Los santos inocentes

Los santos inocentes

Por jugarse irresponsablemente el día de los inocentes, a un hombre le dijeron que su mujer se había ido con otro, y del tiro le dio un infarto que lo mató sin darle tiempo a nada.
Es extraño que en muchas regiones del mundo ese día se tome para hacer chanza, siendo que se conmemora uno de los episodios más crueles de los que cuenta el Nuevo Testamento. Es posible que en el inconsciente colectivo la vivencia lúcida de esa imagen sea reprimida, o no se considere cierta, para desmontarla y convertirla en un chiste, como si se tratara de un hecho risible.
Según la historia contada tradicionalmente, el profeta Miqueas había predicho que al aparecer una nueva estrella sobre Israel, nacería un Rey que reinaría sobre todas las naciones. Y la estrella apareció seguida de tres sabios que preguntaban por el lugar donde estaba el futuro Mesías, para ellos conocerlo y brindarle ofrendas como se les hacía en Oriente a las divinidades, con incienso, mirra y oro.
Herodes el Grande, que gobernaba en Judea, Idumea, Galilea y Samaria, recibió a los visitantes y los atendió con los honores que se le concedían a los principales de otras regiones y les pidió que al conseguir al Niño, le informaran también a él para adorarlo de igual forma. El anfitrión los despidió y en el camino un Ángel les avisó a través de un sueño que no revelaran la ubicación del Elegido, sino que regresaran por otro camino a su tierra de origen. Al enterarse Herodes que los curiosos visitantes se habían ido sin informarle lo que quería saber, mandó a sus soldados a que mataran a todo recién nacido menor de dos años, para no temer que algún futuro rival lo destronara, como antes también había asesinado a una de sus mujeres y a dos de sus hijos, por temor a la competencia de su gobierno.
Más allá de la veracidad histórica de la muerte de aquellos inocentes menores de dos años nacidos en Belén, una aldea de Palestina que no sobrepasaba los 800 habitantes en ese momento, este hecho se inscribe en un mito de naturaleza más trascendente, la lucha entre el Bien y el mal, representados por los que ostentan el poder de manera inadecuada, y los que la vida anuncia como verdaderos redentores de justicia.
Es importante indicar que la condición de inocencia no sólo está referida a los niños, o personas de una cierta pureza. Este término se aplica igualmente a los que se inician en el camino esotérico, o de desarrollo interior, antes de alcanzar la maestría. Por eso algunos relatos ligados a las religiones, ilustran la vida de los avatares insistiendo en el mismo hecho, como ocurrió con Abel, el primer inocente asesinado por cuestiones de poder. Según el Génesis, los regalos que le ofrecía Abel eran gratos a su Señor, en cambio las ofrendas de Caín le resultaban indiferentes, por lo cual Caín, en un rapto de celos mató a su hermano. Con Krishna, encarnación de Vishnu, al igual que con Edipo Rey, asistimos a unas muertes por persecución política. Khamsa, tío de Krishna, intentó matarlo para evitar la profecía que anunciaba su muerte en manos de éste, o uno de sus hermanos, pero al no lograrlo mató a los menores de dos años que vivían en los alrededores, sin alcanzar a eludir su destino, pues en efecto, Krishna lo ejecutó más adelante.
En cuanto a Edipo, fue su padre Layo quien lo mandó a matar, pues conocía por el Oráculo de Delfos el fin de su reinado y su propia muerte por mano de su hijo Edipo, cuando éste creciera. Para evitar la profecía, entregó el niño a un campesino para que lo matara ese mismo día, pero el campesino no tuvo el valor de hacerlo y lo abandonó en el hueco de un árbol, para que las fieras se lo comieran, pero antes de caer la noche, otro campesino oyó los llantos del recién nacido y se lo llevó a su casa y lo crió, con lo cual se cumplió más adelante la amenaza anunciada por el oráculo.
En Moisés, el mito es menos personalizado, en el sentido de que no se orienta específicamente hacia una figura particular, como en el caso de Krishna o Jesús, sino a un grupo que representa los valores opuestos al régimen imperante. Sin embargo, responde al mismo principio según el cual, el temor del gobernante por ser sustituido en su trono, lo conduce a la persecución de los inocentes y al asesinato premeditado.
En términos históricos podemos hablar de la conmemoración del Día de los Inocentes, a partir de la Edad Media, desde el momento en que la Iglesia impuso esa fecha a finales de diciembre, para opacar la celebración de una fiesta pagana, el Día de los locos, que se acostumbraba en muchas ciudades de Europa, sobre todo el 28 de ese último mes, cuando era lícito burlarse de los otros y engañarlos de algún modo, para divertirse, llegando al extremo de acusar abiertamente a los altos personeros de la Iglesia y a las autoridades civiles de todas sus marramuncias, sin que nadie le pusiera coto a sus desmanes, por considerarse ese día como un derecho que tenían los siervos. En sentido explicativo sabemos que esa purga colectiva mantienen el equilibrio social.
En los estados andinos venezolanos y en algunos pueblos de Falcón y Lara se conserva esta celebración del Día de los locos, una tradición que ilustra los dos momentos del mito; el sagrado, correspondiente al recordatorio de la muerte de los inocentes en Belén de Judea, y el profano, que revive la costumbre medieval traída de España, semejante al carnaval que se instaura 40 días antes de la primera Luna llena de cada primavera, coincidente con el Viernes Santo.
Lo que si puede decirse de todo esto, es que los niños inocentes siguen muriendo, sobre todo los que presagian un nuevo destino a la humanidad. Pero la suya es una muerte del alma, una muerte de la esperanza, del bienestar al que tienen derecho por ser miembros de un planeta que amenaza colapsar si no modificamos nuestra actitud ante él. Lo más doloroso es que si persiste la actitud irresponsable en lo ecológico como en lo armamentístico, en lo creativo como en lo estético y lo moral, no existirá una generación venidera que recuerde a estos desvalidos. O en el mejor de los casos, esa generación sobrevivirá, pero será neutra, sin ninguna noción del significado y la evolución del corazón y la conciencia humana.

