Bar Azteca

Bar Azteca

Entraron al bar como era costumbre entre ellos. De la cuadrilla que estaba reparando el puente Castro, esos dos se habían acostumbrado a celebrar los días viernes a tomarse unos cuantos botellones para sonreír por cualquier cosa, y cantar a todo pulmón las rancheras de Pedro Infante que se oían en la rockola; porque en el bar Azteca no habían mesoneras, ni se jugaba cartas, ni cachito con los dados, como era frecuente en otras partes.

Como muchas veces, esa tarde estaba en la barra Juan Capote, cuñado y compañero inseparable de Esteban Negrín, el dueño del bar Azteca, quien despachaba comida durante el día, y hasta entrada la noche expendía cervezas, mientras ponía las piedras en la mesa con el propósito de darle zapato a los dos obreros, que jugaban contra él y Juan, en el bando contrario.

Serían las siete de la noche de un noviembre neblinoso, cuando notaron que de rato en rato caía en la mesa una lluviecita de tierra que los obligaba a pasar un trapo para barajar las piedras con facilidad.

-Compadre Esteban, ¿qué vaina será esa tierra que está cayendo del techo esta noche?- le preguntó Juan Capote mientras se montaba en la silla para ver desde más cerca lo que ocurría.

-Deben ser el alma de alguien que está muriendo torturado en la Seguridad y está pidiendo misa- le respondió Esteban bajando la voz y sonriendo su ocurrencia.
-Sería bueno preguntarle a Galeonni, que es un maestro de la construcción, no sea cosa que se nos venga el techo encima- intervino uno de los obreros.
-Yo se lo decía a mi compañero el otro día -agregó el otro- que esa vibración del martillo para abrir los pilotes podía afectar las construcciones cercanas.
Otro poco de tierra los hizo dejar la partida y uno de ellos se fue a buscar al ingeniero Galeonni, a ver si aquel asunto revestía gravedad.

Al rato llegó el ingeniero con su paraguas empapado. Después de observar con cuidado las grietas, le pegó un papel en la pared para observar si se estaba moviendo toda la estructura, o era cosa nada más que del friso.

Venteaba fuerte desde temprano. La lluvia arreciaba, y el frío de los inviernos decembrino se sentía inclemente. Esteban Negrín pensó en cerrar el negocio y descansar hasta la mañana, cuando volvería a ocuparse del incidente, pero el ingeniero lo atajó: “Hay que esperar. Debemos observar si se da algún cambio”

-¡Antes de la media noche se cae la casa!- Determinó el profesional sin ninguna duda cuando el papel comenzó a romperse.

Inmediatamente comenzaron a sacar los corotos: la rockola, las mesas y las sillas, las cajas de cerveza, los licores, enseres de la cocina, y hasta un afiche de Marilyn Monroe que permanecía colgado detrás del mostrador. La esposa de Esteban, Otilia Capote, observaba todo desde el balcón de su casa, diagonal al sitio de la tragedia.

Mario Noriega, el dueño del quiosco El Mono, se le acercó diligente. “¿Que le parece compadre? -se lamentó Esteban cuando lo vio- Tendré que empezar de nuevo. Toda mi vida lo único que he hecho es luchar. Con decirte que a mi, cuando pequeño, me regalaron cuatro veces por ser huérfano, y nunca he pasado un día sin trabajar”.

-Sáquenle los tapones a las rosetas para que no haya un incendio- advirtió preocupado Oscar Gedler, quien se dirigía hacia su casa en ese momento.

“A los nueve años tuve que hacerme hombre en Paracotos, para que no me siguiera pegando el viejo Arcadio. Yo venía arriando su burro con una mercancía, y en eso el río creció como un lago y se llevó al burro con toda la carga. Entonces el viejo me reclamaba y me pegaba porque no lo había sujetado. Ese mismo día me vine caminando desde su casa hasta Los Teques, a más de una jornada de distancia”

Abajo se oía el rumor del río. A la derecha el viejo puente Castro, que hace esquina con la calle Ribas y la Carabobo. Antes tenía unos tubos por barandas y más antes todavía lo llamaban puente Miranda; ahora lucía unos durmientes de mampostería y unos faroles con bombillos que alcanzaban alumbrar la plaza y la mansión que perteneciera a Doña Dionisia bello, al otro extremo del colgadero.

“Después me adoptaron en Los Chorros y vivía como un rico, pero una vez mi hermano menor me fue a visitar y me vine con él”. “Fui limpiador de frutas, al lado de El hijo de la noche, -le seguía contando- trabajador y repartidor en una bodega; dueño de bodega, chofer… Lo que me quedará ahora será ponerme a vender plátanos, para criar a los muchachos”

En efecto. Faltando un poco para la media noche se desplomó de una sola vez la fachada del botiquín. Cayó hacia la calle que llamaban El Guarataro, con puerta y todo. Después se derrumbaron las paredes laterales y por último la del fondo, donde estuvo Marilyn desde que Esteban le cambió el barcito a Carmelo Fuentes, por una bodega que tenía en el Barbecho.

