A la gente de Los Teques, empezó a dolerle la ciudad.




 Ronald Peñaranda:
¿Has escrito 2 libros y un número importante de artículos sobre Los Teques.  Como resumirías la situación de esta ciudad actualmente?

César Gedler
La pérdida de la memoria histórico cultural de los pueblos, es un hecho tan grave como la pérdida de la memoria individual. Y cuando hablo de la memoria me refiero a algo mayor que lo puramente recordable, en el imaginario de la nostalgia. Nuestro inconsciente colectivo se mueve con la fuerza de las grandes hazañas vividas, de nuestros héroes civiles y militares, de los personajes reverenciados por nuestros ancestros, y sobre todo por ese intento permanente del alma de querer encontrar su lugar, en un mundo que desprecia lo humano del hombre, y reverencia el tener y el poder.  

Ronald Peñaranda
¿Que hacer entonces, cual es tu propuesta frente a esta ciudad sin memoria?

César Gedler
Hay que construir una teoría de la ciudad. ¿Qué somos? ¿Una ciudad, un pueblo, una aldea, una extensión de caracas? Hay que establecer un criterio unívoco a través de las diferentes disciplina que concuerdan en un saber sobre la ciudad, el nivel, la calidad de vida que padecemos en este torbellino que son nuestras calles, con la anarquía del tránsito automotor, los buhoneros, las paradas de busetas, el ruido, la contaminación. ¿Hasta dónde afecta nuestra salud mental, emocional y física, nuestro sentido del bienestar, y nuestro derecho a la belleza y el sosiego toda esta anarquía?

Ronald peñaranda:
¿Pero en concreto, que propuestas le harías tú al próximo Alcalde de la ciudad?
Debemos ponernos de acuerdo en qué se debe modificar y qué conservar de una ciudad que sobrepasó nuestra capacidad de respuesta. Si el sujeto es el ser humano, entonces pensemos en una ciudad para seres humanos, con aceras amplias, parques, plazas, cines, teatros, cafetines, iluminación, planificación reflexiva del tráfico, automatización por Internet de las oficinas de servicio, sanción verdadera para los infractores del patrimonio ecológico, arquitectónico y del tránsito, construir bulevares que sirvan de caminarías, crear un bulevar gastronómico, insertar en el curriculum escolar la ciudad como materia de comprensión y estudio. Cosas como estas forman parte de la teoría de la ciudad.

Ronald Peñaranda:
¿Para concluir, cual crees tu que es el sentimiento más frecuente del ciudadano por esta ciudad?

César Gedler.
Pesar, mucho pesar, por el estado de deterioro, de inseguridad, y de servicios ineficientes. Basta con ver el rostro de las personas que esperan su turno en las paradas, en las colas interminables para comprar menudencias, o en la agresividad del comportamiento cotidiano. Pero hay signos de cambio, de transformaciones pensadas. Lo mejor es que detrás de esa insatisfacción, cursa igualmente un profundo anhelo de redención. A la gente de Los Teques, empezó a dolerle la ciudad.  

Obras completa Abel Sánchez P.



 Existencia y vida.

Tengo en mis manos el primer tomo de la Biblioteca Abel Sánchez Peláez, Tomo I, intitulado Existencia y vida. Un texto de 420 páginas, publicado por la editorial Monte Ávila en formato 16. Lo primero es un reconocimiento a la calidad de impresión, con un punto de letra generoso, buen papel, y una corrección impecable.  El texto en referencia incluye el contenido de tres de sus libros, La gente y la mente, El comportamiento social del venezolano, y su obra individual más reciente, Existencia y vida, que sirvió de título a este primer tomo, por la unidad temática de cada uno.

El maestro y amigo Abel Sánchez Peláez tiene hoy 92 años, que es como decir una quinta parte de la historia escrita de Venezuela. Nació el día de la Asunción, un 15 de agosto de 1921. Vivió y conoció de cerca el mundo decimonónico del gomecismo, los breves períodos de transición hacia la democracia con López Contreras, Medina y Gallegos, y participó en la resistencia contra la dictadura de Pérez Jiménez. Su más intensa labor intelectual la desarrolló en la segunda mitad del siglo XX, y desde la entrada del nuevo milenio se ha mantenido activo, recopilando sus trabajos y meditando su obra relacionada con el comportamiento psicológico y social del hombre contemporáneo, pero sobre todo del el hombre venezolano, por la manifiesta fidelidad del Dr. Sánchez hacia esta tierra.  