César Gedler
Wwwcesargedler.com

El Hijo del Hombre

El Hijo del Hombre
Flavio Josefo, el historiador judeoromano del tiempo de los apóstoles, narra en su crónica uno de los testimonios no cristiano que tenemos sobre la realidad histórica de Jesús el Nazarita: “Por aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, [si es lícito llamarlo hombre], porque realizó grandes milagros y fue maestro de aquellos hombres que aceptan con placer la verdad. Atrajo a muchos judíos y a muchos gentiles. [Era el Cristo.] Delatado por los principales de los judíos, Pilatos lo condenó a la crucifixión. Aquellos que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo, [porque se les apareció al tercer día resucitado; los profetas habían anunciado éste y mil otros hechos maravillosos acerca de él.] Desde entonces hasta la actualidad existe la agrupación de los cristianos”. (Antigüedades judías18:3:3)
La tradición aceptada por nosotros los occidentales se ajusta en gran medida al relato oficial que ofrecen los cuatro evangelios canónicos, los hechos de los apóstoles, y el libro de la Revelación, o Apocalipsis, sobre Jesús el Cristo. Las fuentes cristianas no canónicas, o evangelios apócrifos, se emparentan más con la visión esotérica, según la cual nuestra tarea en el planeta consiste en encontrar la realidad crística dentro de cada uno, a través de una permanente transformación interior hasta alcanzar el acceso a otras dimensiones en las que opera la realidad del amor y el perdón, que postula el Cristo como doctrina. De acuerdo a esta visión, Jesús de Nazarea nació en Belén de una mujer virgen, y vivió con ella y José el carpintero hasta los doce años. A esta edad fue llevado a la escuela de los Esenios, en las cuevas de Isaías, donde también vivió María en su vejez, para ser iniciado en la misión más trascendente que haya tenido cualquier hombre, la de recuperar la divinidad perdida, un evento que marcó la separación de dos eras, la de aries y la de piscis, o si se quiere, la del reino del Padre y el reino del Hijo, unos dos mil años atrás.
Las Fuentes Paganas (Suetonio, Tácito y Plinio Segundo) también nos ofrecen algunos testimonios de la realidad histórica de Jesús, al hablar de los primeros cristianos. Como lo advierte Tacchi Ventura, “eran tantas y tan diversas las religiones que se practicaban dentro del Imperio, que no maravilla fuesen poquísimos los paganos que hicieron méritos de la naciente religión cristiana”
Mientras los griegos consideraban la historia como la repetición de ciclos interminables en su estructura, igual que pasa con el día y la noche, o las estaciones, los hebreos tenían de la historia una concepción lineal, orientada hacia un fin predeterminado que culmina en la redención del hombre en Dios, como ocurría en los tiempos primordiales antes de la Caída, o pecado original, que alejó al hombre de su naturaleza superior. Esta visión nos permite comprender el itinerario del pueblo judío expuesto en el antiguo testamento, como la travesía obligada que debía recorrer las antiguas tribus de Israel, hasta la llegada del Mesías, que una parte de los Judíos vio concretada en el Jesús nacido en Belén, una humilde aldea de Palestina, sin otra compañía que la de algunos pastores con sus rebaños, y una estrella luminosa que se detuvo sobre el cielo de aquel pueblo, en una noche de invierno a finales de diciembre.
Cuando aparece en los campos de Galilea a predicar sus enseñanzas, ya es un hombre de poder, con el más alto grado de iniciación solar, y con un sentido completamente definido de su misión en la Tierra. Fue en esos días que se dirigió al Jordán, donde su primo Juan, el Bautista esenio, anunciaba la llegada del avatar que abriría las puertas del reino. Al cumplir con la ceremonia del agua, una luz y una voz se hicieron sentir desde lo alto, llamándolo su hijo bien amado, el que sería nombrado por generaciones, y a partir de ese momento ya no fue más el Jesús humano, para convertirse en el Cristo encarnado. Juan comprendió que su muerte ya era inminente en las manos de Herodes, quien instigado por su hijastra Salomé, por el rechazo pleno que le manifestaba el Bautista, pidió su cabeza en bandeja de plata, sin que el Tetrarca pudiera negarse.
Es la época que Oscar Wilde considera fue la de mayor plenitud del Cristo, al verlo como el supremo romántico, el primero en alcanzar la individualidad en su mayor lirismo, al comparar la vida y el alma del hombre libre con los lirios del campo que ni el rey Salomón con todo su poder podía imitar en belleza; y con las aves que se entregan a su canto sin pensar en qué van a comer mañana, o donde van a dormir. Un ser que manifestó siempre una exclusiva simpatía por los que él llamó la sal de la tierra, aquellos que conocían la tristeza, y sabían de dolores. A ellos les prometió en la intemperie de una colina, que verían a Dios por su disposición sencilla; que por su mansedumbre heredarían la tierra, y por su pobreza de espíritu serían colmados cuando se abrieran las puertas de la eternidad, pero igualmente maldijo a los que depositan más su confianza en el dinero que en poder del Espíritu, y a los que buscan el dominio y la gloria ante los hombres, en vez de contribuir con la realización de la justicia.
Todo este ejemplo de grandeza tenía que molestar a los fariseos y saduceos, que buscaban aparecer como los guías del pueblo elegido, mientras negociaban con el imperio para conservar sus privilegios en una vida holgada, sin perder oportunidad para someter al predicador a través de las leyes y las costumbres del Templo, pero sin ninguna poesía ni inspiración superior para enfrentarse a un hombre que sólo se defendía con la verdad y la libertad. Dos atributos que se convierten en uno, al que el hijo del carpintero se refería siempre como su Padre, y de quien decía recibir toda potestad en la tierra y en el cielo.
Al iniciarse el tiempo estipulado de su predicación, se retiró por cuarenta días al desierto, para limpiar su cuerpo físico y el astral, a través de una ascesis que lo enfrentó con su mayor enemigo, el príncipe de este mundo, quien lo tentó de todas las formas con los bienes terrenales, para que desistiera de su propósito de cortar las ataduras que esclavizan al hombre en este plano, en favor de una providencia que solamente se alcanza si se asume la entrega total de sí mismo en las manos del Padre.
Reunió a sus discípulos y brindaron muchas veces en una cena con pan ácimo, nueces, dátiles y cordero, para decirles al final del encuentro que su cercanía física ya no sería posible por más tiempo, pero que él les enviaría un paráclito con el que encontrarían el consuelo, antes de pasar ellos también a la mansión de su Padre, donde había morada para cada uno.
Esa misma noche subió al Monte de los Olivos y de tal modo pidió fuerza y coraje, que sudó sangre de su rostro, porque debía enfrentar su última prueba contando solamente con su fe y su condición humana, para que tuviera validez su sacrificio y todo fuera consumado. Ya antes había animado a uno de sus discípulos a que cumpliera la profecía de entregarlo, para de esa manera, ofrendarse a sí mismo como holocausto de redención, y establecer un ejemplo de suprema comprensión y humildad, ante un mundo que define sus normas a través de la violencia; y que se reconociera en la historia venidera, que el camino de ascensión es el ágape, o amor desinteresado, desprendido, que no se alimenta de lo que recibe, sino de lo que da.
César Gedler
www.cesargedler.com