Esteban estaba desencajado. A pesar de ser un hombre bien reputado por su honradez y cumplimiento, para solicitar algún crédito, le preocupaban las palabras del ingeniero, que le sembraba sus dudas sobre si el gobierno reconocería su responsabilidad sobre aquel daño, para indemnizarle aunque fuera un porcentaje de sus pérdidas.

Y así fue. Tuvo que vender lo que pudo salvar para sostenerse por un tiempo. Solamente quedó en pie la poceta del bar, por estar asentada sobre una de las pocas columnas firmes de la construcción. Se mantuvo ahí más de veinte años a la vista de todo el que pasaba; soportando los más duros aguaceros de por aquí, el terremoto del 67, las pedradas que le tiraban los muchachos para probar puntería, las promesas de la municipalidad de construir en el sitio un dispensario, o un puesto de la policía, y hasta el intento de robársela que hizo alguno mientras todos dormían.

Un día levantaron un muro a ras de la acera para evitar que se siguiera cayendo la gente, y más nunca nadie se acordó de la poceta, ni de la noche cuando se vino abajo aquel tomadero con nombre de tribu mejicana, donde se escuchaba con frecuencia la voz de Pedro Infante.

Los otros mundos
Desde el amanecer lo dominaba cierta inquietud que le alteró el último sueño, antes de levantarse. Ya en la mañana, sentía ganas de comer una ensalada con todos los ingredientes posibles. A cada nada veía el reloj con impaciencia, esperando la hora del almuerzo como si fuera un penitente, y en ese ir y venir de un lado a otro, escuchó las campanas del reloj repitiendo sus golpes hasta contar las 12.
El día estaba soleado. Desde la montaña con manchas verdes y azules, una brisa fresca soplaba intensa sobre su rostro, amainando el calor de los meses ardientes. Encendió el vehículo y recorrió las calles como por última vez, con una sensación de lejanía en su pecho que borraba su inquietud para convertirla en nostalgia de nada. Antes de llegar a las inmediaciones de su casa sintió de nuevo la urgencia de la mañana por comer la ensalada, como si fuera un plato exótico que nunca hubiera probado.
Su mujer no entendía muy bien la urgencia de preparar un plato semejante. Más bien buscó entusiasmarlo con otras comidas que sabía le gustaban mucho a su marido, pero él solamente quería atragantarse de vegetales con el antojo de una embarazada, por eso prefirió salir a la esquina a comprar los ingredientes y darse el gusto por el que estaba empeñado. Llegó a la frutería, pero todavía estaba cerrada por el intermedio del almuerzo. Desde adentro le hicieron una seña para que se aguantara un rato mientras abrían de nuevo.
Le pareció razonable esperar. Cruzó la calle y se sentó en la grama del parque para refugiarse debajo de un árbol, del calor que arreciaba. La brisa seguía soplando fresca y lenta. Poco a poco sintió una laxitud que le trajo recuerdos de infancia y se dejó llevar con los ojos cerrados hasta aquellos mundos sin límites donde todo es posible.
Un ruido de voces lo despertaron y vio que se acercaban una joven y una mujer mayor que lo saludaron de manera familiar. Se incorporó solícito y les dio la mano a cada una, al tiempo que las invitaba a tomar café en algún lugar cercano. “nosotras vivimos allá -le respondió la joven señalando una casita pintoresca, como de otros tiempos- podemos tomarlo allá mismo y con eso conversamos un poco”
Se sentía cómodo, grato, satisfecho, en compañía de aquellas mujeres que le brindaban toda su confianza, sin rehusar ninguna de sus preguntas, ni sus insinuaciones de hombre pícaro, sino reían con él de las travesuras que les contaba animadamente. “nosotras también lo queríamos conocer para decirle que le queremos enseñar muchas cosas de la vida, porque sentimos que ud. está preparado para salir de esta realidad ordinaria que se traga a tanta gente cada día, sin que pase nada especial” Al escuchar aquellas palabras se sintió con mayor confianza y preguntó si tendrían alguna bebida para celebrar ese encuentro tan particular.
Al rato sintió los primeros efectos del licorcito que le sirvieron y sacó a bailar a la más joven, que aceptó animada varias piezas sin soltarse las manos. Después se animó a sacar a la mayor y sintió la misma elevación de sentimientos que con la primera. La tarde estaba joven, llana, sin limitaciones, y el licorcito entraba tan suave, sin aturdimiento, que olvidó completamente su antojo de la comida. Más bien sentía ganas de mirar ese cielo limpio que se ofrecía pleno frente a ellos desde una ventana transparente que dividía la sala del jardín.
Ya en la tarde sintió el efecto de los tragos y se animó a comer antes de reposar en la poltrona que le serviera de asiento desde que llegara. Las mujeres estuvieron de acuerdo en que mejor descansara un poco para reponerse, mientras ellas hacían otras cosas que estaban pendientes.
Sería el sol que le quemaba la cara lo que lo despertó de un sueño grato y ligero, pero enseguida se levantó asustado al comprobar que estaba en la grama, bajo el mismo árbol en el que se sentó mientras esperaba la hora para comprar las verduras. Vio hacia la casa, pero no estaba. Corrió a la frutería a preguntar cuando habían abierto, y un poco extrañados le dijeron que en la mañana, como todos los días. Indagó la fecha y comprobó que era el día siguiente del momento cuando llegó a comprar las vituallas. Fue hasta su carro y notó la huella del polvo cuando se estaciona por mucho tiempo. Comenzó a asustarse cuando llegó a su casa y su mujer le reclamó su ausencia desde el mediodía anterior.
Entonces le contó a su mujer lo que le había ocurrido, sin ocultarle nada. Fueron hasta donde él decía estaba la casa de las mujeres amigables, pero solamente era una arboleda sin rastro de más nada. Su mujer lo amenazó con dejarlo, por burlarse de ella con ese cuento que escondían sus verdaderas acciones, pero él nada más recordaba las palabras de la joven, el momento frente al sol de la tarde, y el sabor de un licor que embriagaba sin dejar ningún rastro.

