El Navegante

El navegante
Era igual si se sentaba en cualquier malecón de los Balcanes o en la silenciosa melancolía de las tierras nórdicas. Siempre recordaba añorante la estrechez de sus aceras, la bruma de las mañanas en las colinas humedecidas por el rocío, o las trinitarias, sirviendo de vestimenta a muchas casas llenas de dignidad. Había salido de aquel pueblo al comenzar su juventud. El entusiasmo delirante de muchas lecturas desordenadas lo hizo buscar otros caminos, y el primero fue en un barco pesquero que lo sacó hacia unos pueblos lejanos, con lenguas extrañas y muchas costumbres diferentes, pero luego viajó por sus propios medios hasta perder la cuenta de las ciudades que visitó en cuarenta años de infinitas aventuras.
“Algún día volverás a tu ciudad -le dijo un astrólogo anciano- Volverás para encontrar tu destino y dejar atrás los caminos errantes que no te ayudan a encontrar la paz. “Tú crees haberlo visto todo, pero allá verás dentro de ti, y desandarás de una sola vez tus espejismos. Entonces sí que hundirás tus raíces y todos tus pasos darán sus frutos”
Sin demorarse, anotó aquellas palabras hasta aprendérselas de memoria de tanto repetirlas. Eso fue al cumplir los cincuenta años, en una aldea del mediterráneo a donde fue a parar por un naufragio. Pero también de aquella aldea se cansó algún día. Ni las lágrimas de la mujer que le entregó su vida después de salvar la de él, lograron apacentar el desasosiego por encontrar aquello que lo esperaba en algún lugar del que todavía no tenía idea ni forma. Por no enfrentar el pesar de las despedidas se embarcó una madrugada antes que las gaviotas levantaran su vuelo entre los peñascos y el mar, buscando su alimento, y sin que nadie lo notara, también él lloró sin lagrimas la separación de un mundo que pudo haber sido el suyo.
Ya no tenía la misma fuerza de los años en que trabajaba y se embriagaba sin descansar por muchos días, sin obedecer las advertencias del cuerpo y el llamado del espíritu por encontrar un muelle donde amarrar su sed de vida. “creo que sientes miedo de ti mismo”, le decía su última mujer, sin esperar respuesta. “Miedo a equivocarte y montarle un peso a tu conciencia”, le completaba como quien canta sólo para sí. “Por eso quieres irte, para que no te atrape la falta de entusiasmo y te des cuenta que no tienes destino”


Nunca tuvo nada. Ni riqueza, ni posesiones de ningún tipo, porque todo era un garfio que lo atajaría cuando quisiera levantar el vuelo como las gaviotas, a las que había aprendido a querer en la proa de los peñeros. Ganaba y perdía en el juego con la misma indiferencia gris de los condenados. En todo participaba, pero en nada se comprometía, para no empeñar sus ratos libres y las horas de sueño o de amor pasajero, cuando el barco atracaba por mucho tiempo.
Un día revisó por no dejar, las cosas que guardaba en un baúl tan errante como el dueño, y encontró el papel donde anotara alguna vez las palabras del viejo sabio sobre su tierra de nacimiento, y el encuentro con lo que siempre había evitado. Todo fue producto del primer impulso. En unos días, con apenas un maletín como equipaje, viajó a su tierra a encontrar sus recuerdos con la misma intensidad dolorosa con que se marchó la primera vez.
Por fin llegó. Era la madrugada todavía, y desde el carro en que se dirigía al pequeño pueblo donde nació una noche de lluvia, se veían las luces de las casas montadas en terrazas, como en las aldeas mediterráneas. En menos de dos horas el chofer lo dejó en el único hotel medio decente con que contaba aquel pueblo sin forma. Al rato bajó a desayunar y en vez de las casa con olor a malabar que recordaba con tanto afecto, lo que vio fue un arquitectura desordenada, muchos vendedores ambulantes, charcos de agua sucia en los brocales de las aceras, y ningún lugar donde sentarse ni siquiera para un café.
Sintió tanta desazón que casi se encierra en su habitación para bajar un malestar sin nombre que le creaba angustia, pero aun así se encaminó a buscar a los viejos amigos de juventud que apenas recordaba con sus uniformes de estudiantes. Tocó en algunas puertas y se encontró con rostros ajenos, con casi ningún recuerdo del amigo de infancia, que le preguntaban qué quería, de forma desconfiada. Entonces comprendió las palabras del sabio al advertirle que vería dentro de sí, y con eso rompería el hechizo de su alma peregrina. El verdadero lugar era aquel en el que se sembraban las querencias. Entonces recordó los ojos negros de la mujer mediterránea, y sin más nada, se despidió de verdad de aquel pueblo, y de todos sus recuerdos.
En el único restaurante que mantenía el decoro en una de las salidas del pueblo, se despidió para siempre, sintiendo que con cada palabra liberaba su alma de un espejismo que consumía sus esperanzas y sueños en cada vuelta del camino:
¡Me voy. Ya no significas nada para mí. Renuncio a tu memoria marchitada. Muchas veces soñé morir entre tus paredes y ser enterrado con mis antepasados, pero ya no necesito esperar ese momento entre tus calles mugrientas y la sordidez de unas casas arruinadas por la indolencia de sus habitantes. Quédate como estas, polvo amarillo que en otro tiempo fuiste verde encendido por montañas con olor a café. No tengo lugar en lo que fueron tus parques y tus riachuelos silenciosos. Y si algún día, doblegado por una adversidad que no quiero pensar, intentara regresar a tus dominios, no me dejes entrar, para que no se haga más terrible mi amargura!

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