La otra Navidad

La otra Navidad

Tendría nueve años cuando papá me compró unos patines Unión, tan buenos en el rango de la calidad, como los Winchester, porque se podían aflojar en la base para maniobrar cuando se cogía una curva y de esa manera lucirse ante todos como un patinador que desafiaba el peligro y siempre salía victorioso. Era una cuestión de honor dar la vuelta en plena carrera y seguir la ruta de espalda, con el torso medianamente inclinado para tener una ligera visión lateral que permitiera el equilibrio, antes de adelantar una pierna y estirar la otra hacia atrás hasta levantarla del todo y rodar con un sólo pie. Nadie aplaudía, paro todos sentían un silencioso respeto por los que hacían esas, y otras maromas sobre las ruedas de rolineras que se engrasaban una sola vez al año, para rodarlas hasta que se desgastaban de tanta fricción.
La época de patinaje era una alargada navidad que comenzaba a finales de octubre y se prolongaba hasta entrado el mes de enero, junto a las gaitas, las parrandas de casa en casa y los estrenos. Desde la Sanidad hasta el puente Castro, cerraban el tránsito vehicular a partir de las 8 hasta la media noche, para permitir la concentración de una multitud de patinadores y transeúntes mucho mayor que las atraídas en los carnavales, en las procesiones de la Semana Santa, en los mítines de las elecciones, y las multitudes que celebraron en la calle la caída de las dictaduras.
Una cohetamentazón que descargaba el padre Torralba desde la puerta de la capilla del Carmen, anunciaba en la madrugada del 16 de diciembre la primera misa de aguinaldo que permitía extender las patinatas hasta los últimos cantos de gallo, cuando Mario Noriega abría el quiosco El Mono frente al puente Castro, con las arepitas dulces y el café cerrero que uno envenenaba con aguardiente claro, para espantar el frío que entraba y salía por todas partes, sin considerar que el mismo aguardientico le hacía recobrar su infancia a cualquiera para llegarse hasta Campo Alegre y arrasar con el pan y la leche que dejaban frente a las quintas los repartidores antes que el sol pusiera claro el día.
Todavía no se esperaba el Espíritu de la Navidad que ingresa al mundo en forma de corriente fluídica el 21 de diciembre, por efecto del solsticio de invierno, sino el natalicio del 24 a media noche, cuando los niños suspiraban llenos de ansiedad por los regalos que el mismo niño Jesús en persona les traería para que jugaran al día siguiente sin importarles la comida ni lo que pasara a su alrededor. No eran tiempos de pinos canadienses ni extensiones de luces titilantes alrededor de un muñeco de barba blanca que nadie entiende como se mete por las chimeneas con semejante barriga. Era más bien una época de generosidad que se expresaba en la construcción de enormes nacimientos que mostraban orgullosas en una sala de la casa, las familias mantuanas de Los Teques; de interminables fiestas que los gremios y sindicatos le ofrecían a sus afiliados y donde le repartían juguetes a los muchachos; de cestas navideñas que rifaban por todas partes en una sola opción de cada lotería; un intercambio de hallacas que terminaba por aburrirnos de tanto que se servía en las tres comidas, y la dulcería que las tías solteronas se esmeraban en preparar para lucirse de ese modo, ya que de otra forma les costaba más.
Pero no todo era un prado idílico, porque, sin que nadie lo decretara, en la mayoría de las casas a la gente le daba por poner el toca disco a todo volumen, con el último disco de Billo Frómeta, y uno terminaba odiando aquella música por la inclemencia de lo repetido. También desde ese tiempo se impuso la moda absurda de los triqui traqui y tumba ranchos desde que amanecía hasta que amanecía otra vez, sin considerar que nadie disfruta para nada ese ruido inútil, excepto quien lo hace para molestarle la paciencia a los demás. Menos mal que el alto costo de la vida les dificulta a los muchachos de esta época gastarse fortunas en ese invento chino, para ofrendarle un culto al ruido cuando llega navidad.
El 24 y el 31 de diciembre eran unos días inolvidables por la disposición que mostraba todo el mundo. Desde que anochecía se abrían las puertas de las casas para celebrar a todo trapo el nacimiento del niño dios, sin que a nadie se le ocurriera estar pendiente de los ladrones ni de los malandros hinchados por la droga que disparan sin ver a donde ni a quién. Excepto en los matrimonios, no había mejor oportunidad para lucir los estrenos, regalar botellas de champaña y whiskys de las mejores marcas, hornear un pernil entero, y tomar incansablemente sin que nadie lo censurara.
Al día siguiente todo era silencio y restos de fuegos artificiales hasta entrado el mediodía, cuando los más dispuestos, sin cambiarse la ropa de estreno, montaban el sancocho y renovaban para todos la sensación de plenitud, mientras Billo comenzaba otra vez a repetir “navidad que vuelve, tradición del año. Unos van alegres y otros van llorando”…

César Gedler
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El parque Los Coquitos

El parque Los Coquitos
Mi tío Tomás Lozada tenía una casa de campo colindante con la zona alta del parque Knoop, que para nosotros siempre fue el parque “Los Coquitos”, sin más. Muchas veces cuando pequeños los hermanos y primos nos íbamos a pasar la noche en medio de esa selva donde había leones y tigres del tamaño de un elefante, según nos contaba el tío como si verdad la casa de madera en que vivía quedara más allá de toda civilización.
En su alma de hombre sencillo aquellos cuentos no pasaban de una travesura que olvidaba al momento, pero en cada uno de los muchachos que oíamos el relato, la imaginación se agitaba hasta la mayor oscuridad, proporcional a nuestro desamparo de niños pueblerinos, que a lo más le habíamos tocado la cabeza a un perro, y la sola idea de enfrentar un león nos hacía insufrible las noches en una oscuridad llena de estrellas y grillos, asistidos solamente por la Coleman, que alumbraba el lugar por donde nos movíamos, seguidos de la sombra de cada uno, reflejada en las paredes de barro que nos amparaban de las fieras asesinas que asechaban escondidas detrás de los árboles que rodeaban la casa.
Desde que entrábamos al parque y remontábamos la cuesta que daba al claro donde se divisaba el rancho de barro y madera, teníamos que pisar al tanteo los caminos de hojas y ramas que desprendían un olor a eucalipto, confiados en la oración que mi tío nos hacía repetir para espantar o dormir las culebras y que no sintieran el peso ni el ruido que hacíamos mientras caminábamos agarrados de su mano. Menos mal que siempre fue efectivo el poder de aquella oración, porque nunca nos asustó ninguna serpiente, y hasta los tigres se alejaban o se dormían por el miedo que les producía San Marcos desde la cueva donde escribía acompañado con un león al lado. Para nosotros que teníamos paso corto, la travesía duraba mucho tiempo, y por eso llegábamos con los últimos rayos de sol, y un frío que soportábamos por el cansancio del trayecto.
No estoy seguro si el fogón de leña permanecía encendido con las brasas, o si él lo prendía para calentar unas hallaquitas rellenas con todo lo que encontraba, que mi abuela le ponía en la mano antes de salir, con un pedazo de papelón para el guarapo de la noche, y el resto para el amanecer. Por eso digo que mis primeros recuerdos del parque no son precisos, sino que se parecen a un sueño que se repite pero que nunca se aclara, y no sabemos si lo que nos llega de aquella memoria es la verdad, o si son pedazos de imaginación que uno le pone para no dejar las cosas incompletas.
Es diferente lo que me llega cuando una tarde de mucha lluvia en la que estábamos en el parque con mi papá, una señora dejó la cartera tirada, por el apuro de no mojarse, y a mi se me ocurrió agarrar su bolso para dárselo y que no la perdiera, sin avisarle a papá lo que estaba haciendo, pero no encontraba a la señora por más que la buscaba, y cuando vine a ver estaba emparamado como un náufrago, y sin saber dónde estaba mi familia ni la dueña de la cartera, y lo que gané fue un regaño y una calentura de varios días. De esa vez se me viene a la mente los caminos de piedra, los tubos que sujetaban el puente del tren, unos bancos de hierro para sentarse la gente, y una rockola que sonaba en la parte de abajo donde vendían comida, y no se si cerveza también.
Uno de los pasatiempos de la época en que estudiábamos quinto y sexto grado, era atravesar corriendo el puente del parque cuando sentíamos que el tren se acercaba. Desde que pasaba preorientación, comenzaba a sonar el pito inconfundible, que nosotros reconocíamos y nos permitía calcular el tiempo que le faltaba para alcanzarnos. Algunas veces nos fallaba el cálculo y teníamos que refugiábamos en una casilla en medio del puente y salvábamos la vida, pero ya conocíamos el truco, que consistía en no ver para abajo para no marearnos, y eso nos permitía aumentar la velocidad y llegar al otro extremo.
Mas claro veo todo cuando Sótero Hernández se metió a hippie y formó por un tiempo una comuna de paz y amor en el parque, antes de que la policía los sacara a planazos. Para ese entonces yo era un hombre de 16 años y podía observar las plantas de las más variadas especies, traídas de muchas partes del mundo y sembradas por manos amigas, para crecer libremente como si estuvieran en un bosque donde el sol y la lluvia se encargaban de cuidarlas. Igual se sentía el revoloteo de los pájaros que se movían y cantaban entre unos árboles inmensos con parásitas chorreantes que parecían unos duendes de trapo para espantar a los vampiros.
Después vino la época de intensas lecturas en sus bancos de madera. Era un ritual saludarnos entre los concurrentes mostrando la portada del libro que leíamos, sin más comentarios que esa seña convenida. El frío de las mañanas nos permitía abrigarnos con un saco raído que usábamos permanentemente, a la usanza de los bohemios parisinos, cuando todavía no habíamos sacrificado el placer de fumar, y la hora del café se convertía en una chimenea donde cada quien hablaba de su libro como el sumum de la literatura. Entre los autores obligados estaban Sartre, Herman Hesse, Papini, y algunos latinoamericanos de peso, como García Márquez, Borges y Carpentier.
La pasión de la lectura es más intensa en la adolescencia, cuando uno siente que va descubriendo el mundo, y admira con respeto y gravedad a los que hablan de los autores con erudición familiar, y conocen detalles que explican su postura de vida y algunas constantes en la obra de un escritor. Así me pasaba con un armenio del que solamente recuerdo su mirada de perro viejo. Era uno de los asiduos a la cofradía de lectores. Un personaje peculiar, un existencialista al que le importaba casi nada el dinero y mucho la cultura estética. Nos pedía libros prestados y nos ayudaba en la traducción del francés e inglés que dominaba con soltura, aparte del español, que lo entendía más que gramaticalmente. Un día dejamos de verlo. Como llegó se fue.
Cuando regresé de Mérida visité el parque esperando sentir el entusiasmo de aquellos días, pero lo que encontré fue dramático. Aguas putrefactas, bancos en ruina, el parque de los niños destrozado, y un silencio de muerte que contagiaba su tristeza sin fin. Por mucho tiempo no quise ni acercarme para no padecer la misma desolación que emanaba de aquel lugar. Tampoco el parque El Toro se había salvado. Lo habían convertido en un gimnasio y unas canchas de bolas que imposibilitaba el sosiego que se busca en esos lugares. Afortunadamente en San Pedro estaba el profesor Daniel Oliver con una casa mágica llena de buena música y literatura, donde nos encontrábamos algunos espíritus desarraigados.
Mi última visita al parque Los Coquitos fue en estos días. Sentí renovada mi alegría cuando supe que algunas personas de buena voluntad están luchando por su recuperación. Entonces recorrí sus caminos como en otros tiempos, y tuve el presagio de que muy pronto regresarían los duendes que lo poblaban cuando tenía dolientes.
César Gedler
www.cesargedler.com