El Navegante

El navegante
Era igual si se sentaba en cualquier malecón de los Balcanes o en la silenciosa melancolía de las tierras nórdicas. Siempre recordaba añorante la estrechez de sus aceras, la bruma de las mañanas en las colinas humedecidas por el rocío, o las trinitarias, sirviendo de vestimenta a muchas casas llenas de dignidad. Había salido de aquel pueblo al comenzar su juventud. El entusiasmo delirante de muchas lecturas desordenadas lo hizo buscar otros caminos, y el primero fue en un barco pesquero que lo sacó hacia unos pueblos lejanos, con lenguas extrañas y muchas costumbres diferentes, pero luego viajó por sus propios medios hasta perder la cuenta de las ciudades que visitó en cuarenta años de infinitas aventuras.
“Algún día volverás a tu ciudad -le dijo un astrólogo anciano- Volverás para encontrar tu destino y dejar atrás los caminos errantes que no te ayudan a encontrar la paz. “Tú crees haberlo visto todo, pero allá verás dentro de ti, y desandarás de una sola vez tus espejismos. Entonces sí que hundirás tus raíces y todos tus pasos darán sus frutos”
Sin demorarse, anotó aquellas palabras hasta aprendérselas de memoria de tanto repetirlas. Eso fue al cumplir los cincuenta años, en una aldea del mediterráneo a donde fue a parar por un naufragio. Pero también de aquella aldea se cansó algún día. Ni las lágrimas de la mujer que le entregó su vida después de salvar la de él, lograron apacentar el desasosiego por encontrar aquello que lo esperaba en algún lugar del que todavía no tenía idea ni forma. Por no enfrentar el pesar de las despedidas se embarcó una madrugada antes que las gaviotas levantaran su vuelo entre los peñascos y el mar, buscando su alimento, y sin que nadie lo notara, también él lloró sin lagrimas la separación de un mundo que pudo haber sido el suyo.
Ya no tenía la misma fuerza de los años en que trabajaba y se embriagaba sin descansar por muchos días, sin obedecer las advertencias del cuerpo y el llamado del espíritu por encontrar un muelle donde amarrar su sed de vida. “creo que sientes miedo de ti mismo”, le decía su última mujer, sin esperar respuesta. “Miedo a equivocarte y montarle un peso a tu conciencia”, le completaba como quien canta sólo para sí. “Por eso quieres irte, para que no te atrape la falta de entusiasmo y te des cuenta que no tienes destino”


Nunca tuvo nada. Ni riqueza, ni posesiones de ningún tipo, porque todo era un garfio que lo atajaría cuando quisiera levantar el vuelo como las gaviotas, a las que había aprendido a querer en la proa de los peñeros. Ganaba y perdía en el juego con la misma indiferencia gris de los condenados. En todo participaba, pero en nada se comprometía, para no empeñar sus ratos libres y las horas de sueño o de amor pasajero, cuando el barco atracaba por mucho tiempo.
Un día revisó por no dejar, las cosas que guardaba en un baúl tan errante como el dueño, y encontró el papel donde anotara alguna vez las palabras del viejo sabio sobre su tierra de nacimiento, y el encuentro con lo que siempre había evitado. Todo fue producto del primer impulso. En unos días, con apenas un maletín como equipaje, viajó a su tierra a encontrar sus recuerdos con la misma intensidad dolorosa con que se marchó la primera vez.
Por fin llegó. Era la madrugada todavía, y desde el carro en que se dirigía al pequeño pueblo donde nació una noche de lluvia, se veían las luces de las casas montadas en terrazas, como en las aldeas mediterráneas. En menos de dos horas el chofer lo dejó en el único hotel medio decente con que contaba aquel pueblo sin forma. Al rato bajó a desayunar y en vez de las casa con olor a malabar que recordaba con tanto afecto, lo que vio fue un arquitectura desordenada, muchos vendedores ambulantes, charcos de agua sucia en los brocales de las aceras, y ningún lugar donde sentarse ni siquiera para un café.
Sintió tanta desazón que casi se encierra en su habitación para bajar un malestar sin nombre que le creaba angustia, pero aun así se encaminó a buscar a los viejos amigos de juventud que apenas recordaba con sus uniformes de estudiantes. Tocó en algunas puertas y se encontró con rostros ajenos, con casi ningún recuerdo del amigo de infancia, que le preguntaban qué quería, de forma desconfiada. Entonces comprendió las palabras del sabio al advertirle que vería dentro de sí, y con eso rompería el hechizo de su alma peregrina. El verdadero lugar era aquel en el que se sembraban las querencias. Entonces recordó los ojos negros de la mujer mediterránea, y sin más nada, se despidió de verdad de aquel pueblo, y de todos sus recuerdos.
En el único restaurante que mantenía el decoro en una de las salidas del pueblo, se despidió para siempre, sintiendo que con cada palabra liberaba su alma de un espejismo que consumía sus esperanzas y sueños en cada vuelta del camino:
¡Me voy. Ya no significas nada para mí. Renuncio a tu memoria marchitada. Muchas veces soñé morir entre tus paredes y ser enterrado con mis antepasados, pero ya no necesito esperar ese momento entre tus calles mugrientas y la sordidez de unas casas arruinadas por la indolencia de sus habitantes. Quédate como estas, polvo amarillo que en otro tiempo fuiste verde encendido por montañas con olor a café. No tengo lugar en lo que fueron tus parques y tus riachuelos silenciosos. Y si algún día, doblegado por una adversidad que no quiero pensar, intentara regresar a tus dominios, no me dejes entrar, para que no se haga más terrible mi amargura!

