Bar Azteca

Bar Azteca

Entraron al bar como era costumbre entre ellos. De la cuadrilla que estaba reparando el puente Castro, esos dos se habían acostumbrado a celebrar los días viernes a tomarse unos cuantos botellones para sonreír por cualquier cosa, y cantar a todo pulmón las rancheras de Pedro Infante que se oían en la rockola; porque en el bar Azteca no habían mesoneras, ni se jugaba cartas, ni cachito con los dados, como era frecuente en otras partes.

Como muchas veces, esa tarde estaba en la barra Juan Capote, cuñado y compañero inseparable de Esteban Negrín, el dueño del bar Azteca, quien despachaba comida durante el día, y hasta entrada la noche expendía cervezas, mientras ponía las piedras en la mesa con el propósito de darle zapato a los dos obreros, que jugaban contra él y Juan, en el bando contrario.

Serían las siete de la noche de un noviembre neblinoso, cuando notaron que de rato en rato caía en la mesa una lluviecita de tierra que los obligaba a pasar un trapo para barajar las piedras con facilidad.

-Compadre Esteban, ¿qué vaina será esa tierra que está cayendo del techo esta noche?- le preguntó Juan Capote mientras se montaba en la silla para ver desde más cerca lo que ocurría.

-Deben ser el alma de alguien que está muriendo torturado en la Seguridad y está pidiendo misa- le respondió Esteban bajando la voz y sonriendo su ocurrencia.
-Sería bueno preguntarle a Galeonni, que es un maestro de la construcción, no sea cosa que se nos venga el techo encima- intervino uno de los obreros.
-Yo se lo decía a mi compañero el otro día -agregó el otro- que esa vibración del martillo para abrir los pilotes podía afectar las construcciones cercanas.
Otro poco de tierra los hizo dejar la partida y uno de ellos se fue a buscar al ingeniero Galeonni, a ver si aquel asunto revestía gravedad.

Al rato llegó el ingeniero con su paraguas empapado. Después de observar con cuidado las grietas, le pegó un papel en la pared para observar si se estaba moviendo toda la estructura, o era cosa nada más que del friso.

Venteaba fuerte desde temprano. La lluvia arreciaba, y el frío de los inviernos decembrino se sentía inclemente. Esteban Negrín pensó en cerrar el negocio y descansar hasta la mañana, cuando volvería a ocuparse del incidente, pero el ingeniero lo atajó: “Hay que esperar. Debemos observar si se da algún cambio”

-¡Antes de la media noche se cae la casa!- Determinó el profesional sin ninguna duda cuando el papel comenzó a romperse.

Inmediatamente comenzaron a sacar los corotos: la rockola, las mesas y las sillas, las cajas de cerveza, los licores, enseres de la cocina, y hasta un afiche de Marilyn Monroe que permanecía colgado detrás del mostrador. La esposa de Esteban, Otilia Capote, observaba todo desde el balcón de su casa, diagonal al sitio de la tragedia.

Mario Noriega, el dueño del quiosco El Mono, se le acercó diligente. “¿Que le parece compadre? -se lamentó Esteban cuando lo vio- Tendré que empezar de nuevo. Toda mi vida lo único que he hecho es luchar. Con decirte que a mi, cuando pequeño, me regalaron cuatro veces por ser huérfano, y nunca he pasado un día sin trabajar”.

-Sáquenle los tapones a las rosetas para que no haya un incendio- advirtió preocupado Oscar Gedler, quien se dirigía hacia su casa en ese momento.

“A los nueve años tuve que hacerme hombre en Paracotos, para que no me siguiera pegando el viejo Arcadio. Yo venía arriando su burro con una mercancía, y en eso el río creció como un lago y se llevó al burro con toda la carga. Entonces el viejo me reclamaba y me pegaba porque no lo había sujetado. Ese mismo día me vine caminando desde su casa hasta Los Teques, a más de una jornada de distancia”

Abajo se oía el rumor del río. A la derecha el viejo puente Castro, que hace esquina con la calle Ribas y la Carabobo. Antes tenía unos tubos por barandas y más antes todavía lo llamaban puente Miranda; ahora lucía unos durmientes de mampostería y unos faroles con bombillos que alcanzaban alumbrar la plaza y la mansión que perteneciera a Doña Dionisia bello, al otro extremo del colgadero.

“Después me adoptaron en Los Chorros y vivía como un rico, pero una vez mi hermano menor me fue a visitar y me vine con él”. “Fui limpiador de frutas, al lado de El hijo de la noche, -le seguía contando- trabajador y repartidor en una bodega; dueño de bodega, chofer… Lo que me quedará ahora será ponerme a vender plátanos, para criar a los muchachos”

En efecto. Faltando un poco para la media noche se desplomó de una sola vez la fachada del botiquín. Cayó hacia la calle que llamaban El Guarataro, con puerta y todo. Después se derrumbaron las paredes laterales y por último la del fondo, donde estuvo Marilyn desde que Esteban le cambió el barcito a Carmelo Fuentes, por una bodega que tenía en el Barbecho.

Esteban estaba desencajado. A pesar de ser un hombre bien reputado por su honradez y cumplimiento, para solicitar algún crédito, le preocupaban las palabras del ingeniero, que le sembraba sus dudas sobre si el gobierno reconocería su responsabilidad sobre aquel daño, para indemnizarle aunque fuera un porcentaje de sus pérdidas.

Y así fue. Tuvo que vender lo que pudo salvar para sostenerse por un tiempo. Solamente quedó en pie la poceta del bar, por estar asentada sobre una de las pocas columnas firmes de la construcción. Se mantuvo ahí más de veinte años a la vista de todo el que pasaba; soportando los más duros aguaceros de por aquí, el terremoto del 67, las pedradas que le tiraban los muchachos para probar puntería, las promesas de la municipalidad de construir en el sitio un dispensario, o un puesto de la policía, y hasta el intento de robársela que hizo alguno mientras todos dormían.

Un día levantaron un muro a ras de la acera para evitar que se siguiera cayendo la gente, y más nunca nadie se acordó de la poceta, ni de la noche cuando se vino abajo aquel tomadero con nombre de tribu mejicana, donde se escuchaba con frecuencia la voz de Pedro Infante.

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