Papelón

Papelón
Trabaja en una zona donde abundan las escuelas. Es el policía escolar del sector. Todos lo conocemos de tanto encontrarlo una y otra vez en la vía. Pocas veces se está quieto. Lo suyo es caminar, andar ligero y firme de un lado a otro, vigilando que las cosas se mantengan en el mismo orden de siempre. Su presencia forma parte del ambiente, del clima, del tráfico, de la noticia del día, y de la agitación o la quietud de los estudiantes. Por la placa que lleva en el lado derecho del pecho, sabemos que es el Subinspector Luís Azuaje, pero lo llamamos Papelón, un modo muy venezolano de reconocer el carácter popular de alguien que se ofrece al resto desde su sencillez más humana.
Su interés por la lectura le viene de su padre, que era telegrafista; un oficio semejante al periodismo, que les permitía estar enterados de todo lo que pasaba en el país, y aun en el mundo, a través de ese lenguaje extraordinario que se producía con golpecitos de corriente que solamente traducían los iniciados en el oficio. Todos los secretos de Estado y de familia pasaban por sus manos, por muy codificados que fueran estos mensajes, porque los operararios de la telegrafía se sabían de memoria todas las formas de encriptar las palabras.
Pepelón tiene hoy 54 años. Hizo de Los Teques su lugar de adopción, pero nació en Portuguesa, la tierra del catire Páez, rodeado de paisajes extensos, calurosos. Todavía sueña con el olor a mastranto y con los ríos crecidos, donde aprendió a nadar a contracorriente, y a cruzarlos montado en bestia. Es canceriano, del mes de las lluvias, del aguacate, la piña y el melón. Un hombre prudente, con cara de inocencia, trato amable y servicial. Le gusta el deporte y lo practica. Desde pequeño incursionó en la carpintería y el boxeo, su pasión eterna, de donde le viene su apodo de combate, “Papelón Azuaje”, que le dio tantos reconocimientos y lo llevó a ser entrenador profesional de los presos en la cárcel de Los Teques, después de disponer su retirada del ring.
Sabe que su oficio es peligroso, que comporta riesgos límites, como la vez que lo hirieron. “Aquél día me dieron un quieto por la espalda -me comenta en buena narración- eran unos menores, unos estudiantes que tenían líos con una banda y necesitaban un arma de potencia para defenderse. Cuando sentí que alguien se acercaba me di vuelta, y al chamo se le escapó el tiro de los nervios, porque ya me tenía apuntado. Por poco me mata. Dos centímetros más y me da en el corazón. Herido y todo los seguí, pero me desmayé por la pérdida de sangre. La comunidad me auxilió y pude salvarme”.
Le pregunto que opina de eso, y me explica de modo extenso que hace falta el diálogo con los hijos. Que es necesario aprender el lenguaje de los muchachos, para hacerse amigo de ellos. Conocer sus necesidades: ¿con quienes andan, qué les preocupa? Papelón piensa que el fenómeno de la delincuencia es mundial, pero en otras partes las autoridades y la ciudadanía se unifican para luchar contra ella y mantenerla a raya. “Uno arriesga la vida atrapando un malandro que tiene armamento de guerra, y a los días lo vuelve a ver en la calle. ¿Qué pasó ahí? Antes las leyes permitían sancionar al delincuente, pero ahora en Venezuela es muy engorrosa la detención y el castigo, y muchas veces quien paga es el mismo policía”.
El día en que conversamos largamente estaba con su compañero de ruta, el subinspector Francisco Quintero, un hombre joven, de Petaquire, quien es abogado y docente, aparte de policía escolar, gracias a su madrina, quien descubrió muy temprano que su ahijado era un adelantado. Lo conocí cuando estudiaba el Componente Docente en el Instituto de Mejoramiento, de la Upel, que le sirvió para ejercer la docencia y descubrir su vocación de mediador.
Ese día de la conversación pude ver cómo disipaba un intento de manifestación de estudiantes sin bombas ni peinillazos, sino conversando con los líderes, de quienes conocía el nombre y la manera de tratarlos. Aquel gesto me hizo ver el enorme valor de la culturización humanista en el amigo, que en todo momento se relacionó con los muchachos de manera firme y respetuosa al mismo tiempo. De un modo sereno los interrogó sobre los motivos de la protesta, y los convenció de ejercer sus derechos sin atropellar a nadie, ni destruir ninguna propiedad, para no invalidar sus reclamos.