Andrés Ramón

Andrés Ramón
Había preferido el encierro a la compañía. No le temía a las soleadas inclementes ni a los aguaceros con relámpagos. Lo suyo era caminar desde las playas hasta las montañas en las que se había hundido con sus animales. No era zurdo, pero tuvo que serlo para rozar el monte y abrir los cocos, por una curvatura de la mano derecha que le entumecía los dedos sin que los curiosos pudieran voltearle su daño.
Algunos dicen que por eso se le escapó el niño con la crecida del río, antes que la tristeza se le encajara en el alma como una espina. ¿Para qué llorar lágrimas? Con esa lanza atravesada en el pecho tenía suficiente para pasar dos vidas encogido.
“La tarea es la tarea -rumiaba en su soledad- Hay que cumplirla y nada más. Para comer se debe trabajar. Eso es todo. La tierra no pregunta si uno quiere sacarle su fruto, ni los animales crecen solos. Para eso están las tardes, para tristear sentado en el taburete mientras se mastica tabaco, o se mira el humo de la cachimba para agarrar el sueño”.
Una cierta Francisca lo visitaba para darle calor en el chinchorro y cocinarle algunos granos que se comía en silencio. Ya en la mañana, cuando se iba a remover los campos, se despedía para señalar sin decirlo, que prefería encontrar el rancho solo cuando regresara en la tarde. Así había sido siempre entre ellos, y no tenía por qué ser diferente. Con sus dedos encorvados bajaba la cuesta remarcando las mismas pisadas de todos los días, hasta que la muerte lo agarrara desprevenido.
-Andrés Ramón, tu deberías dejarme que te arregle un poco la casa. Nada más que pasarle un trapo en los rincones, y darle un poco de orden a esos trastos que se te están pudriendo de puro desuso.
-Déjate de vainas Francisca. Ya te he dicho que no te metas con mis cosas. Si tienes ganas de trabajar desanda tu casa y la vuelves a armar, pero aquí tienes prohibido ponerle la mano a ningún coroto.
En el trapiche de la curva que coge hacia el monte compraba un aguardiente claro con ramas, para curarse los dolores en las coyunturas cuando arreciaba la humedad de los inviernos, y para beber los fines de semana hasta que no se veía más el brillo de las estrellas, con el canto de los gallos. Entonces lloraba sobre su propia soledad, y cogía a rezongar todas las cosas que había callado en los días anteriores, por el modo como la gente se metía en los asuntos de los demás, sin que la estuvieran llamando.
Un día se apareció la Francisca y se quedó como siempre, pero no se fue en la mañana como de costumbre, sino que se quedó limpiándole las herramientas de trabajo, quitando las telarañas de las ventanas, lavando las cortinas, y rociando aromas para espantar los olores de la casa, pero en el rostro de Andrés Ramón pudo ver esa tarde que se había equivocado. Sin que nadie lo dijera, sintió en la mirada de angustia de aquel hombre, que sin querer había sacado el espíritu de los muertos que acompañaban al solitario, y que con sus trapos y su escoba había perdido su lugar en el chinchorro. Todo eso en una mirada.
-Te dije que no te metieras con mis cosas- le gritó mientras blandía el machete para darle un planazo con toda su furia, pero la mujer metió el brazo para evitar el golpe y lo único que sintió fue un dolor frío que le estremeció todo el cuerpo, cuando el hierro se le hundió en el brazo más allá del hueso y le dejó guindando en la piel lo que quedaba de su mano, y un grito de dolor y miedo que la mandó a correr cuesta abajo buscando el auxilio de los suyos.
Al rato se aparecieron los pocos amigos que lo querían y también la policía, armada con escopetas y peinillas para hacerlo preso y bajarlo amarrado con dos cabuyas por los caminos, como se arresta a los criminales que nunca piden perdón, y a los que se apunta con el cañón de la escopeta, para dejarlos pegados en el suelo si se quieren fugar, burlándose de la autoridad.
Desde afuera le gritaron: “date por preso Andrés Ramón” y se lo volvieron a repetir varias veces, mientras sus animales se movían inquietos de un lado a otro por tanta gente y tanta bulla, como nunca había pasado por aquellos lugares. El más atrevido de los policías le mandó una patada a la puerta que le desbarató las bisagras y echó la puerta al piso mientras el hombre se paraba del taburete con el machete en el aire buscando la muerte, pero un tiro en el brazo le robó la fuerza, y otro tiro le busco el pecho para quitarle la rabia, pero Andrés Ramón sólo sentía que la mano se le aflojaba, y los dedos se le volvían elásticos para extender el brazo y traerse la risa de un niño que le reponía la alegría hasta reír él también tirado en el piso como si jugara con su propia muerte.