Con apenas unos meses de nacido, fue llevado al pueblo de Altagracia de Orituco, donde vivía la familia materna, para que la suerte dispusiera de su vida, ya que los médicos no le veían posibilidad de sobrevivencia, por una gastroenteritis que lo estaba consumiendo. Pero al contrario de morir, como se esperaba, sobrevivió y consiguió la curación después que una mujer recién dada a luz lo amamantó hasta alcanzar el restablecimiento total. Quizás por eso su padre, un iniciado en la masonería y la teosofía, le presagió una existencia larga y fecunda, y no se equivocó.  

Entre la infancia y adolescencia, estudió con su hermano Juan en el colegio San Pablo, de Roberto y Raimundo Martínez Centeno, de quienes nuestro amigo guarda un entrañable recuerdo: “El colegio San Pablo -nos comenta Sánchez Peláez conmovido- era el mejor y más venezolano colegio de Venezuela. También, en amplio sentido, el más bolivariano, lo cual equivale a decir, y así lo comprendo ahora, el más hispanoamericano de los colegios de Iberoamérica, y como lo percibí años más tarde, el más unamuniano y quijotesco de la docencia de la América de habla española”  

No hace falta decir más, para formarse una idea del clima pedagógico de aquel colegio, por el respeto y admiración que inspiraban los hermanos Martínez Centeno y por el ambiente de las instalaciones, que estimulaban el deporte, la lectura, la libre discusión, y el reconocimiento del esfuerzo, en la conformación del carácter y de un ideal de vida que busca siempre la excelencia para el servicio, el  equilibrio y la sobriedad en el reconocimiento del propio valor, y el acercamiento espontáneos hacia los símbolos eternos, sin extraer ventajas adicionales por su disposición hacia esos dominios.

La graduación como bachilleres de los Sánchez coincidió con el inicio de la Segunda Guerra. Por esa razón no se fueron a estudiar a Francia, como ellos querían, sino a Chile, que para el momento ofrecía la mejor alternativa educativa. En el mes de agosto, con apenas 18 años y su hermano 17,  abordaron el Augustus, un trasatlántico que venía de Europa con destino al país austral, y en el que viajaba con aire solitario Neptalí Reyes Basoalto, mejor conocido como Pablo Neruda, con quien mantuvieron conversaciones imborrables aquellos jóvenes precoces, cuando el poeta los invitaba a su mesa para almorzar juntos, y disfrutar la conversación inteligente hasta la media tarde.

En los siguientes veinte años después de regresar de Chile con el título de médico, y  sin abandonar  su práctica  clínica y docente, asistió a 56 congresos -la mayoría en otros países- con ponencias sobre temas de interés sociológico y psiquiátrico, relacionados con la criminología, la infancia abandonada, el alcoholismo, el juego compulsivo y las drogas, por nombrar algunos de los problema, que se presentaban con igual incidencia desde México hasta Argentina, y que le valieron un nombre en la comunidad psiquiátrica internacional.

Vale la pena repasar cada escrito suyo por su fuerza literaria, la sutileza en la descripción fenomenológica, la actualidad bibliográfica, y sobre todo por las propuestas de solución frente a una trama tan equívoca e inagotable, como lo es el trasfondo de la conducta humana. Más que artículos de opinión, que se publican diariamente en abundancia, son breves tratados sobre los laberintos de la mente y el alma, que aun hoy, después de muchos años de publicados, se nos muestran con la misma contundencia e impacto que provocaron en su momento.

La escritura de Abel Sánchez Peláez es sobria, austera, apegada a las normas gramaticales, con frecuentes neologismos, pero con un fondo de ironía, de humor latino, que la hace placentera, amena, personal y abierta siempre a más interrogantes. Sin esfuerzo, notamos que el autor sacrifica muchos contenidos apenas mencionado, por la exigencia periodística de resumir todo en apenas dos o tres cuartillas. Más adelante, en otros artículos retoma algunos aspectos de lo esbozado y continúa el diálogo con el lector, hasta lograr pedagógicamente su propósito. Un artículo sobre El asma en el niño, por ejemplo, lo remite de forma obligada a la figura materna, la angustia primordial, la fase oral del desarrollo, la seguridad básica, la lucha por la vida, y quién sabe por cuantos otros contenidos que se relacionan uno a otro como las caras de un crisol.

Cada jueves, cuando abríamos el cuerpo C de El Nacional,  nos topábamos con las Cartas de Chester Corolanda, que nos sorprendían con un nuevo tema lleno de ocurrencias, acertijos y mucha cadencia sobre la venezolanidad, el comportamiento de algunos sectores sociales que convertían en moda y precepto sus cursilerías, sus prejuicios clasistas, su indiscriminada fascinación por la riqueza y los personajes del día, pero detrás de toda esa parodia de Chester quien se mostraba era el psiquiatra, el hombre que cada día veía llorar en la penumbra de su consultorio, a los mismos que llenaban las páginas sociales, o a los que declaraban arrogantes en las entrevistas de radio o televisión, lo que este país necesitaba, para que se asentara sobre el carril.