Supe después por el amigo Quintero, que varias veces lo han distinguido como El Policía del Mes y aun como El Policía del Año. Un reconocimiento que nos lleva a recordar a su homónimo Apascacio Mata, aquel policía de Panaquire que ejercía en la esquina de Sociedad, y que por su carisma, buen trato y rectitud en su oficio, le compusieron una canción cuando se atrevió a parar la caravana presidencial de Luís Herrera Campins por estar el semáforo en rojo. El mismo Jimmy Carter lo invitó a Tennessee, para condecorarlo y concederle un nombramiento como policía ad honorem de los Estados Unidos, por sus méritos profesionales y humanos.
César Gedler
Wwwcesargedler.com

La deuda

La deuda
Cada día recordaba en sus detalles el momento en que todo se mezcló para transportar su vida al otro lado de la alegría. Había ido a cobrar una deuda que le tenían a Wilson en aquella tierra de verdes encendidos. Era cosa de dos días, si se calcula con comodidad, para no devolverse en el mismo avión y regresar cansado sin motivo. La gente que lo esperaba se le acercó con sonrisa de bienvenida, y le brindó un saludo cordial chocándose los puños, lo que aumentó su agrado para aceptarles la hospitalidad que le ofrecieron en una casa de campo, en vez de quedarse solitario en una habitación de hotel con olor a detergente.
En la hacienda se lo dijeron: “No le vamos a pagar nada a ese carajo. Más bien él es quien tendrá que pagar si quiere ver vivo otra vez a su amigo”. La angustia le recorrió el cuerpo con un aire húmedo y frío. Estaba perdido. Wilson nunca aflojaría un centavo por chantaje. Se sintió indefenso en esa tierra lejana, con gente extraña y otro paisaje. No contestó; esperando que todo fuera un malentendido, un camino equivocado del que podía regresar de la forma en que llegó, bajo la misma tarde encendida y la misma brisa suave de intensidad remota. Pero nada cambiaba. Todo seguía en la lentitud dolorosa que precede a los naufragios, y se dejó caer en el vértigo nocturno de la derrotas sin pronunciar palabras.
¿Que estaría pasando ahora en cualquier parte que no fuera esa habitación con forma de calabozo, con poco aire y mucha oscuridad? La noche y el día era un solo laberinto borroso en el que se perdían las preguntas: ¿por qué todo aquello, si apenas se había prestado para cobrar un dinero empaquetado y dispuesto en una maleta viajera? A veces sentía pisadas como si vinieran a saber de él, pero seguían indiferentes hacia otros destinos, sin que le importara a nadie su sed y su aturdimiento en aquella cueva de sombras y durezas.
Lo levantaron temprano y le señalaron el piso manchado, las botellas tiradas por todas partes, restos de comida en la cocina y en la mesa, y le gritaron algo en un dialecto que no entendió. Cuando se acercó a tomar un poco de agua sintió un golpe amargo que le quemó la espalda, y al defenderse, un latigazo en la cara lo mandó al suelo sin sentido. A patadas y empujones lo obligaron a pararse y le pusieron en la mano un palo de coletear que lo ayudó a comprender el propósito de aquellas alimañas antes que pudiera verles la cara. La puerta le cayó encima y lo arrancó de un sueño apacible después de muchas noches en claro. Unas voces en la oscuridad le ordenaban que se parara de inmediato. Tanteó en el piso buscando sus zapatos, pero un brazo de caletero lo sacó de un sólo impulso de aquella cueva como si se tratara de un pájaro muerto. La misma mano lo llevó a empellones por un camino que se hacía cada vez más inclinado y sofocante, hasta llegar a un camión donde fue arrojado como un saco de arena.
Se entregó resignado a una muerte triste y ajena en una madrugada sin estrellas, sobre aquella plataforma que se movía con sobresaltos por las piedras y baches del camino. Ya no importaba nada; ni el dolor, ni la sed inclemente, ni la esperanza de otros días. Era mejor salir pronto del maltrato y que sus restos quedaran dispersos en esas montañas de tierra oscura, como iban quedando sus sueños y sus angustias en una sensación de laxitud semejante al olvido.
El calor se elevaba inmisericorde con cada hora que pasaba y un resplandor de hambre y sed era todo el paisaje que alcanzaba a ver como un espejismo en el que se ahogaba por la confusión, el dolor, el miedo y la desesperanza.