Luis Enrique

Luis Enrique
Llegó con el aire de ausencia de los viajeros habituales a los que nada le es extraño en ningún lado del mundo. Había ido a cobrar una deuda que le tenían a Wilson en aquella tierra de verdes encendidos y música metálica. Era cosa de dos días, si se calcula con comodidad, para no devolverse en el mismo avión y regresar cansado sin motivo. La gente que lo estaba esperando se le acercó con sonrisa de bienvenida, y le brindó un saludo cordial chocándose los puños, lo que aumentó su agrado para aceptarles la hospitalidad que le ofrecieron en una casa de campo, en vez de quedarse solitario en una habitación de hotel, con olor a detergente.
En la hacienda se lo dijeron: “No le vamos a pagar nada a ese carajo. Más bien él es quien tendrá que pagar si quiere ver vivo otra vez a su amigo”. La angustia le recorrió el cuerpo con un aire húmedo y frío. Estaba perdido. Wilson nunca aflojaría un centavo por chantaje. Se sintió indefenso en esa tierra lejana, con gente extraña, otro idioma, otro paisaje sin disfrute, una brisa sin frescura, pero no dijo nada, esperando que todo fuera un mal entendido, un camino equivocado del que se podía regresar con la misma naturalidad con que llegó, la misma tarde encendida y la misma brisa suave, en un paisaje lleno de intensidad y plenitud. Pero nada se movía, todo seguía en la misma quietud dolorosa que precede a la desgracia, en la misma agonía de los naufragios nocturnos.
¿Que estaría pasando ahora en cualquier parte que no fuera esa habitación con forma de calabozo, con poco aire y mucha oscuridad? La noche y el día no eran para él, que apenas se había prestado para cobrar un dinero empaquetado y dispuesto en la maleta viajera. Tampoco el alimento que había visto en la mesa cuando llegó a la hacienda, ni las camas que las habría cómodas y amplias en cada cuarto. Una que otra vez sentía pisadas como si vinieran a saber de él, pero seguían indiferentes hacia otros destinos, sin que le importara a nadie su sed y su aturdimiento en aquella cueva de sombras y durezas.
En la mañana lo levantaron temprano y le señalaron el piso manchado, las botellas tiradas por todas partes, restos de comida en la cocina y en la mesa, y le gritaron algo un dialecto que no entendió. Cuando se acercó a tomar un poco de agua sintió un golpe ácido que le quemó la espalda y cuando por instinto buscó defenderse, sintió otro latigazo en la cara que lo mandó al suelo sin sentido. A patadas y empujones lo obligaron a pararse y le pusieron en la mano un palo de coletear que lo ayudó a comprender el propósito de aquellos bichos antes que pudiera verles la cara.
Desde niño sabía poner los ojos como un cordero cuando quería pedir algo, y esa vez le dio resultado, porque después de varias horas, mientras él limpiaba y los bichos seguían consumiendo y tomando para emborracharse otra vez, fue que le dieron algo de la comida sobrante el día anterior. Cuando buscaba explicarse, los bichos se miraban extrañados por aquel idioma salvaje que les sonaba ajeno, pervertido y difícil de comprender.
Era solamente una forma humana convertible en dinero que servía además para oficios de limpieza y algo de diversión. Sin alma, sentimientos ni quebrantos, para importarle a cualquiera, para ser mirado un instante de otro modo, para ser esperado o recordado con una sonrisa o tan siquiera con inquietud.
La puerta le cayó encima y lo sacó del sueño como un golpe seco. Unas voces en la oscuridad le ordenaban que se parara de inmediato. Tanteó en el piso buscando sus zapatos, pero un brazo de caletero lo sacó de un sólo impulso de aquella cueva como si se tratara de un pájaro muerto. La misma mano lo llevó a empellones hasta un camino que se hacía cada vez más inclinado y sofocante, hasta llegar a un camión donde fue arrojado como un saco de arena.
Se entregó resignado a una muerte triste y lejana en una madrugada sin estrellas, sobre aquella plataforma que se movía con sobresaltos por las piedras y baches del camino. Ya no importaba nada; ni el dolor, ni la sed inclemente, ni la esperanza de otros días. Era mejor salir pronto del maltrato y que sus restos quedaran dispersos en esas montañas de tierra oscura, como iban quedando sus sueños y sus angustias en una sensación de laxitud semejante al olvido.
El calor se elevaba inmisericorde con cada hora que pasaba y un resplandor de hambre y sed era todo el paisaje que alcanzaba a ver después de un sueño ahogado por el laberinto de la confusión. Ya casi despertaba cuando sintió un frescor de vida que le caía en el rostro como un bálsamo de luz. Una mano amiga que le rociaba el agua, y una sonrisa de paz, fue lo primero que vio al retornar a la vida.
Poco a poco fue comprendiendo lo que decían todos a la vez entre risas y muecas. Esta era otra gente, otro corazón, otra esperanza. Lo habían rescatado. Sus captores estaban muertos. Apenas pudieron disparar sin saber a quien. Los que no murieron por las balas, quedaron regados en pedazos por los machetazos, en medio de una embriaguez que se convirtió en el canto de la muerte.
Durmió completo todo el día en una cama de sábanas limpias, con agua fresca en la mesa de noche, un ventilador con ruido de barco, una vela encendida que alumbraba a un santo sobre la ventana, y un radio encendido en el otro extremo de la casa que se hacía oír de manera intermitente, para que los sueños se llevaran la inquietud, mientras vaciaban los recipientes del miedo.
En la mesa fue servido como un potentado, y hasta una mulata con mirada de yegua le trajeron para su contento. Todo quedó explicado para él cuando comprendió que lo confundían con un capo de primera línea; y era cierto, porque allá en su tierra alguien pagó sin escatimar por su rescate, y eso sólo se hace por un grande.
Al día siguiente pidió que le trajeran ropa y agua de colonia, cigarrillos ingleses, whisky escocés de viejas cosechas, y comenzó a modular la voz con gravedad y lentitud estudiada mientras le explicaba a los presentes quién era él, por lo valiosos conocimientos de la ruta de contrabando, los sitios de canje del oro y la esmeralda, y sus contactos en las compra de arma, para los países en guerra. Hablaba de literatura, de música universal, de marcas de tabaco, y de todas las cosas que aquellos amigos querían saber de su propia palabra.
Con los días llegó el pasaje de retorno, y su agradecimiento con aquella gente lo hizo llorar de emoción por lo mucho que había vivido, pero su regreso era inevitable, y se extendió dando promesa de un pronto retorno como visitante, cuando la policía allanó la casa y los hicieron preso amarrados con cadenas y apuntados con fusiles y pistolas.
Fueron demasiadas las cosas que se atropellaron sobre él en los años que siguieron después de su conducción a la cárcel. Entre mirar las estrellas y repetir los mismos consejos de cuando se sentía un capo, los días tomaban la forma de un viaje largo a un país extraño donde debía cobrar una deuda que nunca le pagaron.
César Gedler
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Una existencia vivida

