El Velorio


El Velorio

A mi tío lo estaban velando en la capilla derecha de la funeraria, y a la izquierda, en una sala contigua que se comunicaba por un pasillo donde ponían las sillas para los dolientes, estaban velando a un a un fulano que según oía, lo había baleado en un asalto. Ya había entrado la noche, y el olor a aguardiente y a cigarro enrarecían el ambiente haciendo más desagradable todavía la bulla con que hablaban los malandros que acompañaban al difunto.
Antes de medianoche, llegó en silla de ruedas un tipo bien vestido a quien escoltaban como si se tratara de un presidente de Estado. Apenas llegó, se instaló cerca de la urna y pidió que lo levantaran para ver al muerto. Los escoltas le obedecieron, y con un enorme esfuerzo mantuvieron la silla en alto hasta que el paralítico pidió que lo bajaran. Sin esperar nada, hizo un inventario para saber con cuantas botellas y cajas de cigarrillos contaban para la noche. Después sacó una pistola automática, la mostró en alto y quiso saber con cuantas contaban, por si llegaba El Chino y su banda, a sabotear el velorio.
Yo observaba discreto desde una silla justo entre las dos capillas, sin levantar sospechas. En algún momento uno de los malandros se acercó a la urna y comenzó a gritar que iba a vengar a los que lo mataron, que él no permitiría que lo dejaran tieso sin que alguno pagara esa muerte, y otras cosas parecidas, pero enseguida el hombre de la silla de rueda ordenaba que lo sacaran, que ellos eran personas decentes, a las que no les gustaban esos alborotos. Entonces lo confrontaban ante el jefe y él ordenaba con un gesto que se lo llevaran lejos, y que no le dieran más aguardiente por un rato.
Sin que nada quebrantara el orden, los malandros y algunas mujeres que los acompañaban seguían fumando y comentando lo duro que era El Richa, para un atraco, o para escapársele a la policía, entonces brindaban y dejaban caer un chorrito de aguardiente en el piso para que el muerto también tomara desde donde estaba, pero igual le reclamaban dirigiéndose a la urna que dónde estaba su dureza, para que se hubieran dejado matar tan malamente, y enseguida se sentaba con el mismo grupo como si fuera solamente una parte del ritual.
Como a la medianoche me fui a dormir un rato en el carro, hasta que entrando la madrugada me desperté por unos disparos que venían de adentro de la funeraria. Según supe después, el dueño de la casa velatoria les había pedido que hicieran menos bulla, porque habían otros muertos en los salones inmediatos, y los familiares se quejaban del desorden y del aguardiente que estaba prohibido en aquel lugar, entonces algunos de los malosos interpretaron aquél reclamo como una grave ofensa contra El Richa, y sacaron las armas para dispararlas, aunque no contra los presentes, y el dueño convino que los demás dolientes enran muy delicados, que en verdad ellos no estaban haciendo ninguna bulla y que podían seguir velando a su muerto sin ningún inconveniente.
Regresé en la mañana y me mantuve parado hasta que logré sentarme en la misma silla en que estaba en la noche, y pude disfrutar de aquella escena en la que todos completamente borrachos y drogados sacaban al muerto para llevárselo en brazos de amigos. La descordinación era total y el muerto se les cayó en el intento, entonces le rociaron mucho aguardiente, el inválido se sacó el cinturón y le dio rejo mientras le decía que no intentara quedarse, que su lugar era el cementerio, que ya se le había dicho que su muerte sería vengada, que se quedara tranquilo, y dejara que los amigos lo metieran en la carroza.
Cuando ya estuvo en la carroza fúnebre sintieron la desesperanza por la muerte del amigo, y siguiendo el ejemplo del lisiado, sacaron sus armas y dispararon una y otra vez hasta que el dolor se mitigaba por un rato, pero antes de llegar a la esquina pararon el carro, sacaron al muerto y lo bailaron al son de unas canciones que ellos mismos improvisaban, que según me aclaró alguien eran canciones religiosas de la Corte Malandra, para que el muerto entrara bailando al otro mundo, lo que le garantizaba una vida dichosa, y hasta la facultad de cuidar a los que quedaban en la tierra, cuando fueran a tirar un quieto, o dejar pegao a algún enemigo.
Cuando enterramos a mi pariente, se escuchaban todavía los tiros unas cuadras más allá, y yo me atreví a decirle a mi familiar, “váyase despacito, no sea cosa que se encuentre con El Richa en el camino, y los santos vayan a creer que ud. llegó con él”.

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