El armenio

El Armenio
Se parecía a las tardes neblinosas por su silencio y su distancia natural de ser profundo. Nadie conocía sus sueños ni sus temores. Nadie se le acercaba por simpatía o cordialidad, pero tampoco era huraño ni mezquino, y cuando uno lograba adentrarse un poco en sus afectos, alcanzaba a arrancarle una sonrisa melancólica que impresionaba por su misterio y dignidad.
Alguna vez se me acercó en la plaza donde yo leía con frecuencia para pedirme un cigarrillo. Se notaba el esfuerzo que hacía al pedir, por todas las explicaciones que daba sobre un acto tan insignificante como compartir un cigarrillo. Yo se lo di y me ofrecí a encendérselo para redoblar la cortesía y ganar su acercamiento. Se sentó en el mismo banco y disfrutó el placer de fumar como si fuera un hecho prohibido. Cuando hubo terminado me agradeció el obsequio y se excusó de nuevo, pero cuando le dije que se quedara con la caja, comprendió que no estaba solo, y comenzó a contarme cigarro tras cigarro, la circunstancia que lo había traído al país, y lo difícil que veía regresar a una patria de la que había huido forzosamente, por razones de persecución política.
.-No podría contarle lo que significa abandonarlo todo en un momento, para salvar la vida. No tengo las palabras, ni puedo hablarlo con todo el mundo. La gente coge a aconsejarme y eso me hace sentir peor. Abandonarlo todo de manera obligada, es morir en vida. Yo soy un muerto que fuma y camina.
Cuando me aclaró lo de los consejos me atajé a tiempo para no hacer lo mismo, porque ya me disponía a darle algunas recetas sobre como ganarse la vida y reconstruir la esperanza. Solamente me limité a preguntarle cómo había hecho para recorrer tanto camino, y aterrizar en un país tan lejano y distinto, pero no me respondió, sino que me pidió el libro para saber qué estaba leyendo y comentar otras obras del autor que, por supuesto, demostraba que lo conocía con soltura. Al rato se despidió señalando la caja de cigarrillos en tono de gratitud por lo oportuno, al mismo tiempo que prometió traerme algunos libros de los que ya había leído.
Un tiempo después lo encontré en un parque. Siempre me le acercaba para reforzar una amistad que me parecía inquietante, por su parentesco con personajes como Harry Haler, o el Jean Baptista de Camus, que cuenta su historia desde la derrota. Nos fuimos al cafetín y me señaló una mesa medianamente apartada para conversar sin involucrarnos con el resto de la clientela, y fue ahí donde comenzó el relato de su travesía por muchos países hasta llegar al nuestro por una circunstancia determinada más por el sino, que por la propia voluntad conciente. “Tengo que obedecerle a lo que llamamos el destino -me dijo- toda mi vida ha sido de esa manera. Cuando me opongo y trato de huirle, las cosas me salen al revés. Conozco varios idiomas. Yo trabajaba como traductor en mi ciudad. Mi abuelo me advirtió en un sueño que no captara esos papeles que me iban a llevar, pero no le obedecí. Eran unos documentos confidenciales del gobierno, y apenas tuve tiempo de salir con algunas cosas la noche antes de la citación que la policía política me envió, para que declarara lo que sabía”
Por mucho tiempo guardé un papel donde él iba anotando, por su costumbre de traductor, cada paso que había dado desde que huyó de su ciudad hasta que llegó en barco a Suramérica. “Mi abuelo se me presentó de nuevo en otro sueño y me reclamó por haber aceptado esos papeles, y por mi torpeza, al fugarme sin saber lo que la policía quería saber de mi”
Fue toda una mañana fumando y tomando café, mientras el armenio me contaba los pormenores de su fuga, sin saber nada de su familia, y cada vez con menos recursos económicos para sobrevivir. “Entonces me topé con un libro que contaba mi historia. El personaje tenía otro nombre y era otra ciudad, pero yo sabía que era mi historia, y en ella decía que el personaje se había ido en barco a la América del sur, a donde pudo llevar a su familia y empezar una nueva vida. Yo le pedía a mi abuelo que se me presentara en un sueño para darme una pista, pero seguro estaba muy molesto conmigo por desobedecerlo, y tuve que hacer las cosas sin estar seguro de nada, excepto de la guía que me daba el libro que contaba mi vida”
Yo estaba impresionado. No sabía qué pensar de todo aquello. Era demasiado para un joven de apenas 20 años, comprender la dimensión de un relato cercano a lo fantástico, pero contado por un ser extremadamente lúcido, de quien costaba dudar. “En Italia conocí a unos paisanos, y uno de ellos era navegante de un trasatlántico. Con él conseguí llegar hasta La Guaira y llevó 2 años en este pueblo esperando que mi abuelo me hable, para saber por qué estoy aquí”
Un día no lo vi más. De eso hace muchos años. Nunca supe si su abuelo se le había aparecido de nuevo, o si encontró otra pista como el libro, que le indicara un camino diferente, al que tenía en este pueblo de mucho frío y lluvia, gran parte del año.

