Programa Calle de Piedras Marcelino Mejías

Parte 1




Parte 2


La esperanza redimida


La esperanza redimida
En la dimensión de los símbolos, el entorno donde nacemos y crecemos constituye una representación del arquetipo materno, de la Gran Madre que nutre y ampara, a la vez que reabsorbe hasta donde puede, nuestras tentativas de fuga y deserción de sus espacios emblemáticos y físicos.
Como un destino mayor, sus colores y formas se nos imponen en todo el trayecto de nuestra vida: su lenguaje, sus credos, sus comidas y vestimentas, sus festividades y melodías, y hasta en nuestra forma de romper sus dominios, podemos encontrar los indicios de su poder sobre nosotros.
Es el soma sema, el alma del cuerpo, del que hablaban los mismos griegos que hicieron de la ciudad una mediación obligada cuando se referían al ciudadano. Para todos nosotros el entorno natal tiene un particular significado. Es la tribu y la aldea, el rancherío y el campo, el pueblo y la ciudad, a la que se le canta con la mirada inocente, o se la llora desde la lejanía, con los recuerdos desordenados por la nostalgia.
.Una sensibilidad vinculada a la necesaria redención de la localidad tequeña, se está moviendo en el inconsciente colectivo de sus habitantes. Es un clima emocional intenso y expresivo a la vez, que se manifiesta en la actitud de sus pobladores ante los inconvenientes que convierten la ciudad en enemiga, en espacio hostil, en esfuerzo fatigante. La notamos en el reclamo frente a los que nos atropellan en las calles con sus vehículos; en el disgusto por las colas interminables, en el malestar por la contaminación que producen las chatarras; en la incomodidad de las aceras intransitables por tanto buhoneros venidos de todas partes, o la denuncia infructuosa por una delincuencia que pareciera no tener ninguna forma de control.
Aun los que anteriormente se mostraban insensibles hacia el entorno, responden de otro modo, cuando les toca enfrentar la decadencia citadina. Como si se tratara de sobrevivientes, los viejos evocan otros tiempos, intervenidos por una melancólica desesperanza que los abruma, mientras los jóvenes oyen entre absortos e incrédulos aquellos relatos sobre una ciudad llena de jardines y pájaros, en la que se le tenía más miedo a los muertos que a los vivos, y en su silencio interior se preguntan estos jóvenes ¿por qué llegamos a esta descomposición, qué desgracia sobrevino a este pueblo, que nos privó de las plazas, de los parques, de los cines y bares, de las tertulias nocturnas y del sosiego de largas caminatas?
Esta sensibilización de nuestra alma como parroquianos, aun en su expresión dolorosa, podemos verla como un avance, en la reconstrucción de nuestra identidad. Advertir que pertenecemos por nacimiento o asimilación a este suelo y a estas montañas neblinosas; disfrutar su clima benevolente; encontrarnos en algunos paisajes que se obstinan en perdurar; detenernos por un rato en las pocas casas tradicionales para disfrutar el encantamiento de sus formas, o mirar las luces de la noche desde un rincón personal, es un paso adelante que nos reconcilia por momentos del desaliento, y nos estimula a soñar con un mundo luminoso, más allá de la inhospitalidad.
Pareciera que lo terrible va quedando atrás, desde que anteponemos la dignidad y el derecho que tenemos todos a vivir en una ciudad humanizada, amable, construida e instituida para seres humanos, con espacios para el arte, la recreación y el ocio creativo, sin que ello signifique invertir grandes sumas de dinero para disfrutarlo. ¿Dónde está el parque “El Encanto”, qué se hizo la “Villa Teola”, por qué naufragan como barcos encallados la Villa Paz del Valle y las quintas de los constructores del tren, en la calle Boyacá?
Es verdad que no basta con nuestra sensibilidad herida para instaurar una nueva visión estética y espiritual de la ciudad. Es necesario pensar el orden urbano que todavía podemos alcanzar, reevaluar los testimonios de otros días, para mantener en lo posible la inspiración de aquel entonces, participar como ciudadanos activos en las obras y proyectos que adelantan las autoridades gubernamentales, para que nos duela su destino y seamos sus custodios.
A pocos de nosotros nos hace falta que Los Teques sea una metrópolis superpoblada; en cambio a muchos nos gustaría que se resguardara en su tradición serrana, con sus duendes y leyendas originadas en los cipreses, sauces y eucaliptos, que pueblan los mundos donde habita el misterio.
Pero lo que debe mantenerse como axioma en la reconstrucción de la esperanza por la ciudad que todos anhelamos, es el follaje, la extensión de sus áreas verdes, el pulmón vegetal de sus zonas aledañas, y de las avenidas principales, como fue Los Teques cuando era pueblo, desde comienzo del siglo anterior. No es sólo una exigencia de orden decorativo, es que si permitimos que se sigan poblando los alrededores de la ciudad con nuevas urbanizaciones o rancheríos, estaremos acabando con el ecosistema, que modifica el clima, en incidencia sobre enfermedades respiratorias y de la piel, que no es poca cosa.
Es casi redundante abogar por la reducción del tránsito que congestiona dolorosamente el centro de la ciudad, por la disponibilidad racional de las aceras para los transeúntes, o soñar que algún día pudiéramos disfrutar del colorido tropical de las paredes, sin la contaminación de los graffitis, pero igual habría que conformar una actitud resuelta contra la violencia en todos sus géneros, desde la más obvia, que se emparenta con el robo y el crimen, hasta la más sutil, asociada con el ruido, el desorden, los servicios deficientes o la suciedad, que agreden el espíritu humano con la persistencia de la gota, hasta borrarle la noción de la belleza y la dignidad.
Lo que hoy pareciera una exigencia desproporcionada para adecentar un poco esta ciudad tan particular, fue patrimonio común hasta los años setenta, lo que significa que la memoria fundamental está viva en el corazón de los que tienen el poder para implementar una cadena de acciones urbanísticas, que le restituyan al ciudadano una parte del sosiego que le roban cada día la tanta mugre y la anarquía, que desguarnecen la ciudad.  
César Gedler