Ya casi despertaba cuando sintió un frescor de vida que le caía en el rostro como un bálsamo de luz. Una mano amiga que le rociaba el agua, y una sonrisa amigable, fue lo primero que vio al retornar a la vida. Poco a poco fue comprendiendo lo que decían todos a la vez entre risas y muecas. Lo habían rescatado.
Esta era otra gente, otro corazón, otra esperanza. Sus verdugos estaban muertos. Apenas pudieron disparar sin saber a quien. Los que no murieron por las balas, quedaron regados en pedazos por los machetazos, en medio de una embriaguez que se convirtió en canto de muerte.
Con los días los salvadores le consiguieron un pasaje de retorno, que lo hizo llorar de alegría mientras los abrazaba bajo la promesa de un pronto retorno como visitante, cuando de pronto la policía allanó la casa donde se encontraban. Otra vez preso, amarrado con cadenas y apuntado con fusiles y pistolas.
Fueron muchas las cosas que se atropellaron sobre él en los años que duró el proceso y su permanencia en la cárcel. Entre mirar las estrellas a través de los barrotes y pasear de un lado a otro sin ningún contacto, los recuerdos tomaban la forma de un viaje largo a un país extraño donde debía cobrar una deuda que nunca le pagaron.
César Gedler
www.cesargedler.com

El carnaval de los 70

El carnaval de los 70
Los años setenta en Venezuela estuvieron marcados por ese vasto mural de la abundancia y el derroche que brindaba un barril de petróleo más caro que el oro y el diamante. La lujuria de un mundo que desesperaba por cambiar todas las cosas por su equivalente más novedoso, imponía sus reglas desde Miami a la manera de un gran súper mercado que vivió a nuestras expensas mientras duró la fortaleza de la moneda nacional. Quesos holandeses, whiskies escoceses, zapatos australianos, chaquetas argentinas, y muchas mercancías de igual naturaleza, se encontraban en la despensa de cualquier parroquiano sin que ningún indicio advirtiera que algún día las cosas pudieran ser de otra manera.
Admitiendo que había tantos corruptos como ahora, la fluidez financiera permitía para entonces algunos excesos, sin que golpeara brutalmente el bolsillo de un matrimonio profesional. Era algo natural asistir al Aula Magna de la UCV a disfrutar la presentación de grandes conciertos dirigidos por maestros de respetabilidad universal, de la misma manera y con la misma pasión que nos producían las más afamadas agrupaciones salseras del Caribe y Nueva York. Cualquier graduación de bachilleres, o los quince años de la hija mayor, se celebraba con la Billo´s o Los Melódicos en el mejor club de la ciudad, sin que a nadie se le ocurriera pensar que se trataba de un dinero mal habido.
Quien visite en este momento el pueblo de Los Teques, no podría de ningún modo imaginarse que para aquellos días había por los menos cinco clubes: el Miranda, el Hispano, el Centro de Amigos, por nombrar algunos, con capacidad para amanecer bailando con las orquestas del día, sin que se dieran abasto los mesoneros para servir ron y whisky, sin que a los clientes les preocupara para nada los gastos; y si se daba el caso de abandonar la fiesta antes de que cantaran los primeros gallos, era considerado de mal gusto llevarse el resto de la bebida que quedaba en la mesa.
Pero el tope festivo se daba en carnaval. Después de la primera Feria del Indio, que se dio en un octubre memorable de este pueblo, quedó asentada la costumbre de las comparsas para los carnavales siguientes, y la anulación del juego con agua y sustancias irritantes. Los más viejos, con sus recuerdos de los disfraces gomeros, y los más jóvenes, creyéndonos los primeros en todo, nos integrábamos al lado de los sonidos metálicos del Steellband o los redoblantes que dirigía el barbero Carlos Baute, hasta que el cuerpo colapsaba de agotamiento.
Todavía nos manteníamos en esa línea imprecisa entre pueblo y ciudad. La mayoría nos conocíamos aunque fuera por referencia, y nos vinculaba un ímpetu de pertenencia, de tequeñidad, que nos impulsaba a participar de las comparsas como si se tratara de un ritual pagano de transfiguración. Los gremios, los barrios, las urbanizaciones, los sectores, se unían para darle al carnaval el esplendor dionisíaco que permite las carnestolendas, con su licencia para cada quien expresar su propia locura.