El presentimiento

El presentimiento
Esa tarde salía de vacaciones. Sus amigos le insistían para celebrar con una cerveza, pero él encontraba siempre una excusa para evitarlo. Al final aceptó para quitárselos de encima, y entraron a aquel bar del que sólo conocía la fachada desde lejos, y al que nunca pensó entrar ni tanto por rechazo moralista, sino porque los palos lo mataban al día siguiente, y le contrariaban su rutina de hombre activo y vida equilibrada.
Encontraron una mesa vacía al final de aquel túnel con barra de fórmica roja y negra en la que se respiraba un aire todavía fresco, cerca de un ventanal apenas entreabierto, que daba algo más de luz y permitía conversar abiertamente, y oír sin interés un viejo bolero venido de la otra esquina.
Cuando la mujer se acercó con las botellas tapadas por un vaso cada una y fue sirviendo sin otras palabras que el saludo y deseándoles buen provecho, Manuel sintió que entraba en una región presentida de la que nunca saldría de igual forma, y se bebió de un sólo trago la cerveza antes que la mujer se retirara. Como un mismo acto, le puso en la mano la botella y la llamó por su nombre sin saber por qué lo hacía, ni por qué lo sabía.
Para todos, y más todavía para él, fue una sorpresa aquel impulso que anunciaba un destino. Cuando ella le preguntó que de dónde la conocía, fue peor su confusión al querer decirle que sí la conocía, pero no la conocía, sino que en un instante había sabido de ella hasta lo que menos se imaginaba y por eso la había llamado por su nombre verdadero, y no por el que utilizan en su oficio para no delatar su identidad.
La segunda cerveza hizo su efecto como un ritmo ardiente que convertía su espíritu en espuma y su cuerpo en un ansia de danza y de llanto, como quien alcanza lo que se espera por siempre una única vez. La bailó con gracia y soltura, sin palabras, sin salir de sí mismo, llevado por el ritmo hacia un sueño liviano, sin formas ni fronteras.
Cuando se acercaba la embriaguez, los amigos insistieron para retirarse y él no se opuso, sino que los despidió con alegría, mientras buscaba su camino por la calle transitada, hacia una noche sin ataduras que por primera vez le brindaba su misterio.
Ella lo vio entrar y le hizo señas para que esperara en la barra mientras encontraba un lugar para atenderlo, y recibir lo que cada tarde le traía envuelto en papel de seda. Ya no era solamente unas cervezas y un baile como las primeras veces, sino que ahora la esperaba hasta su salida y se ofrecía para acercarla a su casa, después de sentir la remota proximidad de quien se deja amar a expensas de la desesperación del otro.
Un día entró al bar y nadie salió a recibirlo como siempre. Al preguntarles a las amigas ninguna supo decirle por qué no estaba. Una ola de angustia lo llenó de presentimientos fatales y se fue hasta la casa de la mujer queriendo engañarse con falsos pretextos para tranquilizarse. Tampoco estaba. Una vecina fue quien le dijo que se había mudado, pero que no sabía hacia donde. Regresó al botiquín, recorrió los sitios que frecuentaban, llamó a todos los teléfonos que tenía a la mano buscando algún indicio, despertó de nuevo a la vecina para inquirir algún detalle, pero todo fue inútil en aquella noche de abismos y desesperanzas.
Varias semanas después de la huida, encontró a una amiga que alguna vez la mujer le había presentado y le reveló donde estaba. Con un sabor a metal ácido en la boca, se dejó conducir por la informante hasta un lugar donde una y otra vez le preguntaba lo mismo, sin importarle que la respuesta reiterada lo destrozara como un desgarramiento de la piel.
Cuando ella lo vio llegar al prostíbulo donde trabajaba, le hizo la seña de siempre para sentarse en un lugar discreto que les permitiera el mismo contrapunto de interrogantes y silencios de quien no quiere decir nada. Bailaron como si nunca se hubieran alejado y él cargó con las culpas de todos los errores y hasta se recriminó por no haberla tratado como ella merecía.
Cada noche, sentado en un rincón del prostíbulo, la veía entrar con uno y otro hombre al reservado, como si fuera la más inocente de las tareas, mientras él sentía que contaba cada vez con menos fuerza para tan siquiera desear que las cosas tuvieran otra forma, como en aquella primera danza que formaba una espiral ascendente y él giraba en sus círculos de fuego.
Aquella noche ella aceptó que esa vida de trasnocho y tragos la estaba quebrantando, y le pareció adecuada la proposición de comprar una casita con las prestaciones que él había recibido de su último trabajo, para comenzar una nueva esperanza en una intimidad donde sólo cabrían los dos. Como un gesto de absoluta confianza en la esperanza renacida, le entregó todo el dinero envuelto en el papel de seda de los primeros días, y ella juró entre lágrimas que todo sería distinto, porque el amor sin límites que él le mostraba la había trasformado para siempre en un solo instante.
Cuando se despertó por el sol y el calor de la mañana se extrañó por un momento al no verla en la cama durmiendo todavía, pero al momento lo comprendió todo.
Unos años más tarde, se acercó tímidamente a su primera mujer, y le pidió que le permitiera abrazar a sus hijos, que ya casi no lo reconocían.

