La deuda

La deuda
Cada día recordaba en sus detalles el momento en que todo se mezcló para transportar su vida al otro lado de la alegría. Había ido a cobrar una deuda que le tenían a Wilson en aquella tierra de verdes encendidos. Era cosa de dos días, si se calcula con comodidad, para no devolverse en el mismo avión y regresar cansado sin motivo. La gente que lo esperaba se le acercó con sonrisa de bienvenida, y le brindó un saludo cordial chocándose los puños, lo que aumentó su agrado para aceptarles la hospitalidad que le ofrecieron en una casa de campo, en vez de quedarse solitario en una habitación de hotel con olor a detergente.
En la hacienda se lo dijeron: “No le vamos a pagar nada a ese carajo. Más bien él es quien tendrá que pagar si quiere ver vivo otra vez a su amigo”. La angustia le recorrió el cuerpo con un aire húmedo y frío. Estaba perdido. Wilson nunca aflojaría un centavo por chantaje. Se sintió indefenso en esa tierra lejana, con gente extraña y otro paisaje. No contestó; esperando que todo fuera un malentendido, un camino equivocado del que podía regresar de la forma en que llegó, bajo la misma tarde encendida y la misma brisa suave de intensidad remota. Pero nada cambiaba. Todo seguía en la lentitud dolorosa que precede a los naufragios, y se dejó caer en el vértigo nocturno de la derrotas sin pronunciar palabras.
¿Que estaría pasando ahora en cualquier parte que no fuera esa habitación con forma de calabozo, con poco aire y mucha oscuridad? La noche y el día era un solo laberinto borroso en el que se perdían las preguntas: ¿por qué todo aquello, si apenas se había prestado para cobrar un dinero empaquetado y dispuesto en una maleta viajera? A veces sentía pisadas como si vinieran a saber de él, pero seguían indiferentes hacia otros destinos, sin que le importara a nadie su sed y su aturdimiento en aquella cueva de sombras y durezas.
Lo levantaron temprano y le señalaron el piso manchado, las botellas tiradas por todas partes, restos de comida en la cocina y en la mesa, y le gritaron algo en un dialecto que no entendió. Cuando se acercó a tomar un poco de agua sintió un golpe amargo que le quemó la espalda, y al defenderse, un latigazo en la cara lo mandó al suelo sin sentido. A patadas y empujones lo obligaron a pararse y le pusieron en la mano un palo de coletear que lo ayudó a comprender el propósito de aquellas alimañas antes que pudiera verles la cara. La puerta le cayó encima y lo arrancó de un sueño apacible después de muchas noches en claro. Unas voces en la oscuridad le ordenaban que se parara de inmediato. Tanteó en el piso buscando sus zapatos, pero un brazo de caletero lo sacó de un sólo impulso de aquella cueva como si se tratara de un pájaro muerto. La misma mano lo llevó a empellones por un camino que se hacía cada vez más inclinado y sofocante, hasta llegar a un camión donde fue arrojado como un saco de arena.
Se entregó resignado a una muerte triste y ajena en una madrugada sin estrellas, sobre aquella plataforma que se movía con sobresaltos por las piedras y baches del camino. Ya no importaba nada; ni el dolor, ni la sed inclemente, ni la esperanza de otros días. Era mejor salir pronto del maltrato y que sus restos quedaran dispersos en esas montañas de tierra oscura, como iban quedando sus sueños y sus angustias en una sensación de laxitud semejante al olvido.
El calor se elevaba inmisericorde con cada hora que pasaba y un resplandor de hambre y sed era todo el paisaje que alcanzaba a ver como un espejismo en el que se ahogaba por la confusión, el dolor, el miedo y la desesperanza.
Ya casi despertaba cuando sintió un frescor de vida que le caía en el rostro como un bálsamo de luz. Una mano amiga que le rociaba el agua, y una sonrisa amigable, fue lo primero que vio al retornar a la vida. Poco a poco fue comprendiendo lo que decían todos a la vez entre risas y muecas. Lo habían rescatado.
Esta era otra gente, otro corazón, otra esperanza. Sus verdugos estaban muertos. Apenas pudieron disparar sin saber a quien. Los que no murieron por las balas, quedaron regados en pedazos por los machetazos, en medio de una embriaguez que se convirtió en canto de muerte.
Con los días los salvadores le consiguieron un pasaje de retorno, que lo hizo llorar de alegría mientras los abrazaba bajo la promesa de un pronto retorno como visitante, cuando de pronto la policía allanó la casa donde se encontraban. Otra vez preso, amarrado con cadenas y apuntado con fusiles y pistolas.
Fueron muchas las cosas que se atropellaron sobre él en los años que duró el proceso y su permanencia en la cárcel. Entre mirar las estrellas a través de los barrotes y pasear de un lado a otro sin ningún contacto, los recuerdos tomaban la forma de un viaje largo a un país extraño donde debía cobrar una deuda que nunca le pagaron.
César Gedler
www.cesargedler.com

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