El carnaval de los 70

El carnaval de los 70
Los años setenta en Venezuela estuvieron marcados por ese vasto mural de la abundancia y el derroche que brindaba un barril de petróleo más caro que el oro y el diamante. La lujuria de un mundo que desesperaba por cambiar todas las cosas por su equivalente más novedoso, imponía sus reglas desde Miami a la manera de un gran súper mercado que vivió a nuestras expensas mientras duró la fortaleza de la moneda nacional. Quesos holandeses, whiskies escoceses, zapatos australianos, chaquetas argentinas, y muchas mercancías de igual naturaleza, se encontraban en la despensa de cualquier parroquiano sin que ningún indicio advirtiera que algún día las cosas pudieran ser de otra manera.
Admitiendo que había tantos corruptos como ahora, la fluidez financiera permitía para entonces algunos excesos, sin que golpeara brutalmente el bolsillo de un matrimonio profesional. Era algo natural asistir al Aula Magna de la UCV a disfrutar la presentación de grandes conciertos dirigidos por maestros de respetabilidad universal, de la misma manera y con la misma pasión que nos producían las más afamadas agrupaciones salseras del Caribe y Nueva York. Cualquier graduación de bachilleres, o los quince años de la hija mayor, se celebraba con la Billo´s o Los Melódicos en el mejor club de la ciudad, sin que a nadie se le ocurriera pensar que se trataba de un dinero mal habido.
Quien visite en este momento el pueblo de Los Teques, no podría de ningún modo imaginarse que para aquellos días había por los menos cinco clubes: el Miranda, el Hispano, el Centro de Amigos, por nombrar algunos, con capacidad para amanecer bailando con las orquestas del día, sin que se dieran abasto los mesoneros para servir ron y whisky, sin que a los clientes les preocupara para nada los gastos; y si se daba el caso de abandonar la fiesta antes de que cantaran los primeros gallos, era considerado de mal gusto llevarse el resto de la bebida que quedaba en la mesa.
Pero el tope festivo se daba en carnaval. Después de la primera Feria del Indio, que se dio en un octubre memorable de este pueblo, quedó asentada la costumbre de las comparsas para los carnavales siguientes, y la anulación del juego con agua y sustancias irritantes. Los más viejos, con sus recuerdos de los disfraces gomeros, y los más jóvenes, creyéndonos los primeros en todo, nos integrábamos al lado de los sonidos metálicos del Steellband o los redoblantes que dirigía el barbero Carlos Baute, hasta que el cuerpo colapsaba de agotamiento.
Todavía nos manteníamos en esa línea imprecisa entre pueblo y ciudad. La mayoría nos conocíamos aunque fuera por referencia, y nos vinculaba un ímpetu de pertenencia, de tequeñidad, que nos impulsaba a participar de las comparsas como si se tratara de un ritual pagano de transfiguración. Los gremios, los barrios, las urbanizaciones, los sectores, se unían para darle al carnaval el esplendor dionisíaco que permite las carnestolendas, con su licencia para cada quien expresar su propia locura.
Toda la euforia caribeña estremecía nuestro espíritu veinteañero, y desde las 2 de la tarde, cuando salían las primeras comparsas desde El Cabotaje, nos contagiábamos de la música, el colorido, el baile, y cuanta bebida nos salía al paso, sin que importara el sol, la embriaguez, el cansancio, o los pleitos. Igual nos estábamos cambiando de ropa alrededor de las 8 de la noche para llegar de primero a los clubes y colearnos como miembro de una comparsa, o confundiéndonos con alguna familia que mostraba su entrada de cortesía.
Ya en la fiesta, se ponía en juego la habilidad de alguno de nosotros para sobornar a un mesonero, y que nos permitiera sacar las botellas de contrabando que las mujeres del grupo traían en sus enormes carteras. Lo demás era bailar y tomar en grandes proporciones, mientras conversábamos en forma delirante de todos los temas, como pasa cuando uno está prendido y la imaginación se enciende incontrolablemente.
Era un clima. Una sensación de plenitud que acompañaba nuestro vivir cotidiano. Una cercanía que nos permitía disfrutar el espacio del otro sin que alguna barrera ideológica nos separara. La Parroquia. Así llamábamos nuestro círculo fraterno. Los que la integrábamos constituíamos una cofradía sagrada. En sus dominios, nadie se consideraba con derechos por tener más dinero, defender una postura política o haber alcanzado un grado universitario. La amistad era una superestructura, y el que alcanzaba un mayor grado de desarrollo, era admirado y seguido por sus méritos, sin resentimiento.
Todavía hoy, cuando la vida nos permite reencontrarnos, el recuerdo de aquellos días en que compartíamos posturas y posesiones sin ninguna adversidad, nos da para reír y revivir de un modo insospechado una afectividad indisoluble, porque se forjó en la travesura y los pesares de la ilusión dorada, que es la juventud.
César Gedler
www.cesargedler.com

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