Una existencia vivida
A finales de noviembre de 1939, Abel Sánchez Peláez y su hermano Juan se embarcaban en el Augustus, un barco trasatlántico procedente de Europa con destino a Chile. En un principio los hermanos Sánchez querían ir a Francia, a estudiar una carrera universitaria y hacerse de esa formación que desentraña en el hombre la universalidad, por el contacto vivo con formas civilizatorias que marcan el ritmo en la historia precursora, pero en aquel continente había comenzado la guerra, y cada vez mostraba mayores visos de extenderse, hasta hacerse mundial.
En el Augustus viajaba un personaje solitario y pensativo, que pasaba horas en el costado de estribor como si hablara con el mar. Ese personaje era Neptalí Reyes, mejor conocido como Pablo Neruda, quien venía de ejercer el Consulado Especial en Francia, para ayudar a los españoles exiliados en ese país, consiguiéndoles salvoconducto a Chile. De las 50.000 personas que escaparon de la persecución franquista por las rutas de los Alpes, Neruda logró salvar por su gestión diplomática a 2.500, que llegaron finalmente el 3 de septiembre del 39 a Valparaíso.
Ya instalados, Abel comenzó estudios de medicina, que alternó con una intensa formación literaria y filosófica, producto de su pasión por las lecturas y la indagación del alma humana; y su hermano Juan se decidió por los estudios de derecho, que nunca terminó por su temperamento y su marcada identificación con la poesía, que lo llevaron más tarde a vivir una experiencia de bohemio en el más pleno sentido de su tiempo en Francia y New York, y a ser reconocido como uno de los grandes poetas latinoamericanos.
Muchos autores se consideraban de lectura obligada, para el momento en que llegaron los hermanos Sánchez a Chile: Stefan Zweig, Unamuno, Dostoievsky, Nietzsche, todos ellos ligados de algún modo al tema de la angustia, y el destronamiento de la razón como fundamento y guía de la conducta humana. En ese mismo año, un poco después de publicar El Malestar en la Cultura, había muerto Sigismund Schlomo Freud, quien postuló la existencia y funcionamiento de un dinamismo supra consciente, que llamó lo inconsciente, como elemento motivador de la conducta en el ser humano, y del que la consciencia ordinaria sospechaba muy poco.
En muchos sentidos, Chile representaba el país mas destacado de Suramérica para ese momento, en especial en lo cultural y económico, y ese fue el clima que encontraron los hermanos Sánchez por los amigos, las librerías, los cafetines, la visión liberal de la educación, el respeto por el arte y el libre pensamiento; justamente lo que se había perdido en España, al caer La República en manos de la dictadura.
Desde niños, los dos hermanos habían absorbido una sentida influencia humanística. Primero con su padre, un librero teosofista que hizo de sus hijos la razón de su vida, y luego con los hermanos Martínez Centeno, maestros del San Pablo, un colegio que merece el relato de su historia, por la calidad indiscutible que alcanzó en el área educativa.
“Creo, a esta larga distancia de aquella época, que componíamos una sociedad infantil vivaz, de empuje, de acendrado sentimiento de filialidad pedagógica, animada diariamente con la paidonomía y la psicagogía, con la increíble vocación de los Hnos. Martínez Centeno. Esta era la norma de los maestros todos, de los profesores, de los vigilantes, y el clima de elevado espíritu en que nos levantamos durante los bellos años del San Pablo”, nos comenta Abel Sánchez, cuando habla de su infancia en el colegio. Una infancia orientada por la cercanía paterna en lo que llamaríamos la formación para la vida, expresada en la sensación de seguridad básica, de validación individual, del cultivo físico, moral, intelectual y estético, que nunca vieron como algo separado, sino como una misma constitución integral.
Con una definida vocación por el estudio de la conducta humana, en el año 1946 se graduó de médico Abel Sánchez Peláez, y regresa al país con su hermano Juan, para comenzar en el primer curso de postgrado en Psiquiatría, que ofreció la Universidad Central de Venezuela, y en donde tendrá condiscípulos como José Luís Vethencour, y David Domínguez, que lo acompañaron en la comprensión del existencialismo y la fenomenología como corrientes filosóficas de orden humanística, para alcanzar una visión del hombre más allá del puro aspecto biologista y psicologista, en el que amenazaba caer el estudio de la psiquiatría.
Con su iniciación como docente universitario, en 1959 aparece su primer libro, La gente y la mente, que se aventura en la interpretación analítico-existencial de la enfermedad mental, expresada en muchos comportamientos y creencias de la vida cotidiana. A partir de esta obra van apareciendo otras publicaciones, pero lo que convierte su escritura en un autor referencial es la columna en El Nacional, cada semana, intitulada Cartas de Chester Corolanda, que se mantuvo por muchos años, sin importar que el autor estuviera dentro o fuera del país. Su tema era siempre -tratado desde la ironía como recurso- la venezolanidad, el ser del venezolano, su comportamiento social e individual en todos los órdenes: el juego, el matrimonio irresponsable, la búsqueda de fortuna fácil, la falta de interés intelectual, o la corrupción, por nombrar algunos de los tantos, que nos permitieron una visión más conceptualizada del venezolano contemporáneo.
A partir de los años 60 se residencia en París y sigue estudios de criminología, y psiquiatría forense, pero en su quehacer intelectual encontramos a Abel Sánchez Peláez en Congresos de su especialidad por todo el mundo, aportando las ideas y visiones que va recogiendo en sus libros, El Crimen inconsciente; Psiquiatría y delito; Hacia una psiquiatría existencial; El Hombre; y muchos otros textos que Monteavila Editores está reeditando actualmente.
Uno de los privilegios que le ha dado la vida es su cercana amistad con los hombres más notables de la intelectualidad venezolana. Picón Salas, Reyes Baena, Uslar Pietri, Rómulo Gallegos… mucho de ellos compañeros en la clandestinidad contra la dictadura de Pérez Jiménez.
Su libro más reciente, Existencia y vida, (Fondo Edit. Ipasme. 2007) -escrito a los 86 años- nos ofrece un panorama de temas vitales: la madre, el amor, el miedo, el regreso, la mujer; una remembranza de sus primeros años en el colegio San Pablo, una descripción lejana de su viaje a través del mundo, y tantos otros temas de impostergable interés, para quien desee una intensa y amena conversación con un hombre de muchos tiempos.
Por la calidad de sus argumentos, muchos jueces en los tribunales de Los Teques recuerdan los peritajes psiquiátricos de quien estaba destinado a ser un patriarca de la psiquiatría latinoamericana: Abel Sánchez Peláez.
César Gedler
www.cesargedler.com

Sobre Tren sin retorno

REFLEXION FILOSOFICA SOBRE LA CONDICION HUMANA O DICERTACION DE LA POLITICA DEL SUBDESARROLLO EN “TREN SIN RETORNO” DE CÉSAR GEDLER.
Por: Maribel Da Silva.

