Stephen Harney, un hombre de espíritu

Aquel reencuentro fue como volver a un tiempo familiar después de veintisiete años, sin saber el uno del otro. Nos reconocimos en un clima espontáneo, como dos hermanos que no discuten su parentesco, en la certeza de ser los mismos buscadores del espíritu, en la misma intensidad, e igual tono en las palabras de otros días.
Hablo de Stephen Harney, un misionero católico irlandés, inspirado en el pensamiento rosminiano, que se integró a Venezuela en cuerpo y alma desde principio de los años setenta, cuando estaba en su mayor fervor el movimiento de Renovación Carismática Cristiana, del que Stephen fuera fundador en varios estados del país.
Era temprano en la mañana de un jueves. Desayunamos y seguimos la conversación interrumpida en aquel tiempo de controversias teóricas, en los que algunos temas como la teología de la liberación, la vigencia del marxismo y las corrientes milenaristas, eran referencias obligadas en un teólogo culto, además de su entusiasmo por los dones y carismas que el Espíritu Santo estaba sembrando -según me decía- en la mayoría de los grupos que se abrían de manera sensible a la experiencia del amor fraternal.

Lo recordaba siempre como un ser bondadoso y sencillo, a pesar de su formación intelectual e inteligencia profunda, que le permitían moverse con soltura por cualquier contenido mayor, como si se tratara de un oficio manual similar a la cocina  o la carpintería. Lo que no sabía entonces, y me reveló en el encuentro reciente, cuando conversábamos sobre el desarrollo humano, fue la transparencia de su infancia, la inocencia casi total en la que transcurrieron sus primeros doce años, en su neblinosa aldea irlandesa, junto al mar.
Así fue. En unas palabras cargadas de emoción y nostalgia, me describió la singularidad de su niñez en un hogar católico, constituido por ocho hermanos, sus padres, tíos y abuelos, blindados por la fuerza de la costumbre, en un orden abastecido por el trabajo de cada día, bajo el clima de austeridad que imponía la Segunda Guerra, en un país que había optado por la neutralidad, frente a un drama que conocían de sobra, por su reciente lucha por la libertad contra Inglaterra.

La imagen de esa niñez idílica, quebrantada solamente por la noticia de un hombre que había golpeado a otro en un pueblo vecino, cuando tendría doce años, me pareció suficiente para explicar su disposición a ver en todo momento y de forma natural, la parte menos oscura de los seres humanos. Una disposición de espíritu que va más allá de una actitud existencial, por ser consustancial a su temperamento generoso y cordial, expresada en esa esperanza en el hombre, que se renueva a sí misma frente al ánimo de adversidad que desordena y agota desde siempre nuestro mundo.
Una época de profundos cambios, su adolescencia. Simultáneo a la muerte de su madre, sintió el llamado al sacerdocio, y padeció la misma enfermedad que se la llevó a la tumba, la tuberculosis, un poco antes que se descubriera el bacilo que la produce y  el remedio que la cura. Era el final de la Segunda Guerra. El tiempo del desprecio, como lo llamó Malraux.
En toda Europa, incluyendo a los países que se mantuvieron neutrales, los efectos dramáticos de aquel descenso a los infiernos, dejó una huella de nihilismo, de dolor profundo, al mismo tiempo que la obligación de reconstruirse como pueblo, como cultura, y mantener los ideales civilizatorios ya alcanzados, a través de su historia. Si la guerra fue dura, también lo fue la reconstrucción de la esperanza, la afirmación de la vida nuevamente, por encima de los recuerdos infames, porque es precisamente esa dialéctica la que forma el temple, el carácter y el coraje del hombre, y sobre todo su independencia emocional y física.
 Quizás por eso en aquella conversación en las cercanías de San Pedro de los Altos, me respondía sereno que nunca había tenido una crisis de fe, ni se había planteado ningún problema en aceptar los dogmas de la Iglesia, aun antes de la experiencia extraordinaria que cambió su vida, después de una operación de columna en la que le diagnosticaron su enfermedad como incurable, y el mismo Jesús le habló y lo sanó para siempre de ese mal.
Yo le pedí que abundara en detalles sobre aquella experiencia luminosa, ese Kairos, como lo llamaban los griegos, que se adentra en la vida de cualquiera como un punto y aparte, como una vivencia que redime para siempre la separatidad originaria y permanente de todo ser humano, al brindarle un puente hacia el despertar de la conciencia integral, hacia lo absoluto, a la entrega total a la divinidad, por instituir en su esencia un segundo nacimiento, como advertían las palabras de Jesús a Nicodemos.