El Velorio


El Velorio

A mi tío lo estaban velando en la capilla derecha de la funeraria, y a la izquierda, en una sala contigua que se comunicaba por un pasillo donde ponían las sillas para los dolientes, estaban velando a un a un fulano que según oía, lo había baleado en un asalto. Ya había entrado la noche, y el olor a aguardiente y a cigarro enrarecían el ambiente haciendo más desagradable todavía la bulla con que hablaban los malandros que acompañaban al difunto.
Antes de medianoche, llegó en silla de ruedas un tipo bien vestido a quien escoltaban como si se tratara de un presidente de Estado. Apenas llegó, se instaló cerca de la urna y pidió que lo levantaran para ver al muerto. Los escoltas le obedecieron, y con un enorme esfuerzo mantuvieron la silla en alto hasta que el paralítico pidió que lo bajaran. Sin esperar nada, hizo un inventario para saber con cuantas botellas y cajas de cigarrillos contaban para la noche. Después sacó una pistola automática, la mostró en alto y quiso saber con cuantas contaban, por si llegaba El Chino y su banda, a sabotear el velorio.
Yo observaba discreto desde una silla justo entre las dos capillas, sin levantar sospechas. En algún momento uno de los malandros se acercó a la urna y comenzó a gritar que iba a vengar a los que lo mataron, que él no permitiría que lo dejaran tieso sin que alguno pagara esa muerte, y otras cosas parecidas, pero enseguida el hombre de la silla de rueda ordenaba que lo sacaran, que ellos eran personas decentes, a las que no les gustaban esos alborotos. Entonces lo confrontaban ante el jefe y él ordenaba con un gesto que se lo llevaran lejos, y que no le dieran más aguardiente por un rato.
Sin que nada quebrantara el orden, los malandros y algunas mujeres que los acompañaban seguían fumando y comentando lo duro que era El Richa, para un atraco, o para escapársele a la policía, entonces brindaban y dejaban caer un chorrito de aguardiente en el piso para que el muerto también tomara desde donde estaba, pero igual le reclamaban dirigiéndose a la urna que dónde estaba su dureza, para que se hubieran dejado matar tan malamente, y enseguida se sentaba con el mismo grupo como si fuera solamente una parte del ritual.
Como a la medianoche me fui a dormir un rato en el carro, hasta que entrando la madrugada me desperté por unos disparos que venían de adentro de la funeraria. Según supe después, el dueño de la casa velatoria les había pedido que hicieran menos bulla, porque habían otros muertos en los salones inmediatos, y los familiares se quejaban del desorden y del aguardiente que estaba prohibido en aquel lugar, entonces algunos de los malosos interpretaron aquél reclamo como una grave ofensa contra El Richa, y sacaron las armas para dispararlas, aunque no contra los presentes, y el dueño convino que los demás dolientes enran muy delicados, que en verdad ellos no estaban haciendo ninguna bulla y que podían seguir velando a su muerto sin ningún inconveniente.
Regresé en la mañana y me mantuve parado hasta que logré sentarme en la misma silla en que estaba en la noche, y pude disfrutar de aquella escena en la que todos completamente borrachos y drogados sacaban al muerto para llevárselo en brazos de amigos. La descordinación era total y el muerto se les cayó en el intento, entonces le rociaron mucho aguardiente, el inválido se sacó el cinturón y le dio rejo mientras le decía que no intentara quedarse, que su lugar era el cementerio, que ya se le había dicho que su muerte sería vengada, que se quedara tranquilo, y dejara que los amigos lo metieran en la carroza.
Cuando ya estuvo en la carroza fúnebre sintieron la desesperanza por la muerte del amigo, y siguiendo el ejemplo del lisiado, sacaron sus armas y dispararon una y otra vez hasta que el dolor se mitigaba por un rato, pero antes de llegar a la esquina pararon el carro, sacaron al muerto y lo bailaron al son de unas canciones que ellos mismos improvisaban, que según me aclaró alguien eran canciones religiosas de la Corte Malandra, para que el muerto entrara bailando al otro mundo, lo que le garantizaba una vida dichosa, y hasta la facultad de cuidar a los que quedaban en la tierra, cuando fueran a tirar un quieto, o dejar pegao a algún enemigo.
Cuando enterramos a mi pariente, se escuchaban todavía los tiros unas cuadras más allá, y yo me atreví a decirle a mi familiar, “váyase despacito, no sea cosa que se encuentre con El Richa en el camino, y los santos vayan a creer que ud. llegó con él”.