Leer, Tren sin Retorno (2008), del escritor mirandino, César Gedler, es dar un paseo por una historia hiper realista donde la condición humana, divina o diabólica, aporta mucho a la experiencia individual de estos tiempos. La historia se sitúa en la capital del estado Miranda, Los Teques, un lugar salpicado de anécdotas y poesía que nada tiene en común con la ciudad avasallada por edificios, carros, mercantilismo y basura, donde “ahora la raza de los mercaderes decide nuestro modo de vivir y sus gustos sustituyen la inspiración de aquellos días” (p. 25)
El libro está organizado en tres partes, 1. Tardes de lluvia; 2. El gallo en la veleta; y, 3. Silencio interior. La primera, se refiere al universo de la infancia del autor, repleto de seres amados y lugares. La segunda, habla de eventos y personajes diferentes que abonaron su referencia, de por vida. La tercera, enumera todo lo que ha convertido, su identidad. De la primera a la última sílaba, todo es verdad. Él mismo lo afirma,
“Hay tiempos que parecen espejismos... En Los Teques era digno vivir... pero también está la historia humana, que daría para denominar calles y esquinas con nombres propios... para reivindicar una tradición que ya casi está muerta, si no es que ya murió y no lo sabemos todavía, como aquel personaje de Juan Rulfo” “Unas palabras antes de comenzar” (p. 28)

Antes de reseñar los entramados que dan luz a todo el libro, hay que hablar de la aceleración de las transformaciones sociales (modernización) donde el petróleo tomó un puesto dominante en el proceso económico. Hecho que dejó muy atrás a la agricultura y los valores que en la tierra del espíritu, se cosechaban. El petróleo permitió absorber a los nuevos citadinos –que no ciudadanos- como empleados pagados pero improductivos. Sobre este aspecto, Gedler dice, “Una población adormecida por el consumo o por las ideologías mesiánicas no se pertenece, y su destino es la rebelión o la consumación” (p. 25)
Con los tiempos democráticos, se exasperan las contradicciones: hay una verdadera revolución, no la social igualitaria y libertaria, sino la de las ilusiones. Al tiempo que se revolucionan las ilusiones, se disparan las cifras. El partido AD fue la palanca de la modernización: salud, educación, vialidad, comunicaciones, aparato burocrático y, demás. Pero cincuenta y un años de democracia han puesto en claro la insuficiencia de la transformación sufrida por el país.
Nada de lo que cuenta, Tren sin retorno, es desconocido. Lo que le da maestría es que se puede leer sin sensación de fraude, de que sea más de lo mismo. Es “lo mismo” pero un lo mismo “diferente” que tiene un alma que coordina un mundo de almas que claman por su espacio. Almas que no están en paz por la corresponsabilidad de la debacle de Los Teques “que era la Suiza de Venezuela” (p. 56)
La gente de Los Teques no hizo nada por proteger su entorno debido al liberalismo económico que cohabito y cohabita con la democracia política. Trasunto de difícil convivencia porque el acceso de las masas a la política es una imposición del “populacho”. El mismo lugareño, comandado por políticos forasteros fue el que mató a Los Teques como ciudad para la vida. Esas masas vendieron este terruño por “unos cuantos denarios” como hizo Judas con el Maestro Jesús. Cúmulo de gentes vinieron de diferentes lugares para sembrarse como sociedad civil y desfigurar el rostro de Los Teques. No fue con palos y piedras como se perdió todo, sino con la energía de la destrucción, del desamor.
Cada edificio que se levantaba significaba la caída de una mansión, de una calle, de un paisaje, de un afecto. Como los vengadores implacables, fueron destruyendo todos los signos de la tradición y la memoria viva hasta llegar a lo que hoy es este pueblo, privado por completo de su dignidad, de su significado, que abriga a sus habitantes frente al desamparo espiritual, cuando se vive en un alrededor que parece enemigo. “Unas palabras...” (p. 21)

En Los Teques, los pobres y los ricos vivían en armonía. El respeto, natural, por las diferencias tendía una alfombra roja para el ciudadano. Cualquier familia pobre tenía el derecho de soñar que, tras el esfuerzo y trabajo, iban a profesionalizar a su prole para que no pasaran los apuros de ellos. Cuando se desató la codicia, se hizo al lado la moral, para pasar a engrosar las listas de un partido. Color que resultara vencedor, favorecía a sus acólitos y estos, falsos de sí, no miraron más, que la suma de un cheque de quince y último, sin olvidar, los rebusques. Como dice Mikel De Viana, “Los valores de la laboriosidad, racionalidad, productividad, no han encontrado suelo fecundo en nuestra cultura” (p.15) Para ser concejal, no se pedían estudios sino garganta y vistosidad “para pintar verdades”. Pronto, los liceos nocturnos se vieron abandonados por quienes, encontraron en el dinero fácil, la miel de sus ambiciones.
Como las masas llegaron para quedarse, es inútil que se pueda hacer política sin ellas. Ese ha sido el error de quienes, de tanto pensar estrategias para combatirlos, se les ha chamuscado la cabeza y no se dan cuenta de que la vida cotidiana, y sus dolores, podían tomar el paso sobre los proyectos de futuro. El peligro que corren esos proyectos fundados sobre el combate de la utopía, siempre acaban por adoptar sus modos y sus modas sobre todo la de apelar a las todavía nonatas generaciones futuras: en nombre de las cuales hay que sacrificar las generaciones presentes. Esto hace que se vuelva al circo de la espera, donde el hastío es el único que promete una muerte feliz y sin dolientes,
Siento una simpatía natural por todos esos personajes que conocen el lado oscuro de la vida sin caer en la amargura o la venganza, porque ellos no viven a expensas de la abundancia. Valoro en ellos su forma de agradecer, el modo cordial como celebran la entrada de una “fuercita” para el trago, el cigarrillo o un café mañanero. Por eso son dignos de recibir, por la manera como lo hacen siempre, con el mismo espíritu de soltura y libertad. “La india Rosa” (p. 86)

La obra está contada en primera persona. Derriba los obstáculos del tiempo para darse a la penosa –y feliz-tarea de trabajar los recuerdos. Recuerdos de no hace cuarenta años, del que no restan ni siquiera las cenizas. Debe ser por el castigo que afirma Avellaneda, “los pueblos que olvidan sus tradiciones, pierden la conciencia de su destino” (p.21).
El narrador se confiesa a sí mismo: su pensamiento es liberador. La reconstrucción de un tiempo y un espacio, la luz enfocada sobre sus propias motivaciones, el descubrimiento del ritornello vital en que está hundido al volver a “la Suiza de Venezuela” es una descarga y un viaje. Desplazamiento hacia una muda contienda donde dominan la luz del mundo del afecto y la pesadumbre del mundo que ya no esta, pero que da ánimos para bosquejar, a través de la ética personal, un país nuevo, nacido de las ruinas del círculo vicioso perpetuado por las estructuras. Esa actitud de ética personal es expresada con naturalidad y buena intención. La espontaneidad de Gedler se convierte en una espiral que atrae y pone a gravitar en perfecta armonía las almas de todos los seres humanos que quieren y aspiran presenciar y dejar un mundo mejor del que le tocó. Personas con esa particularidad, las halló Gedler, muchas veces. Una de esas personas, fue “El Australiano”,
Lo mejor en él era esa sonrisa abierta, sin ningún miedo ni preocupación... Siempre lo vi como un hombre desatado de todo convencionalismo... será que estoy hecho también de la misma materia y por eso les celebro su manera de rechazar un mundo que la mayoría cree exclusivo porque alcanzan a comprar más cosas y la gente los hace sentir contentos llamándolos doctor, pero a los que nunca se les descubre nada especial. (p. 124)