Un evento de esta naturaleza convierte a quien lo padece en un ser extraordinario, que en adelante encuentra la fuente dentro de sí mismo, y cumple con los preceptos no por obligación, sino por convicción. Los místicos de la cristiandad desde San Pablo en adelante -según sus confesiones- fueron testigos privilegiados de esta redención, que les permitió vivir en lo sucesivo en el agape, una forma -quizás la más elevada- de lo que llamamos amor  convertida en oblación, entrega voluntaria de sí mismo en una causa sublime, que nuestro misionero Stephan llama por equivalencia, la Civilización del amor. 
Esto fue inmediatamente anterior a su llegada a Venezuela, a los cuarenta años de edad, una década después de su ordenamiento como sacerdote, ocurrido en Roma en 1963, donde se compenetró con las enseñanzas del padre Antonio Rosmini, que marcaron un ideal de acción misional orientada a la formación de grupos de crecimiento espiritual.
 Su nueva misión evangelizadora se la encomendaron en Maracaibo. Todo fue distinto desde el comienzo. El clima abrumador, un habla extraña por su sonsonete, la agitación permanente de un pueblo que a la vez es capital de estado, puerto y frontera indígena y marítima, con toda su historia caribeña de piratas, gringos petroleros, comidas en coco, casas de tono tropical en sus fachadas, y una gente cordial que lo entrega todo y lo espera todo en la amistad. 
Al contrario de lo que pudiera pensarse por su temperamento irlandés, de tono grave, independiente y en apariencia distante, su encuentro con aquel pueblo  fue como llegar a su hogar primigenio, a su complemento, a una dimensión de la afectividad que le permitía la familiaridad, el acercamiento espontáneo, la alegría y el fervor suficiente para convertir en hecho concreto la esencia del evangelio en tiempo presente, de forma viva, a través de las manifestaciones y carismas del Espíritu Santo, que se le habían revelado de igual modo en la sanación de su columna.
Pero fue en Barinas, a sus cincuenta años, cuando pudo organizar una versión de los postulados del padre Rosmini, en la creación de una comunidad destinada a la formación espiritual, que llamaron Familia Fuente Real, en una antigua finca, instituida como una gran familia que se autoabastece, cumpliendo cada uno un oficio, y a la que llegan distintos tipos de miembros religiosos para la formación y posterior difusión del ideal supremo, el sueño de toda una vida del padre Stephen Harney, alcanzar la Civilización del Amor.

Este sueño, que desde el momento de su instauración se fue perfeccionando, tiene como fundamento supremo la Inspiración, es decir, recibir el aliento, en su acepción griega originaria, ya que cada nuevo avance en su conformación está vinculado a un hecho extraordinario, que se siente como intercesión divina, dádiva, testimonio, y que los ha llevado a vivir a expensas de la fe, de la entrega, de la sumisión a los designios prodigiosos, como regla sobresaliente en la enseñanza de la premisa “El amor todo lo puede, entonces rindámonos al amor”, como lo expresaba el poeta Virgilio, pero referido aquí al amor cristiano.
La Idea, con mayúscula, tomó forma y se extendió con nuevos miembros, en varios sitios de Venezuela, como una cofradía que experimentaba a su vez los prodigios divinos en su constitución.
De cualquier forma que se la viera, aquella hermandad contaba con una energía propia, un ritmo de crecimiento imposible de explicar racional o aleatoriamente, como una corriente donde la providencia era el primer motor, el impulso fundamentador para que fuera posible la soñada civilización del amor, la fraternización de un mundo que no conoce otro lenguaje distinto al de la competitividad, la codicia y la reificación, como fórmula de lo que ese mundo entiende por felicidad, pero que no pasa de ser una manera de esconder el vacío y amarrar el miedo para soportar la vida cada día.

La familia Fuente Real en su crecimiento se ramificó a otros países, a otros continentes, a comunidades religiosas o laicas con distintos propósitos, y en el año 1995, el Gobierno Superior Eclesiástico le concedió  el reconocimiento que los consagra como “Una Asociación de Fieles, con todos los derechos y obligaciones que competen a esta nueva forma de vida consagrada en el Ordenamiento canónico” (Nº 301 del Derecho Canónico)

Hoy el padre Stephen es ya un octogenario que cumple cincuenta años de su ordenamiento sacerdotal. Como sus abuelos irlandeses, alcanzó la edad patriarcal con una extraordinaria lucidez mental, y una madurez emocional y espiritual que se manifiestan en su andar, en su hablar y en un humor sutil que encubren una dolencia relacionada con la elaboración de hemoglobina en su sangre, pero que nunca lo ha inhabilitado ni desanimado en la consecución de un apostolado que recuerda la frase de San Agustín, Credo quia absurdum “Creo porque es absurdo”, al pretender instaurar la Civilización del Amor, en un mundo como el nuestro, a menos que nos apoyemos en la carta de Pablo a los Romanos: “donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia”
¡Ojalá que así sea! Que tengamos la fortuna de haber sido testigos de un propósito de dimensiones ecuménicas, y que el hombre venidero quiera al menos aspirar la paz, en su corto paso por esta vida.


César Gedler