Kairos


Kairos

-Se puede saber donde estabas tú, grandísimo carajo?
-Eso no es asunto tuyo, y mejor que no se te ocurra ponerme la mano, como hasta ahora.
A los amigos nos costaba complacerlo con eso de ir a su casa a jugar dominó y hacer una parrilla en el patio cuando nos estábamos echando los palos en cualquier botiquín, pero él insistía hasta que nos dejábamos convencer, pero siempre resultaba lo mismo: salía su mujer como una gallina clueca a regañarlo delante de sus amigos y a decir que su casa no era tomadero de caña y que a ella le dolía la cabeza para estar aguantando bulla, y que ella no se había casado con los amigos de su marido para estarle amantando lavativas a los demás..
Cuando nos encontrábamos el lunes en el trabajo, evitábamos comentar el asunto para no avergonzarlo, pero a todos nos daba un gran pesar que un hombre como aquel, con tanto talento creativo y brillo intelectual, soportara ese maltrato, siendo él en cambio un hombre generoso, dispuesto en todo momento a encontrar soluciones, en un clima de prudencia y respeto por los demás, como ningún otro de sus compañeros.
Alguna vez, alguno que otros le insinuaron que le diera unos correazos a su mujer para que supiera quien llevaba los pantalones en la casa, pero él se escandalizaba de sólo pensar en pegarle a una mujer, por muy grave que fuera su ofensa. Otros le decían que se buscara una habitación y viviera solo, que para tener un enemigo como aquel durmiendo a su lado, era preferible vivir debajo de un puente, y él sonreía comprensivo de la buena voluntad del consejero, y cambiaba la conversación hacia otros temas de mayor frescura hasta que su caso quedaba postergado.
Una vez su mujer lo mandó a otra ciudad a cobrar unos reales que le debían. El viernes en la tarde, al salir de su trabajo, con la mayor cortesía rechazó la invitación para unos tragos, y cogió camino con la intención de regresar esa misma noche de la encomienda, sin importarle que estuviera lloviznando, aunque en verdad se moría por echarse unas polas y reírse como un muchacho de los pormenores que remedaba del jefe, creyendo hacer una enorme travesura.
Cuando llegó a la ciudad llamó a la deudora para que le tuviera listo el dinero y no perder mucho tiempo antes de regresar a su casa y ver a sus hijos un rato.
Eso creía él -nos contaba después dicharachero- antes de ver a aquella mujer que le sonreía sin pedirle ni reclamarle nada. Una lejana fuerza penetró como un veneno ardiente por las entrañas de cada uno, borrando el desconsuelo de dos soledades que siempre se habían estado esperando sin sospecharlo; una fuerza volcánica que disolvía las barreras con la respiración agitada de los destinos que se cruzan, inminentes, una sola vez en cada vida.
Después del café que ella le ofreció sin dejar de sonreír, él se guardó el dinero y con el mismo automatismo le preguntó: ¿quieres tomar unas cervezas? La mujer aceptó y más bien le pareció cómico que para sentarse tuviera que apartar todos esos libros y carpetas del asiento delantero del carro.
“bótalos” le dijo a la mujer, y ella obedeció en el mismo tono que sopla el viento en el verano, o la lluvia desciende en el invierno, porque los dos presentían que a sus vidas le había ocurrido un punto y aparte, y ninguno de aquellos papeles tenían ya significado.
En la madrugada la mujer le dijo que era muy peligroso coger camino a esa hora con tanto trago encima. Que mejor se quedara en la casa de ella y mañana temprano sería otro día. Y así fue. Después del desayuno, la mujer le dijo que hacía un sol especial para la playa, y que con eso le presentaba a su familia. Cuando llegaron, se adueño enseguida de la cocina que daba frente a un mar desatado, y sin pensar en la úlcera, ligó con todo lo que le ofrecían, remedando a los políticos para que la gente se riera de su gracia.
El domingo en la tarde se despertó sin recordar quien era. La mujer le tenía todo listo para un baño y la ropa planchada, sin que a nadie le pareciera extraño. Por primera vez en mucho tiempo contempló una tarde llena de frescura con matices azules y rosados, sobre unas montañas oscuras que detenían el oleaje del mar con su furia repetida, y se dejó caer en la silla sin concentrarse en nada más que en las olas incesantes haciendo espuma, entregado al misterio de la tarde, en la soltura de vivir bajo un solo instante, más allá del tiempo de la espera.
-¿De qué voy a vivir aquí? Le preguntó a la mujer sin ninguna angustia. “Te puedes quedar haciendo sancochos, mientras consigues un trabajo que te guste, o tenga que ver con tu profesión” Sin discutirlo, le pareció razonable convivir con aquella gente que no hacía preguntas y que ya lo trataban como a un familiar. “Yo puedo vender la casa y me mudo contigo, si a ti te parece”, complementó ella.
-Y eso fue lo que hice -nos seguía contando con una serenidad que nunca le conocimos- Ya no podía ni quería volver al trabajo después de haber botado todos esos libros y las carpetas con papeles llenos de informes. Me convertí en sancochero, con la ventaja de quedarme toda la tarde para jugar dominó hasta que la mujer llegaba del trabajo y cerraba las puertas a todo lo demás.
-¿Y mis reales? ¿Dónde están mis reales?
-Me los gasté con la mujer que te los debía. Solamente vine a buscar mis vainas, y a despedirme de los muchachos.