y cargado de alegorías, al lado del águila, el león, o el pez. Se lo asocia con las veletas que antiguamente se colocaban en la cúpula de las iglesias como figura solar, para ilustrar el nacimiento del día, la resurrección, el llamado a la plegaria, y la negación de San Pedro, después de la última cena. También es referencia griega, por la alusión que hiciera Sócrates en el momento de su muerte, de ofrendarle a Asclepio, un gallo como pago por darle la mayor curación, que es la muerte. En la astrología china, determina el temperamento y carácter de la persona que nace en el año que rige este animal. En la India personifica la energía de Skanda, o luz divina. En los ritos funerarios de los antiguos germanos, el gallo se sacrifica a los muertos, para que se mantengan vigilantes del camino correcto en el más allá; en muchas religiones africanas la sangre derramada del gallo, protege a quien la ofrece, de los males y peligro de sus enemigos, y en la tradición cultural de casi todos los pueblos de la tierra, su mayor reconocimiento es ser símbolo de valentía, fertilidad, elegancia y alegría.
Por todo lo anterior podemos considerar que el oficio de gallero va mucho más lejos que la técnica de crianza y la observación de las cualidades de estas aves. En su esencia, el criador vive compenetrado con el mundo de los gallos. Se identifica con su lenguaje, lo personifica, le da nombre, siente sus emociones y sus reacciones y las respeta, se adecua a ellas, las canaliza, las educa en forma particular, siente en su carne cuando el animal ya no puede seguir peleando y lo rescata del ruedo, lo cura, le habla, y ya restablecido le pone al lado las mejores gallinas para que recupere su estima.
“Yo no sé cómo, pero mis gallos me comprenden y se dejan guiar por mi. Estoy con ellos desde las 4 de la mañana hasta caer la tarde, y entre nosotros no hay secretos. Ellos saben si les voy a dar comida o si los voy a bañar, En una pelea, un gallino que crié estaba perdiendo, pero yo sabía que estaba aturdido y necesitaba tiempo. En una de esas, cuando el sambo contrario se le vino encima, yo le dije: “ahora si. Acábalo”, y el gallino lo remato de dos espuelazos, cuando todo el mundo lo daba por perdido”
Alí conoce la influencia de la Luna sobre los gallos. Lo primero que advierte es que se deben jugar en la misma fase lunar en que nacieron. Después nos informa que los sambos y Camagüey se deben pelear en cuarto menguante, así como los negros y giros en Luna creciente. Las cirugías y curas hay que hacerlas en menguante para que no se desangren, y las mejores crías se cogen en Luna llena. Finalmente sentencia: “en lo posible, hay que evitar que los gallos peleen en Luna nueva, porque en esa época los brujos preparan sus gallos con azufre”
A la pregunta de cuál es el gallo que más recuerda, nos responde sin titubeos: “El gallo de la Pasión”
César Gedler