El buen café



El buen café

 

Con la entrada del frío, se daban las cosechas en ese mes de lágrimas y ánimas benditas por las lluvias menudas que caían desde las tardes hasta entrada la noche sobre las hojas brillosas del cafeto. En la mañana se oían los rezongos de los jornaleros al abrirse camino. No querían mojarse y tendrían que hacerlo al mover las plantas para arrancarles un grano parecido a una peonía, en todo el hilo de matas que le asignaban. 

Eran unas filas largas, más altas que un hombre, y uno no alcanzaba a ver el final de la hilera que se perdían en la espesura. Una mano ennegrecida por la baba que soltaban los granos como si lloraran en silencio, aguantaría la rama, y la otra se traería el racimo para desgranarle uno por uno los maduros, hasta llenar la cesta que se amarraba con el cincho de la cintura.

La mitad del tiempo se perdía espantando la plaga y apartando con cuidado las ramas, no fuera a ser que al moverlas se viniera una culebra y hasta ahí llegaba el cuento. Tiembla el Sol tiembla la Luna/ del Cristo la mejor parte/ la serpiente que se aparte/ porque el Señor está conmigo. Amén. Había que rezarla treinta y tres veces. Una por cada año de la  edad de Nuestro Señor. Por eso murió el Jacinto. Supe la historia porque la repitieron muchas veces en la bodega, en la cosecha, en los caminos y en el velorio. De nada le valió el chimó y el ajo.  El diablo lo tentó para que olvidara la oración, y el mismo diablo lo picó por no rezarla. Dicen que se fue hinchando. Después se puso morado y luego negro. Por eso se sabe que lo mató el maligno.

Primero se esperaba el San Isidro a mitad de mayo para arrancar con los aguaceros. Después el San Juan de junio que bendecía la tierra para que los negros, cuando eran esclavos, no se mataran trabajando tanto. Unos días más adelante el San Pedro, que repicaba las cotizas para que no hiciera mucho verano y salieran las flores con su olor a noche serena.

Pasado el mes de las vírgenes, venía el aguacero de San Francisco, y de ahí a esperar, hasta que pasara el día de los muertos, cuando se empezaban a llenar los canastos para completar muchas fanegas en víspera de las navidades.

Se dice que es más viejo que el hombre, y que llegó de lejos, de la tierra de los árabes que vivían en las montañas donde el sol no brilla nunca y los vientos arrastran las semillas de flor en flor sin parar ni un día. Así lo comenta el dueño de la hacienda con los que preguntan y muestran interés en saber las cosas. También dicen que un puño de granos tenía el precio de un saco de los que cargaba Catalino.

Tanto pagar nada más que para tomar unos buches, cuando arreciaba el cansancio, o para darse un gusto, como le pasa al que tiene, que no escatima gasto si le da un antojo.  Según Napoleón Narciso, que ha estudiado suficiente, los hombres se mataban por unos quintales, sin saber que aquí se perdía el café, porque los recogedores preferían buscar trabajo por el lado de las compañías, que llegaban al país a construir caminos.

Uno vaciaba los canastos en el almud por un real, y teníamos que esperar el tiempo que pasaba regado en el piso día y noche, hasta que por fin se secaba. Después volvíamos a saber de trabajo con la tostada y la molida, cuando los árboles empezaban a botar las últimas hojas y las lluvias se hacían cada vez más distantes, como si se secaran las nubes con las conchas del café.

Desde muchacho trabajé en las haciendas de todos los alrededores. En “La Florida”, subiendo de San Pedro, hasta perderse derecho en la ruta a La Laguneta; en Maturín, que trae las aguas río abajo; en Paracotos, subiendo la fila para encontrarse con Guareguare, en la que se perdía una cosecha y nadie se lamentaba, por lo buena que era esa tierra. También fui arriero. Sabía montarle la carga a las bestias y vestir al burro campanero, para que orientara al resto cuesta abajo, buscando la entrada del pueblo donde quedaba la oficina que compraba la mercancía.
 
Por esos días, el dueño de la hacienda les decía a unos músicos que se llegaran el sábado. A las mujeres de la cocina les daba instrucciones para que no faltara la comida y el aguardiente, ni se quedara por fuera ningún invitado. Ese día se adornaban los corredores con cadenas de un papel colorado, que se fijaba con pega de harina, y unos ramilletes de flores cerca de los bancos que les ponían a las bailadoras, para que aguantaran toda la noche sin cansarse.

Los hombres colaboraban lavando el patio donde antes estaban los granos, y regándole querosén para no levantar tanto polvo con el baile, y evitar que algún malintencionado echara picapica en el piso y se acabara la fiesta con palos y machetes.

No sé de donde sacaban tanta memoria los cantadores para ir refiriendo los sucesos que habían pasado en la hacienda, mientras se recogía el café o cuando había que desconcharlo. Como si fueran un radio, sacaban versos tras versos para que los otros se rieran de la vergüenza que le hubiera ocurrido a cualquiera de nosotros en la faena, y cargáramos con esa chapa hasta el año siguiente.

Eran fiestas de tres días con sus noches. Los arpistas y cantadores se turnaban. Bien sea que los bailadores le sacaban el nepe, o porque algunos invitados estaban llegando mientras otros se despedían, y la fiesta nunca terminaba.

Lo mejor era si había luna, pues entonces se arreciaban los bríos por su influencia, y más de una aceptaba hacer rancho aparte esa noche, en que los caminos se veía más claros, y se podía llegar a otros lados, dado el caso de una urgencia.
 
Por eso se lo digo: yo sé lo que es un grano al punto, como para nunca confundirme entre un café guayoyo y un cerrero; o entre un romano y uno americano. Esos muchachos solamente saben meter el café en una máquina y que ella lo haga, y lo sirven de cualquier modo, sin saber que están tratando con un producto más viejo que toda su familia de alante pa atrás.

A veces para calentarme el cuerpo tengo que caminar pueblo abajo y llano arriba, sin encontrar una mano experta en café, y me voy inconforme, porque se me olvida y les pido un café tostado, o un quemado, y con la boca abierta lo que me sirven es un agua oscura que provoca tirársela encima. Pero ¿qué podemos esperar de un mundo que ha perdido los sueños? 
Mejor me callo y sigo malicioso masticando mis recuerdos…Como quien va sin compañía.

Artículo publicado en "Calle de piedras" de César Gedler