Toda la euforia caribeña estremecía nuestro espíritu veinteañero, y desde las 2 de la tarde, cuando salían las primeras comparsas desde El Cabotaje, nos contagiábamos de la música, el colorido, el baile, y cuanta bebida nos salía al paso, sin que importara el sol, la embriaguez, el cansancio, o los pleitos. Igual nos estábamos cambiando de ropa alrededor de las 8 de la noche para llegar de primero a los clubes y colearnos como miembro de una comparsa, o confundiéndonos con alguna familia que mostraba su entrada de cortesía.
Ya en la fiesta, se ponía en juego la habilidad de alguno de nosotros para sobornar a un mesonero, y que nos permitiera sacar las botellas de contrabando que las mujeres del grupo traían en sus enormes carteras. Lo demás era bailar y tomar en grandes proporciones, mientras conversábamos en forma delirante de todos los temas, como pasa cuando uno está prendido y la imaginación se enciende incontrolablemente.
Era un clima. Una sensación de plenitud que acompañaba nuestro vivir cotidiano. Una cercanía que nos permitía disfrutar el espacio del otro sin que alguna barrera ideológica nos separara. La Parroquia. Así llamábamos nuestro círculo fraterno. Los que la integrábamos constituíamos una cofradía sagrada. En sus dominios, nadie se consideraba con derechos por tener más dinero, defender una postura política o haber alcanzado un grado universitario. La amistad era una superestructura, y el que alcanzaba un mayor grado de desarrollo, era admirado y seguido por sus méritos, sin resentimiento.
Todavía hoy, cuando la vida nos permite reencontrarnos, el recuerdo de aquellos días en que compartíamos posturas y posesiones sin ninguna adversidad, nos da para reír y revivir de un modo insospechado una afectividad indisoluble, porque se forjó en la travesura y los pesares de la ilusión dorada, que es la juventud.
César Gedler
www.cesargedler.com

Alí el gallero

Alí El Gallero.
El instinto de lucha y muerte es una propensión que vive en el hombre, y lo conduce desde el esfuerzo por la sobre vivencia, hasta las más crueles guerras que se hayan conocido. Sin embargo, hay una manera de sublimar la fuerza bruta, para convertirla en una técnica exterior e interior de defensa y ataque, que opera con base en la observación e imitación de los movimientos de algunos animales como la grulla, el mono o el tigre, y que muchas culturas desarrollaron hasta convertirla en un arte.
El kung fu, karate, o el teekwondo, por nombrar algunas, se desarrollaron en la China como una disciplina de auto desarrollo, cimentada en la respiración adecuada para el control del movimiento, y el aprovechamiento al máximo de la energía ying y yan. Posteriormente derivaron en un sistema de defensa personal para repeler la agresión. En esta misma línea encontramos al Samurai, o antigua casta guerrera del Japón, y a los gladiadores griegos y romanos, que alcanzaban los grados de su crecimiento en el equilibrio interior para vencer el desorden exterior, tanto en sí mismos como en los enemigos.
Pero no siempre es el hombre el sujeto de la acción, sino que en muchos casos, son los mismos animales que sirven de modelos guerreros, los que se entrenan para brindar el espectáculo de su agilidad y coraje en la pelea, y aquietar de este modo la compulsión humana al desafío y la derrota del contrario. Esa manera de drenar las emociones acumuladas, mediante la proyección de las propias fuerzas agresivas en la figura del animal que se bate en combate hasta la muerte, es un fenómeno que se desdibuja en la historia ancestral del ser humano. Uno de estos casos lo conforman los desafíos de gallos, que son entrenados por manos expertas para convertirlos en gladiadores del ruedo.
“Para ser gallero, aparte del amor por los animales, que es lo más importante, hay que ser una persona disciplinada. Muchos se preguntarán el por qué, si uno ama los animales los prepara para la lucha, pero eso es así. La naturaleza del gallo es la pelea, tal como el soldado se prepara para la guerra. Y el que juega gallo, también debe estar preparado para ganar no ganar, sin que eso lo lleve a volverse loco” Así se expresa Alí el gallero al comenzar una larga conversación sobre ese antiguo oficio que es la preparación de los gallos, para convertirlos en campeones del pico y la espuela. Su nombre de pila es Alí Navarro González, nacido en Caracas, un 20 de Julio del año 45. Un hombre comedido, discreto, y de palabra reflexiva, a quien todos aprecian en su comunidad por su condición amable y servicial.
