El quiosco de los Benedettos

El quiosco de los Benedetto
La noticia aparecida en algunos diarios me remontó lejos, a los años de mi niñez, cuando el viejo Rafael Benedetto y su hijo Blas Antonio tenían la quincalla de revistas y periódicos en la subida después del puente Castro, entre el quiosco “El Mono”, y la Carpintería de Víctor el italiano. El artículo no pasaba del comentario sobre la excentricidad de un comprador anónimo, al adquirir un ejemplar de la primera edición del comic Supermán por un millón de dólares, pero las evocaciones que removió sobre aquella infancia de suplementos y novelas de vaqueros a principio de los 70, fueron suficiente para comprender vivencialmente que en definitiva, estamos en una fase de la historia que establece sus cambios de manera polarizada, en comparación a aquella otra cuyas transformaciones las establecía el envejecimiento de las cosas.
En esos días, uno de nuestros focos de interés estaba centrado en la lectura semanal de los suplementos que llegaban de lejos para contarnos las aventuras de algunos personajes cotidianos del invencionero gringo y azteca, en su orden mítico, como Memín Piguín; el pescador Chanoc y su padrino Tzekub, o las fabulaciones extraordinarias a la manera de Superman o Acuaman. Sin darnos cuenta introyectábamos gran cantidad de palabras y actitudes, expresadas en el quehacer heroico de unos protagonistas a los que aprendimos a querer y a nombrar como uno más de nosotros, sin sospechar la enorme influencia foránea que consumíamos.
Muchas veces dejábamos de tomar refrescos o comer una catalina para adquirir el suplemento y enterarnos de cómo se resolvía la trama que quedaba pendiente del número anterior; y si en el momento no teníamos para comprarla, nos tocaba recorrer los quioscos uno a uno, empezando por la librería Lido, frente a la plaza Guaicaipuro, la del Sr. Darío Yánez, en la calle Ribas, la del Sr. Smitter, un poco más adelante, o esperar el domingo, cuando cambiábamos las pequeñas historietas en la entrada de los cines, pero sin el gusto de la novedad.
Curiosamente, todos los quioscos tenían un escalón entre el nivel de la calle y la entrada del negocio, y su tamaño no sobrepasaba los 10 metros cuadrados. Uno se adentraba en aquellas cuevas mágicas y tenía la sensación de estar en la casa de los sueños por tanto colorido de revistas, periódicos, bisuterías de carey, lapiceros, brillantinas para el pelo, desodorantes, y cuanta baratija le llegaban a los comerciantes, para satisfacer las necesidades de los clientes.
El de Benedetto en particular era de parada obligada en plena subida, porque Blas Antonio tenía el don de la conversación amena, en contraste con el carácter de Carmelo, un guatireño de pocas palabras y tono irritable, que lo acompañó en el negocio por mucho tiempo. Desde que se pasaba la reja sentía uno el olor a cigarro fuerte de los dos fumadores, y el sonido de un radio por el que se enteraban de los sucesos sin salir nunca de aquella gruta de papeles y menudencias.
Una vez me contó que tenía su negocio desde mucho antes que Pérez Jiménez reconstruyera el puente, que en un principio fue de madera con pasamanos de tubo, y después le hicieron un soporte de acero con barandas de concreto y piso de macadan. También me comentaba que por la vibración en el arreglo del puente en el año 52, se cayó el bar Azteca, del Sr. Estaban Negrín, y los parroquianos se quedaron sin oír las rancheras de aquellos tiempos, mientras tomaban sus tragos bajo una temperatura que aceleraba el reumatismo.
Ya después que cambié las lecturas de suplementos y novelas de Marcial Lafuente Stefanía por otras más apropiadas para mi edad, le compraba a Benedetto revistas de la Salvat, que ofrecían en promoción ediciones baratas de los clásicos universales, y por lo regular el distribuidor de la empresa nos regalaba las separatas biográficas de músicos y pintores, que abandonaban los repartidores como cosa inútil.
A principio de los años 80 construyeron el edificio Bella Urquía en el terreno donde estaba Benedetto, y el quiosco se fue para el mismo lugar en el que está todavía, en la esquina de la calle Ribas con el puente Castro, un aciano que está cumpliendo 109 años y conserva su misma fortaleza. Para Blas Antonio fue un golpe duro aquella mudanza. Era un hombre sedentario hasta la rutina, y el calor de su quincalla a media luz formaba parte de él mismo.
Con la misma puntualidad de siempre, el quincallero siguió recibiendo la prensa cada mañana, hasta un día de mayo en que se le ocurrió morir. María su esposa, continuó regentándolo por varios años el negocio, pero un accidente automovilístico acabó con su vida, y por unos días el quiosco guardó silencio. Sin embargo, sobrevivió la dinastía por mediación de su hija Trina Benedetto y su esposo Mauricio, quienes mantienen la misma cordialidad y diligencia de siempre.
¿Hoy me pregunto si tendría sentido para cualquier gobierno el señalizar las esquinas de Los Teques con los nombres que ofrece la tradición? Pienso que cumpliría un propósito de orientación en la ciudad, y al mismo tiempo permitiría la recuperación de una memoria sin la cual no es posible ningún prontuario histórico que nos acerque al origen y naturaleza de la tequeñidad.
Mientras tanto, los que conocemos el cuento, seguiremos refiriéndonos a esa esquina como “El quiosco de Benedetto”, en la certeza de no equivocarnos sobre el lugar de encuentro.
César Gedler
www.cesargedler.com

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