Los otros mundos
Desde el amanecer lo dominaba cierta inquietud que le alteró el último sueño, antes de levantarse. Ya en la mañana, sentía ganas de comer una ensalada con todos los ingredientes posibles. A cada nada veía el reloj con impaciencia, esperando la hora del almuerzo como si fuera un penitente, y en ese ir y venir de un lado a otro, escuchó las campanas del reloj repitiendo sus golpes hasta contar las 12.
El día estaba soleado. Desde la montaña con manchas verdes y azules, una brisa fresca soplaba intensa sobre su rostro, amainando el calor de los meses ardientes. Encendió el vehículo y recorrió las calles como por última vez, con una sensación de lejanía en su pecho que borraba su inquietud para convertirla en nostalgia de nada. Antes de llegar a las inmediaciones de su casa sintió de nuevo la urgencia de la mañana por comer la ensalada, como si fuera un plato exótico que nunca hubiera probado.
Su mujer no entendía muy bien la urgencia de preparar un plato semejante. Más bien buscó entusiasmarlo con otras comidas que sabía le gustaban mucho a su marido, pero él solamente quería atragantarse de vegetales con el antojo de una embarazada, por eso prefirió salir a la esquina a comprar los ingredientes y darse el gusto por el que estaba empeñado. Llegó a la frutería, pero todavía estaba cerrada por el intermedio del almuerzo. Desde adentro le hicieron una seña para que se aguantara un rato mientras abrían de nuevo.
Le pareció razonable esperar. Cruzó la calle y se sentó en la grama del parque para refugiarse debajo de un árbol, del calor que arreciaba. La brisa seguía soplando fresca y lenta. Poco a poco sintió una laxitud que le trajo recuerdos de infancia y se dejó llevar con los ojos cerrados hasta aquellos mundos sin límites donde todo es posible.
Un ruido de voces lo despertaron y vio que se acercaban una joven y una mujer mayor que lo saludaron de manera familiar. Se incorporó solícito y les dio la mano a cada una, al tiempo que las invitaba a tomar café en algún lugar cercano. “nosotras vivimos allá -le respondió la joven señalando una casita pintoresca, como de otros tiempos- podemos tomarlo allá mismo y con eso conversamos un poco”
Se sentía cómodo, grato, satisfecho, en compañía de aquellas mujeres que le brindaban toda su confianza, sin rehusar ninguna de sus preguntas, ni sus insinuaciones de hombre pícaro, sino reían con él de las travesuras que les contaba animadamente. “nosotras también lo queríamos conocer para decirle que le queremos enseñar muchas cosas de la vida, porque sentimos que ud. está preparado para salir de esta realidad ordinaria que se traga a tanta gente cada día, sin que pase nada especial” Al escuchar aquellas palabras se sintió con mayor confianza y preguntó si tendrían alguna bebida para celebrar ese encuentro tan particular.
Al rato sintió los primeros efectos del licorcito que le sirvieron y sacó a bailar a la más joven, que aceptó animada varias piezas sin soltarse las manos. Después se animó a sacar a la mayor y sintió la misma elevación de sentimientos que con la primera. La tarde estaba joven, llana, sin limitaciones, y el licorcito entraba tan suave, sin aturdimiento, que olvidó completamente su antojo de la comida. Más bien sentía ganas de mirar ese cielo limpio que se ofrecía pleno frente a ellos desde una ventana transparente que dividía la sala del jardín.
Ya en la tarde sintió el efecto de los tragos y se animó a comer antes de reposar en la poltrona que le serviera de asiento desde que llegara. Las mujeres estuvieron de acuerdo en que mejor descansara un poco para reponerse, mientras ellas hacían otras cosas que estaban pendientes.
Sería el sol que le quemaba la cara lo que lo despertó de un sueño grato y ligero, pero enseguida se levantó asustado al comprobar que estaba en la grama, bajo el mismo árbol en el que se sentó mientras esperaba la hora para comprar las verduras. Vio hacia la casa, pero no estaba. Corrió a la frutería a preguntar cuando habían abierto, y un poco extrañados le dijeron que en la mañana, como todos los días. Indagó la fecha y comprobó que era el día siguiente del momento cuando llegó a comprar las vituallas. Fue hasta su carro y notó la huella del polvo cuando se estaciona por mucho tiempo. Comenzó a asustarse cuando llegó a su casa y su mujer le reclamó su ausencia desde el mediodía anterior.
Entonces le contó a su mujer lo que le había ocurrido, sin ocultarle nada. Fueron hasta donde él decía estaba la casa de las mujeres amigables, pero solamente era una arboleda sin rastro de más nada. Su mujer lo amenazó con dejarlo, por burlarse de ella con ese cuento que escondían sus verdaderas acciones, pero él nada más recordaba las palabras de la joven, el momento frente al sol de la tarde, y el sabor de un licor que embriagaba sin dejar ningún rastro.

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