La ciudad en la noche

La ciudad en la noche

No puedo decir que Tren sin retorno, corresponda a una responsabilidad meditada, a un propósito pensado de antemano para defender alguna causa valorada, ni al producto de un conocimiento más o menos pleno de la historia oficial de este pueblo. Surgió como un contrapunto entre la irreconciliación y la búsqueda del sosiego, entre las fuerzas que nos impulsan a la rebelión, y un moderado discernimiento que impone el espíritu para defender lo sublime. No por eso tiene menos valor ante el lector que se entrega a su propio sueño mientras repasa sus páginas cargadas de desconsuelo y esperanza confusa.

Soy un hombre nocturno que busca su destino en los laberintos del sueño y el misterio metafísico. Un taciturno de oficio al que la literatura y el arte lo mueven más que las posesiones o la figuración. Un hombre que escribe porque está incapacitado para lidiar con lo pragmático, o porque en el juego de la imaginación encontró la única manera de sostenerse en un mundo en el que nunca se ha sentido confortable. Por eso me atreví a contar lo que veía desde ese tren que siempre está rodando, por no tener una estación de llegada.

Se me han acercado a preguntarme cosas de este pueblo como si se tratara de un especialista al que se le puede inquirir sobre fechas y acontecimientos, y han regresado con las manos vacías. Al sentirse defraudados me reclaman sutilmente señalándome el libro, y les he explicado como puedo que se trata de otra forma de conocimiento el que tengo de Los Teques. Podría decir, para no profundizar, que el mío es un conocimiento cordial, por tratarse del corazón.

Tren sin retorno, al igual que el autor y el curato de Los Teques, nació con la Luna en Cáncer. Una curiosa similitud que se comprende más por la configuración de los astros que por un azar sin forma, y que probablemente sea un argumento para explicar la acogida que le han dado los lugareños, quienes padecen también, en un silencio detenido, la inclemencia de vivir como un pueblo vencido por la desidia y la desesperanza.

En la dimensión de los símbolos, el entorno donde nacemos y crecemos constituye una representación del arquetipo materno, de la Gran Madre que nutre y ampara, a la vez que reabsorbe y retiene hasta donde puede, nuestras tentativas de fuga y deserción de sus espacios emblemáticos y físicos.
Como un destino mayor, sus colores y formas se nos imponen en todo el trayecto de nuestra vida: su lenguaje, sus credos, sus comidas y vestimentas, sus festividades y melodías, y hasta en nuestra forma de romper los atavismos, podemos encontrar los indicios de su poder sobre nosotros. Es el soma sema, el alma del cuerpo, del que hablaban los mismos griegos que hicieron de la ciudad una mediación obligada cuando se referían al ciudadano.
Para todos nosotros el entorno natal tiene un particular significado. Es la tribu y la aldea, el rancherío y el campo, el pueblo y la ciudad, a la que se le canta con la mirada inocente, o se la llora desde la lejanía, con los recuerdos desordenados por la nostalgia.

Desde siempre se ha hablado de esa extraña sustancia que impregna la superficie de los lugares y las cosas, y que algunos captan sin dificultad. A mi me ocurre con frecuencia, y más con esta ciudad. Al tropezar algunos lugares siento en seguida su clima acogedor o de amargura, la voz de la alegría o el llanto de sus muertos, y en ese encuentro se define todo: un entusiasmo para demorarme en sus dominios, o un agotamiento que me obliga a buscar una excusa para seguir.
Me pasa también con las personas y con los libros; con los trabajos y los divertimentos. Algo en mí se impone y no lo puedo desoír. Es una primera forma de conocer, circunscrita a lo intuitivo y temperamental. También conozco esta población en todas las horas del día y de la noche. Soy testigo de su transfiguración, de cómo se muestra o se esconde dependiendo de la luz o de la sombra, de la serenidad o de la agitación que se mezclan con los vapores del día o el sahumerio de la noche.
Es una forma de conocer nuestro alrededor de manera confidencial; menos numérica y más próxima a la imaginación. Por esa vía detallamos algunas ventanas o puertas olvidadas en cualquier casa envejecida pero que aun conservan su linaje. Elementos desapercibidos, como una cerradura, un picaporte, una gárgola o un cerrojo, se ofrecen en su más plena desnudez en las horas apacibles de la madrugada, pero no la apreciamos al día siguiente, cuando la agitación y la inclemencia del sol ahogan los detalles para imponer lo cotidiano.
Pero también se me revela la misma ciudad a través de los recuerdos de infancia o juventud. Sin saber cómo, puedo hablar sin detenerme del olor a resina y hollín que desprendían los trenes, de las canales por donde chorreaba el agua de lluvia que limpiaba las calles, de las chicharras que gritaban desesperadas hasta reventarse; de los sapos de invierno, que contaban las horas como un minutero, o de aquellas experiencias, remotas y cercanas a la vez, que a los veinte años nos hacen creer que lo sabemos todo.

