El Crcificado

El Crucificado
Aprovechando la oscuridad de la noche, los sacerdotes del Sanedrín se presentaron en el Monte de los olivos donde el Maestro acababa de orar a su Padre de una forma tan intensa que sudó sangre, por la angustia mortal que le producía ofrendarse voluntariamente a un martirio que sólo él podía conocer en su dimensión más profunda.
Los sacerdotes del templo mostraban su descontento con aquel campesino de Galilea que se dirigía a las multitudes para hablarles del amor y del perdón como fórmulas de crecimiento interior, y como la única manera de conocer la verdadera libertad, que consiste en desterrar todo tipo de odio del corazón, para poder contemplar la belleza de la vida con la inocencia de un niño. Tampoco se alegraban los del Sanedrín de las respuestas alegóricas que les daba aquel romántico cuando lo tentaban para que incurriera en algún fallo y de esa forma arrestarlo y desaparecerlo, pues el predicador los hacía quedar como ignorantes de las cosas del espíritu y de las leyes, al interpretar sus interrogaciones de un modo abierto y nada dogmático, sino apelando al sentido común que comprendían todos los testigos que se acercaban.
Dirigidos por el sacerdote Cayefás, sus captores e inculpadores lo llevaron primero ante Herodes Tetrarca, un hombre licencioso, que gobernaba la región de Galilea en acuerdo con Roma, pero Herodes tuvo miedo de la mirada inocente de aquel justo, y lo refirió a un procónsul del imperio llamado Pilatos, quien le preguntó por su delito, con la curiosidad de un romano ajeno a los intereses judíos. Sin alcanzar a ver ninguna maldad en que ese hombre inofensivo se proclamara hijo de Dios, mandó a que lo azotaran y decidieran ellos mismos la suerte del acusado, para lo cual utilizó un gesto acostumbrado en su tierra, que consistía en lavarse las manos en señal de imparcialidad.
A los sacerdotes no les bastaba con unos azotes. Ellos temían perder sus privilegios, incluyendo los impuestos, y apelaron a la costumbre pascual de pedir la libertad de un reo escogido de los muchos condenados, y que el pueblo eligiera entre uno de ellos y Jesús, para probar que la mayoría estaba de acuerdo con su muerte. Pilatos aceptó, y mandó a traer a Barrabás, en la seguridad de que el pueblo pediría la libertad del justo, ante aquel facineroso, pero los del Sanedrín ya había regado la voz entre la multitud de que prefirieran a Barrabás, y condenaran al que se hacía llamar hijo de Dios, para castigar su insolencia. Y así ocurrió. El mismo ungido al que unos días antes le habían abierto las puertas de Jerusalén con ramos de palmas y alfombras en el piso por donde habría de pasar, se convertiría unos días después, para el pueblo que lo aclamó aquel domingo, en un ser sin atributos, un perseguido al que se le deseaba la muerte, y para el que se pedía la crucifixión.
Excepto para el condenado, nada presagiaba que aquel hombre de apenas 33 años, reconocido por su bondad y capacidad sobrenatural de obrar milagros en los enfermos, lo esperaba una muerte semejante, desarrollada en una extrema pasividad e indulgencia hacia sus verdugos, y una melancólica llamada a quien él llamaba Padre, suplicándole la fuerza suficiente para resistir hasta el final el drama misterioso, que al parecer estaba destinado desde siempre, para redimir a los hombres de una culpa insospechada y ciega, que los retenía en la sombra de un mundo sin trascendencia.
Esa misma mañana lo azotaron hasta desgarrarle la carne, y para burlarse lo sentaron desnudo donde todos lo vieran, le clavaron una corona de espinas en la coronilla, y le pusieron un cetro mientras en tono irónico se burlaban haciéndole reverencias.