“Por ser ordenado trabajé 25 años como diseñador en una compañía alemana, de gente seria y exigente. Entré como ayudante de limpieza, y como ellos vieron mi dedicación, me pasaron a una máquina cortadora; después al departamento de montaje, y luego como diseñador, hasta que finalmente fui supervisor de la imprenta hasta mi jubilación. Ya vivía acá en Los Teques, y la imprenta estaba en La Urbina. Comenzaba a trabajar a las 5 de la mañana, y como no tenía reloj, me despertaba cuando un vecino prendía la luz a las 4 en punto, y en un momentito estaba agarrando el autobús que llegaba hasta Petare y me dejaba cerca. Todo gracias a mi disciplina”
La tradición de las peleas de gallo nos llega de España con los primeros invasores colombinos. Por eso nos atrevemos a decir que Alí nació con la vocación en su sangre. Cuando apenas tenía cinco años, su padre lo llevaba a la cuerda de gallos que tenía por los lados de Prado de María, el recordado cochero Isidoro Cabreras, que cargó en su Victoria inglesa a la mayoría de los caraqueños de su época. Estar ahí para aquel niño, era superior a visitar el mejor parque, o una feria de juguetes, porque desde entonces sentía que aquél era su mundo. Le bastaba con mirar el plumaje de algún animal, su porte, su canto, y el ritual de entrenamiento, para saber cuál sería ganador. Su padre y el cochero se percataron de esta sabiduría instintiva de Alí, y le preguntaban su opinión cuando se trataba de jugar un gallo, con la misma confianza que se le otorga a un criador profesional.
El gallo es uno de los símbolos más universales y cargado de alegorías, al lado del águila, el león, o el pez. Se lo asocia con las veletas que antiguamente se colocaban en la cúpula de las iglesias como figura solar, para ilustrar el nacimiento del día, la resurrección, el llamado a la plegaria, y la negación de San Pedro, después de la última cena. También es referencia griega, por la alusión que hiciera Sócrates en el momento de su muerte, de ofrendarle a Asclepio, un gallo como pago por darle la mayor curación, que es la muerte. En la astrología china, determina el temperamento y carácter de la persona que nace en el año que rige este animal. En la India personifica la energía de Skanda, o luz divina. En los ritos funerarios de los antiguos germanos, el gallo se sacrifica a los muertos, para que se mantengan vigilantes del camino correcto en el más allá; en muchas religiones africanas la sangre derramada del gallo, protege a quien la ofrece, de los males y peligro de sus enemigos, y en la tradición cultural de casi todos los pueblos de la tierra, su mayor reconocimiento es ser símbolo de valentía, fertilidad, elegancia y alegría.
Por todo lo anterior podemos considerar que el oficio de gallero va mucho más lejos que la técnica de crianza y la observación de las cualidades de estas aves. En su esencia, el criador vive compenetrado con el mundo de los gallos. Se identifica con su lenguaje, lo personifica, le da nombre, siente sus emociones y sus reacciones y las respeta, se adecua a ellas, las canaliza, las educa en forma particular, siente en su carne cuando el animal ya no puede seguir peleando y lo rescata del ruedo, lo cura, le habla, y ya restablecido le pone al lado las mejores gallinas para que recupere su estima.
“Yo no sé cómo, pero mis gallos me comprenden y se dejan guiar por mi. Estoy con ellos desde las 4 de la mañana hasta caer la tarde, y entre nosotros no hay secretos. Ellos saben si les voy a dar comida o si los voy a bañar, En una pelea, un gallino que crié estaba perdiendo, pero yo sabía que estaba aturdido y necesitaba tiempo. En una de esas, cuando el sambo contrario se le vino encima, yo le dije: “ahora si. Acábalo”, y el gallino lo remato de dos espuelazos, cuando todo el mundo lo daba por perdido”
Alí conoce la influencia de la Luna sobre los gallos. Lo primero que advierte es que se deben jugar en la misma fase lunar en que nacieron. Después nos informa que los sambos y Camagüey se deben pelear en cuarto menguante, así como los negros y giros en Luna creciente. Las cirugías y curas hay que hacerlas en menguante para que no se desangren, y las mejores crías se cogen en Luna llena. Finalmente sentencia: “en lo posible, hay que evitar que los gallos peleen en Luna nueva, porque en esa época los brujos preparan sus gallos con azufre”
A la pregunta de cuál es el gallo que más recuerda, nos responde sin titubeos: “El gallo de la Pasión”
César Gedler