Ser habitante de un pueblo va mucho más allá de ocupar un espacio y recorrer sus calles. Es un participio activo que nos compromete hasta donde no sospechamos ni queremos imaginar. Muchos descuidan que las ciudades tienen vida propia, que en la respiración de sus naturales se gesta el ardor que la mantiene viva, y que nunca escapamos de su influencia mientras sustentamos el pacto de convivencia que nos convierte en sus habitantes. Conformamos nuestro carácter de acuerdo al paisaje, a los mitos, los ancestros, las formas de alimentación, los riesgos naturales, los recursos, las negaciones del entorno que nos sostiene, y que nosotros sostenemos con nuestro esfuerzo también.
Por eso digo que la pertenencia a un tiempo y un lugar instaura un centro, una cosmogonía, porque toda pertenencia se constituye en la entrega de sí mismo a las fuerzas arquetipales que lo forman, que para cada quien es su cosmos, su mito y su significado. La pertenencia auténtica se convierte en axis mundi, en el único espacio donde todos los demás espacios convergen, en el vientre simbólico del que todos venimos y al que todos retornaremos al final.

No debemos escandalizarnos al constatar que un pueblo malogrado en su belleza y lirismo contenga en sí mismo aquella posibilidad de ser axis mundi. Todo lugar es el lugar, si es capaz de encender una pasión sin consumirse. Quizás por eso los hebreos llamaban las ciudades con nombre de mujer, y la concebían como santa y sagrada mientras conservaba la unidad con la gracia divina, pero igual la sindicaban de ramera, cuando descendía a la idolatría, mereciendo el destierro como el peor estado del alma, semejante al martirio congelado de la soledad.

Pienso en Ortega y Gasset cuando afirma que existe una afinidad entre el alma de un pueblo y el estilo de su paisaje: “los pueblos emigran buscando su paisaje afín, que en el secreto fondo de su alma les ha sido prometido por Dios. La tierra prometida es el paisaje prometido”. Pero así como uno recuerda los lugares por sus paisajes, de igual modo se recuerdan las acciones que vivimos como si estuvieran detenidas en un tiempo del que no las podemos arrancar. Ese es el espíritu de un pueblo, su memoria. Pero no sólo las memorias individuales, sino la de todos, porque la belleza desnuda de esas montañas verde mate que forma nuestro paisaje, también está cargada de dolor, de sangre y de llanto, y en su interior esconde nuestra lejanía, los recuerdos perdidos en el abismo melancólico de la indiferencia.

El que regrese hoy a esta cuidad después de muchos años de ausencia, vagará inútilmente por las calles buscando los recuerdos que le son familiares. En vez de las quintas blancas con techos de musgo ocre, encontrará muchas tiendas agrupadas sin concierto, y los bares con rockolas al igual que los restaurantes de pasta casera, serán sólo recuerdos sustituidos por sumideros de los que se sale con la ropa impregnada de olores repugnantes.
No quiero abandonar mis recuerdos moribundos. Son un canto de dolor y una esperanza repartida en la añoranza de tantos como yo, que viven la misma experiencia de pesar. Ojalá se convierta después en regocijo, al constatar que muchos esperábamos sin saberlo la misma redención. Un gesto de revaloración del patrimonio anterior, la preocupación por salvar y rehacer una nueva ciudad, donde el miedo y el descontento se conviertan en afecto y colaboración entre los que nunca hemos dejado de ser hermanos.
Es el tiempo de verano, los veinte años que siguieron a mis quince años, cuando la delincuencia no se llevaba semanalmente más muertos que la Peste Negra y la Gripe Asiática juntas, cuando se podía levantar una familia con un sólo sueldo, y los repartidores dejaban el pan y la leche en la puerta de las casas antes que amaneciera. Un ayer en el que se nombraba a los grandes escritores con más frecuencia que a los presidentes, los árboles crecían lentamente con las tardes neblinosas y el olor a kerosén en las pulperías de tres puertas.

En las horas de insomnio siento el eco de algunas voces que regresan, y me digo que mi ciudad está donde debe estar, porque esa es su naturaleza, ser de todos y de nadie, morir y renacer, como el aroma de la noche, la brisa de la tarde, el cielo dorado del amanecer, o el calor adormecido del verano.