Los discípulos se habían dispersado por temor a sufrir la misma suerte. Uno de ellos, el que lo había besado para que los sacerdotes y legionarios lo reconocieran y lo apresaran, se había ahorcado por el tormento de la culpa. Otro, el más viejo de los pescadores que lo seguían, lloraba amargamente el haberlo negado tres veces antes del canto del gallo, como se lo presagiara el rabí, un poco antes del juicio sumario.
Mientras tanto, el inocente soportaba el peso de un madero más alto y pesado que su cuerpo, y con un genuino esfuerzo cargaba con la cruz hacia lo alto del Monte de la Calavera, seguido de su madre, algunas mujeres que lloraban su martirio, su discípulo más joven, y una multitud que se sentía engañada y no entendían muy bien lo que ocurría, pues su intención al repetir que preferían a Barrabás, no era condenar al inocente, y mucho menos de esa forma.
El drama de esa muerte estaba previsto en los salmos y en las anunciaciones de Isaías, el profeta predilecto del predicador. Así debían ocurrir las cosas, para que todo fuera consumado y se cumplieran las escrituras.
Los del Sanedrín se retiraron satisfechos de haber ahogado aquel clamor. En unos días ya nadie hablaría del incidente, ni el nazarita se dirigiría más a las multitudes utilizando la metáfora de los pájaros y los lirios del campo, sino que ellos retomarían la autoridad cuestionada, y harían cumplir de nuevo sus ordenanzas.
Como a las 3 de la tarde el cielo se oscureció y algunos oyeron cuando el crucificado en sus últimas palabras rogó a su Padre, para que perdonara la ingratitud de aquellos por los que estaba muriendo. Al final expiró, y según se cuenta, a los 3 días el martirizado les mostró su poder, levantándose de la tumba y dividiendo en dos, la época que le tocó vivir.
César Gedler
www.cesargedler.com

Días de calor

Días de calor
Uno se daba cuenta de que el tiempo se había movido porque empezaban a oírse las chicharras con sus gritos inclementes, llamando a la hembra para su reproducción. Eso ocurría a finales de marzo, cuando los días duran igual que las noches, y empiezan a florear los araguaneyes y los apamates de forma encendida. Ya el frío iba quedando atrás, y el calor comenzaba a sentirse como una nube espesa que los viejos llamaban canícula, o bochorno, porque la escasa brisa del momento dejaba en el ambiente un olor a frutas rancias o flores descompuestas que se hacía más intenso cuando algún nimbo de paso dejaba caer un aguacerito que alborotaba tanto el clima como en las sabanas llaneras.
Ahí empezaba el tiempo de las chicharras. Ellas brotaban de la tierra agrietada por la mucha resequedad para aferrarse a la corteza de un árbol que les permitiera expulsar el caparazón para levantar las alas y aparearse. Después que se morían reventadas de tanto grito, lo que quedaba era una costra más seca que la misma madera. Uno no podía explicarse como aquel carapacho era capaz de tanto ruido al lado de los grillos y los sapos. Entonces uno repetía lo que decían los viejos, que eso era el calor, y no se buscaba más explicación.
Por esos mismos días, en los pueblos se veía en muchas esquinas a una gentarada reunida alrededor de un camión de plataforma abierta donde unos mulatos vendían los cocos secos que traían de las costas, para entretener a los hombres que los echaban bajo apuestas. Los más veteranos sacaban un fuerte y sonaban el coco con la moneda para saber si eran de costra dura, y al conseguir un gallito, le raspaban el sitio donde el contrario debía golpear, y si aguantaba el impacto, lo más seguro era que se resquebrajara cuando le tocara el turno de ponerse abajo. Algunos aguantaban hasta tres o cuatro peleas sin romperse, y mientras más duraba, mayor era la apuesta, por el riesgo de quebrarse.
A veces se prendían unas peleas donde salían apuñaleados más de uno, por las trampas que metían, como le pasó a un tal Larry, que le inyectó formol a su coco, y nadie le ganaba, por más que le sacaban cocos madres y gallitos puntiagudos, hasta que un avisado se lo arrancó de las manos y se lo quebró en la cabeza por tramposo. Todavía sigue vivo de milagro, por ese golpe que lo mandó al suelo y le hizo perder el conocimiento de inmediato, para su buena suerte, porque el agresor se fue corriendo al darlo por muerto, en vez de rematarlo y cobrarse sus reales.