Hubo un tiempo en que la psiquiatría y muchos psiquiatras después de Freud, como Jung, Viktor Frankl, James Hillman, o Erich Fromm, se convirtieron en referencia permanente cuando se buscó un substrato filosófico en la comprensión del espíritu, amenazado por la interpretación cientificísta. En ese tiempo en que se hacía urgente una labor que acreditara el valor indiscutible del humanismo en la Cultura Occidental, un prontuario reivindicativo del misterio del inconsciente humano a través de la belleza que el arte, la literatura, la filosofía y la tradición de los pueblos, han tenido siempre, y sin definiciones, de lo que verdaderamente es el hombre, en toda su grandeza y miseria. 

En esa línea se ha movido siempre nuestro amigo psiquiatra. En cada párrafo de su escritura se enuncia el ensayista, el hombre culto que se apoya en lo mitológico, en dramas y tragedias convertidos en arquetipos por antiguas culturas, para ilustrar y redondear la idea, para elevar la reflexión a una dimensión que aspira lo trascendente, lo permanente de la trama, en cada etapa histórica y en la suya en particular. Abel Sánchez Peláez conoce su oficio, y para mejorarlo, responde a la necesidad de formarse, indagar, pensar y repensar, hasta que algo dentro de sí mismo se ve satisfecho. Sólo entonces escribe, porque está advertido del significado de su producción intelectual, y también como un acto de generosidad, al saber para quién escribe.

Por eso nuestro autor se demora intencionalmente en áreas que se aproximan a la ética, como la responsabilidad, la libertad, la autenticidad. Su postura existencialista nos advierte que el sujeto debe escoger constantemente, y al ser la elección su destino inevitable, la labor terapéutica se aproxima a la del pedagogo, que acompaña al paciente a reconciliarse con su libertad, con su ser pleno, a trascender su falso proyecto de ser, la indeterminación de sí mismo, asumiendo con todo el coraje posible, las consecuencias de culpa y angustia siempre gravitantes alrededor de lo que se toma y lo que se deja, pero aceptando en un kairos liberador, que  la existencia no es otra cosa. 

Frente a la postura que indaga en el pasado vivencial del sujeto para encontrarse con una causa primera de la enfermedad, y ante la tesis opuesta, que aspira descubrir el proyecto final, el para qué insospechado del paciente que sufre y reclama una solución, la orientación existencialista, fenomenológica, asume estas dos instancias temporales, el pasado y el futuro, como un devenir, y al individuo como un mismo ser que se desenvuelve constantemente entre el peso de su historia vivida, y el sueño de un mundo por vivir. Nadie existe solamente a instancias de su pasado, añorando o escapando a sus fantasmas, ni tampoco en el anhelo o temor de lo que nos espera. El hombre, para la visión existencialista, es un ser siendo, o como lo quería Machado, haciendo camino al andar.

Pero lo más delicado de esta postura, es que el sanador debe ser un ejemplo supremo de existencia auténtica. La verdad y el resultado de su quehacer en el consultorio, dependen en gran medida, del grado de libertad, compromiso, autenticidad y vocación alcanzado por el terapeuta. Quizás por aquello que sentenciaba Paracelso en el Libro de Hospital (1529) “El principio supremo en el arte de curar, es el amor”. Si el paciente siente y percibe que realmente está acompañado, si siente que es visto como un ser humano que entre otras cosas, padece una afección dolorosa de su afectividad, entonces opera la transferencia, el mitsein, ese mágico encuentro entre dos existencias, entre dos almas que se miran sin el quebranto de sus propias limitaciones, hasta alcanzar la redención, la sincera comprensión de que todo sufrimiento es sagrado, como lo repitiera Dostoievsky, y que su fundamento es la elevación de la conciencia, por encima de todo maltrato.  

Son 92 años de vida y 65 en el ejercicio de la psiquiatría. Dos elementos bien vividos, como para demorarnos gratamente en la lectura de este primer tomo de sus Obras Completas, que nos muestra sabiduría, humanismo, calidad personal y una sabia sencillez en su estilo.  No me resta sino agradecer al doctor Sánchez por permitir que fuera yo el curador de su obra, y al otro amigo, Carlos Noguera, por publicarlas.                                                                        


César Gedler