Hoy, la gente esta presa en sí misma. El mundo del consumismo la arrincona cada vez más. La voz interna los agobia y la colectiva los vuelve paranoicos pero siguen afincados en la transmisión del éxito económico, el prestigio e influencias sociales como valores supremos. Maximizar las ventajas materiales “tanto para mí, como para mi grupo primario de pertenencia”, es la consigna. No importa el colectivo. La insensibilidad es el plato de cada día. El miedo al descenso social genera una lealtad ciega, sin importar que tan cruel resulte. El resto de los mortales, clama contra la corrupción y no parece haber un sustrato ético, suficientemente consistente, para hacerle frente.
Antes había alta sociedad tequense y demás ciudadanos. Pero esa alta sociedad estaba conformada por profesionales que rendían sus servicios al pueblo como en el caso del doctor Gimón, “Si era necesario, se mantenía custodiando al enfermo días enteros, el tiempo que fuera necesario, sin otro propósito que ganarle la batalla a la enfermedad” (p. 49). Los que tenían vistosidad, en cierta manera, eran generosos con el prójimo. Había un código de honor intachable que los hacía más humanos y más nobles ante la vida. La palabra empeñada tenía tanto poder como el documento. La gente hallaba valor en hablar como la gente educada. “Tendré siempre un recuerdo particular del Liceo Miranda... por la calidad de los profesores que nos enseñaron. Ricardo Mendoza es uno de ellos” (p. 223)
César Gedler, apremiado por sus recuerdos y por la autovaloración de sus actos, crea un libro para la historia regional de gran valor como memoria del espacio que se tuvo y del que no queda nada sino la memoria lastimera de los que sufren.
El pensamiento recurrente, casi de acumulación geométrica sobre la reconstrucción de valores humanos y espirituales, es una exhortación a la ética personal, que se lee entre líneas; un tiempo y una fisonomía de región honrosa que funciona como bitácora. Hurga entre los rasgos humanos (positivos y negativos) y se vuelca en delgadas y certeras líneas, para diseñar un plan de rescate infalible.
Cuando le pregunté (a Doña Fidelina Yánez), sobre Los Teques de su infancia, me respondió “Cuando este pueblo era limpio” Después lloró y rió sacando trastos de su memoria, hasta que nos despedimos sumidos en un gran pesar, por la invocación de aquellos fantasmas que clamaban para no morir. “Unas palabras...” (p. 23).

El ciudadano que se interesa por los problemas colectivos, es “mal visto” porque para “resolver” están los organismos “competentes” a quienes en realidad no les interesa solucionar nada porque así mantiene subyugado al colectivo. Los casos se corrupción pasan campantes. Nadie los denuncia. El miedo paraliza. No hay confianza en los aparatos judiciales. Todas las instancias impiden las acciones de los honestos. La sociedad, exige moral para el sistema, cuando el sistema no tolera la moralidad. Inmerso en este mundo al revés, Gedler dejó plasmar en su libro, lo que su arcano dispuso. Intentó hacer un ensayo sobre el significado de la vida y resultó este material biográfico de interés subjetivo que dice tanto y abarca más, acerca del mundo del ser y las circunstancias.
Tren sin Retorno, es un título que lleva inmerso la noción de viaje. De acuerdo a los románticos, todo viaje supone limpieza y purificación, condimentado, en el caso que el libro ilustra, con ribetes del auto conocimiento. Es un viaje emprendido sobre rieles hacia los paisajes de un pasado, que sólo vive en el recuerdo. El desplazamiento, descubre el sí mismo del narrador como si se tratase de un catálogo razonado donde la ciudad, los personajes, los hechos y los contactos metafísicos, forman parte del agobiante y placentero tejido que es, la búsqueda de sí mismo.
Quien no se ha cuestionado así mismo, el que no ha combatido contra sus demonios, quien no ha padecido el vacío de la incertidumbre, tampoco está preparado para enfrentar los desafíos que le plantea a la conciencia, la reinterpretación del mundo y la construcción de una nueva luz. (p. 245).

Dotado de una escritura elocuente donde pululan los recursos líricos, César Gédler, parece un prestidigitador que abre y cierra las puertas de una historia cuyos episodios son presentados en una zona limítrofe donde la presencia de la ensoñación y la denuncia nunca terminan por hacer la trastada que algún lector podría temer. Gédler va junto al lector, en el mismo asiento del tren, desde donde elabora una versión de esta pequeña ciudad de Venezuela que no sólo se aleja de las postales turísticas sino que va más allá mostrando un itinerario de neblina y decencia que contrasta con la que trae puesta el compañero de viaje, que es indócil y tal vez indiferente, al verdadero sentido de la existencia. El choque es inminente pero de la dramática congoja nace la sonrisa de lo posible que es precisamente la que se debe tener en cuenta para trabajar juntos, el rescate de una vida, vivible.
Pienso por ejemplo en los que esperan una sentencia carcelaria que nunca llegará. En la impotencia de los que ven morir a sus seres próximos en hospitales miserables, o cualquier otra forma de vida en la que se quebranta no sólo la sensibilidad sino la dignidad más elemental que se merece todo hombre por el sólo hecho de ser hombre... De aquellos otros que preferirían su propia muerte a ver sufrir la de los seres que quieren... O una opción desesperada, como la que padecen muchos a quienes le ha sido arrebatado el fruto de todo su esfuerzo. “La búsqueda del sentido” (p. 216)

El autor cuenta el pasado rebotando simultáneamente en el presente sin dejar de mirar hacia adentro de los personajes, de sí mismo y del espacio que conforma el alma de Los Teques, como ciudad referente. Gédler pasa por encima de las murallas del tiempo para trabajar sobre los recuerdos. Las líneas de este libro funcionan como confesores del pensamiento liberador del autor. Tren sin retorno, viaja hacia un silencioso debate entre el perfecto respeto por la condición humana y la catástrofe afectiva por la condición humana disminuida a barbarie. La autovaloración de dos realidades que parten de los actos humanos, desvelan y torturan al mismo, tiempo que se mide la impotencia.
(Desde otras tierras) Con inmenso pesar recordaba mi pueblo... contemplando las estaciones ferroviarias de aquellos lugares con la misma arquitectura que ya conocía en Los Teques, antes de que las manos enemigas se encargaran de destruirla de manera implacable. (p. 179)