También recuerdo a una señora barloventeña recogiendo los pedazos partidos que se llevaba metido en un saco de cabuya marrón acomodado en la espalda como si fuera un morral. Con el tiempo me di cuenta que la señora hacía dulces con los pedazos de coco y los vendía en el mercado sobre una hojita de plátano. Cuando le compré uno para probarlo, me atreví a preguntarle si los hacía en un fogón de leña, porque tenían un olor agradable como el que desprenden las arepas asadas, y me explicó el proceso de elaboración con tanto detalle, que me impresionó para siempre su pedagogía, y su esmero cariñoso en la confitería.
Como había trabajo y autoridad, los ladrones eran contados, y las mujeres de la casa podían sacar sus sillas en lo que se hacía de noche, para refrescarse del calorón y conversar de lo mismo de siempre, pero entretenidas con la gente que pasaba, y las novedades secreteadas en voz baja, sobre las muchachas que metían la pata, o los que se iban mudando para otras partes y ya no trataban a sus amistades de antes, sino que ahora sentían un derecho, como familia de postín, a pertenecer a la alta sociedad, porque un hijo se graduaba de médico y como se comprenderá, no podían seguir viviendo en la misma zona donde sus amigos de infancia lo llamaban por su sobrenombre.
Lo de los muchachos en cambio, era coger para una poza a bañarnos en interior y comer pan con cambur por almuerzo, porque las palometa que buscábamos cazar en el camino con la china y unas metras, para asarlas en una fogata, no alcanzaban ni para muestra, y teníamos que conformarnos con la vitualla de provisión. Desde temprano caminábamos hasta El Encanto o El Alambique, para llegar sudados a la poza y lanzarnos un clavado y celebrar la frescura del agua con un grito de guerra. Ya al atardecer nos secábamos con la ropa encima y desandábamos la misma caminata de la mañana hasta Los Teques, que nos dejaba fundidos de cansancio y nos mandaba a la cama directamente, sin importarnos los programas de televisión, ni pensar para nada que algún día habría de recordar y escribir esos detalles sin trascendencia, como acabo de hacerlo en este momento.
César Gedler
wwwcesargedler.com

El quiosco de los Benedettos

El quiosco de los Benedetto
La noticia aparecida en algunos diarios me remontó lejos, a los años de mi niñez, cuando el viejo Rafael Benedetto y su hijo Blas Antonio tenían la quincalla de revistas y periódicos en la subida después del puente Castro, entre el quiosco “El Mono”, y la Carpintería de Víctor el italiano. El artículo no pasaba del comentario sobre la excentricidad de un comprador anónimo, al adquirir un ejemplar de la primera edición del comic Supermán por un millón de dólares, pero las evocaciones que removió sobre aquella infancia de suplementos y novelas de vaqueros a principio de los 70, fueron suficiente para comprender vivencialmente que en definitiva, estamos en una fase de la historia que establece sus cambios de manera polarizada, en comparación a aquella otra cuyas transformaciones las establecía el envejecimiento de las cosas.
En esos días, uno de nuestros focos de interés estaba centrado en la lectura semanal de los suplementos que llegaban de lejos para contarnos las aventuras de algunos personajes cotidianos del invencionero gringo y azteca, en su orden mítico, como Memín Piguín; el pescador Chanoc y su padrino Tzekub, o las fabulaciones extraordinarias a la manera de Superman o Acuaman. Sin darnos cuenta introyectábamos gran cantidad de palabras y actitudes, expresadas en el quehacer heroico de unos protagonistas a los que aprendimos a querer y a nombrar como uno más de nosotros, sin sospechar la enorme influencia foránea que consumíamos.
Muchas veces dejábamos de tomar refrescos o comer una catalina para adquirir el suplemento y enterarnos de cómo se resolvía la trama que quedaba pendiente del número anterior; y si en el momento no teníamos para comprarla, nos tocaba recorrer los quioscos uno a uno, empezando por la librería Lido, frente a la plaza Guaicaipuro, la del Sr. Darío Yánez, en la calle Ribas, la del Sr. Smitter, un poco más adelante, o esperar el domingo, cuando cambiábamos las pequeñas historietas en la entrada de los cines, pero sin el gusto de la novedad.
Curiosamente, todos los quioscos tenían un escalón entre el nivel de la calle y la entrada del negocio, y su tamaño no sobrepasaba los 10 metros cuadrados. Uno se adentraba en aquellas cuevas mágicas y tenía la sensación de estar en la casa de los sueños por tanto colorido de revistas, periódicos, bisuterías de carey, lapiceros, brillantinas para el pelo, desodorantes, y cuanta baratija le llegaban a los comerciantes, para satisfacer las necesidades de los clientes.
El de Benedetto en particular era de parada obligada en plena subida, porque Blas Antonio tenía el don de la conversación amena, en contraste con el carácter de Carmelo, un guatireño de pocas palabras y tono irritable, que lo acompañó en el negocio por mucho tiempo. Desde que se pasaba la reja sentía uno el olor a cigarro fuerte de los dos fumadores, y el sonido de un radio por el que se enteraban de los sucesos sin salir nunca de aquella gruta de papeles y menudencias.
Una vez me contó que tenía su negocio desde mucho antes que Pérez Jiménez reconstruyera el puente, que en un principio fue de madera con pasamanos de tubo, y después le hicieron un soporte de acero con barandas de concreto y piso de macadan. También me comentaba que por la vibración en el arreglo del puente en el año 52, se cayó el bar Azteca, del Sr. Estaban Negrín, y los parroquianos se quedaron sin oír las rancheras de aquellos tiempos, mientras tomaban sus tragos bajo una temperatura que aceleraba el reumatismo.
Ya después que cambié las lecturas de suplementos y novelas de Marcial Lafuente Stefanía por otras más apropiadas para mi edad, le compraba a Benedetto revistas de la Salvat, que ofrecían en promoción ediciones baratas de los clásicos universales, y por lo regular el distribuidor de la empresa nos regalaba las separatas biográficas de músicos y pintores, que abandonaban los repartidores como cosa inútil.
A principio de los años 80 construyeron el edificio Bella Urquía en el terreno donde estaba Benedetto, y el quiosco se fue para el mismo lugar en el que está todavía, en la esquina de la calle Ribas con el puente Castro, un aciano que está cumpliendo 109 años y conserva su misma fortaleza. Para Blas Antonio fue un golpe duro aquella mudanza. Era un hombre sedentario hasta la rutina, y el calor de su quincalla a media luz formaba parte de él mismo.
Con la misma puntualidad de siempre, el quincallero siguió recibiendo la prensa cada mañana, hasta un día de mayo en que se le ocurrió morir. María su esposa, continuó regentándolo por varios años el negocio, pero un accidente automovilístico acabó con su vida, y por unos días el quiosco guardó silencio. Sin embargo, sobrevivió la dinastía por mediación de su hija Trina Benedetto y su esposo Mauricio, quienes mantienen la misma cordialidad y diligencia de siempre.
¿Hoy me pregunto si tendría sentido para cualquier gobierno el señalizar las esquinas de Los Teques con los nombres que ofrece la tradición? Pienso que cumpliría un propósito de orientación en la ciudad, y al mismo tiempo permitiría la recuperación de una memoria sin la cual no es posible ningún prontuario histórico que nos acerque al origen y naturaleza de la tequeñidad.
Mientras tanto, los que conocemos el cuento, seguiremos refiriéndonos a esa esquina como “El quiosco de Benedetto”, en la certeza de no equivocarnos sobre el lugar de encuentro.
César Gedler
www.cesargedler.com