Los cuentos que constituyen, Tren sin Retorno, arrancan sonrisas de nostalgia y escepticismo por una tranquilidad y una decencia que parecen invento. También, hace emerger la crítica hacia el papel del hombre en la brevedad de la vida. Gédler conversa con registros folklóricos, cuadros de costumbres y fabulario regional. Convierte en cuento toda experiencia propia y ajena. Para él, lo real es verbalizable. Gédler, como narrador, es una instancia social del cuento colectivo que dibuja un tiempo y un espacio para generar conclusiones propias y salidas plausibles. El Yo cuenta mediante un nosotros que se intuye para hacer de la experiencia, una conversación. Gédler, habla con la voz de todos los que formaron parte de “la tribu El Llano–Miquilen” donde él vive, todavía. Tren sin Retorno, es un libro que plasma la memoria colectiva del pasado con reseñas de sitios, personas y acciones que respiraron la misma neblina.
Ese mundo fenecido y sólo recordado por las escasas fachadas que se resisten a desaparecer, se torna ameno y hasta picaresco como fábula de la sobrevivencia. Las historias de este libro, se leen con gusto por su variedad de color y con un no sé qué raro, por el nudo permanente en la garganta. La pintura completa impone un marco de relato cronicado y un sabor rural, ameno. Gédler, cuento a cuento, persuade al lector de que es el único depredador y responsable de la realidad que vive. Quien tuvo el poder de destruir también esta capacitado para reconstruir. Los Teques, murió como “tacita de oro”, desde hace tiempo. Lo sentencia, Gédler en un libro escrito, como si hablara. La voz de César Gédler se propone recuperar las voces de los comienzos, donde habitan los valores, la identidad y el alma. Cuenta con voz auténtica para conjurar lo que niega la vida, pues el collage de historias es el mapa de la existencia misma. Tren sin Retorno deja el buen sabor de saber que la sabiduría y la sensibilidad emergen de lo colectivo – educado con valores del alma- quien esboza el documento de la multiplicidad del existir y de la afirmación festiva frente a la muerte.
Es un libro que describe como el poder maniata y masacra la autenticidad de la vida. “El capitalismo llevado a su máxima potencia”. Ya el capitalismo como norte a seguir, no sirve porque sus maravillas se han podrido en los verdes de sus propias transformaciones. Tener es bueno, pero tener respetando las diferencias de los demás, es mejor, aún. El comerse los unos a los otros por el materialismo donde el dinero es el rey, teje sus redes de coacciones y jerarquías, de despojos y crueldades que el alma, ya está cansada de padecer. Tren sin Retorno, es una oralidad que se articula en la graphia y se trasmuta en la voz de César Gédler para dar testimonio de Los Teques como afirmación honorable y de alta valía ante el poder que tiene fauces y apetencias de mutilación. Por encima de los condicionamientos psicológicos, políticos y culturales, hay un espacio irrenunciable con el que, seres como César Gedler, hacen de su capa un sayo -llamada libertad personal- y hacen cosas tan preclaras como este libro.
Gedler sabe interpretar la ética entre nosotros. El tren hace un recorrido mental por TODO lo que se tuvo. El pasajero se apea en el TODO, con el alma. En esa travesía subjetiva, el ser humano reconoce lo entrañable, recupera la propia dignidad e interpreta, para encauzar su existencia en la producción espiritual y material que se necesita en estos tiempos. Establece contacto con los otros para que se constituya el poder social en un proyecto de pueblo de seres libres y respetados por sus diferencias que no necesitan de caudillos porque son comandados por la apacible posesión de sí mismos. Conscientes de que los derechos y los disfrutes reales, no son regalos de nadie sino conquistas de colectividades que, a sabiendas de su dignidad, están dispuestas a grandes sacrificios con tal de conquistar cuotas de vida más humanas. Las luchas y las defensas son virtudes que enfilan las concreciones de los sueños. Un día, la gente, desde su irrenunciable libertad, decidirá cambiar lo que está viviendo. Más allá del pesimismo, sigue estando en manos de la gente el darle sentido a lo que quieren vivir. César Gedler dice, “Los hombres estamos determinados por un destino, y los libros también. Ya algún día se sabrá para qué vino al mundo Tren sin Retorno” (p. 255)
Citados:
Gedler, C. (2008). TREN SIN RETORNO. Caracas, IPASME.
Viana, M. (1991, Junio 02). Ethos y Valores en el proceso histórico de Venezuela (II). Suplemento Cultural, Últimas Noticias. p. 15.

EL OCIO DEL GATO

El ocio del gato

Más de uno quisiera envejecer en este pueblo como se envejece en algunas ciudades con alma, donde se ejerce el ocio del gato -que los griegos destinaban a la filosofía- y el transeúnte puede sentarse a conversar sobre cualquier tema en algún cafetín, mientras la lluvia obliga a uno y otro café con aroma a picadura. Un bistrot con vidrieras para observar la calle mojada desde unas pequeñas mesas con manteles de cuadro rojos o verdes, a las que no llega el ruido de afuera, con pisos de mosaico, fotografías desgastadas y olvidadas en las paredes, música con poco volumen, sin mesoneros vigilantes obligándonos a consumir, algunos rostros inteligentes para sentirse acompañado, y sobre todo, buena comida y un cafesero de calibre, al que no se le tenga que explicar dos veces como quiere uno el marroncito.
No se trata solamente de un local con sillas de cuero, una buena barra, y una iluminación discreta que se aproxime al aire de bohemia que tuvo La Atarraya, el bar café de la plaza El Venezolano, donde frecuentaban Job Pim, Leoncio Martínez, o Rafael Guinand; el café El Automático, en la Bogotá de León de Greiff, el café Los Cuatro Gatos, en la Barcelona tradicional de Picasso, o El Gran Café en Sabana Grande, con intelectuales y artistas como Cabrujas y Pascual Navarro, y que buscaba el aire del Café de Flore, en el París existencialista de Sastre. Se trata también de una tradición que se teje entre la clientela y el dueño en defensa de la cultura y la libertad, y en donde muchos escritores y artistas han gestado sus mejores producciones.
El Café Bar es un concepto.
Las universidades, las estaciones de metro, ateneos y los museos de más prestigio en el mundo, tienen restaurantes y cafetines donde se vende cerveza y vino sin ninguna limitación. Son muchos los movimientos estéticos, literarios y filosóficos que han surgido en estos lugares. Por eso es un concepto, porque son grutas sagradas, templos paganos en los que un gran sector de la población encuentra sus afinidades, además de requerir una vocación por parte de quien lo administra, por lo regular un soñador al que le importe menos el dinero que la intensidad de una vida cercana a la creatividad; un consagrado de la misma naturaleza que los libreros apasionados, un oficiante que hace respetar El Local con la devoción silenciosa de un museo de antigüedades.
Esa tradición, expresada en un tipo de música, en un clima codificado de comunicación, y una sensibilidad universalista, se eleva como una defensa contra la gente sin nivel de ser, aquella para la que no existe la gramática, y confunden la belleza con la moda, porque el fin último de esos lugares encuentra su sentido en la preservación de la cercanía humana, en el debate de las ideas, y en la participación de la palabra creadora, donde no puede llegar la arrogancia del dinero, la impertinencia vulgar, ni la ostentación del poder, sino la estela del humanismo, es decir, el anhelo de redención interior y la búsqueda de la integración planetaria, que los hay suficiente.
Es posible que todavía haya tiempo de conformar esos lugares en un pueblo como Los Teques. Ya los hubo hasta final de los años 70, con los Cafés Metropol, el Lamas, el Café 13, o el Dallas, por nombrar algunos, donde se podía leer la prensa diaria en un silencio placentero, desayunar sin apuro, o merendar cómodamente después del cine.
Impulsado por el turismo, y por la necesidad de dignificar las ciudades para hacerlas más humanas, en muchas capitales de América latina está ocurriendo el resurgimiento y preservación de los bares clásicos, el café literario, o del Café Concert, donde un arte no institucional se hace sentir y respetar en la figura de dramaturgos, músicos o poetas. Hablo de los 48 café bares notables que fueron declarados patrimonio cultural en Buenos Aires. De la Zona Rosa en Quito; de La Candelaria, y los alrededores del parque Santander bogotanos, o el paseo El Prado, en la Paz, para ilustrar el respeto y la percepción que se tiene de estos sitios como emblema de encuentro urbano, de las grandes capitales.
Estamos sitiados
El habitante caraqueño y de otras poblaciones populosas ha ido perdiendo espacio. Ya no cuenta con las plazas ni los parques más allá del crepúsculo. Se refugia defensivamente en la salida de los Metros, en los centros comerciales o en los alrededores de las licorerías, para medio ampararse de la delincuencia. Pero esos no son los sitios que quisiera el habitante de las ciudades. Es verdad que no tenemos la tradición de otros países que hacen vida en los bulevares; y que exceptuando a algunas ciudades, en Venezuela la gente se reúne para hablar de negocios o de deportes, más que de arte o literatura, pero aun así, los cafés son patrimonio moderno, y su conservación un asunto obligado.
Un aspecto relevante en el combate contra la droga, la delincuencia y la alienación citadina, está asociado al embellecimiento del paisaje, a la eficiencia en los servicios, al disfrute en lugares de recreación, el despeje e iluminación de las calles, a la estrategia de seguridad, la participación colectiva en las fiestas y ritos populares, y otros elementos similares que disminuyen la agresividad, ofrecen un solaz que acentúa la productividad, preserva el equilibrio psicosomático y mejora la función creativa, entre otras actividades autorreguladoras que el ser humano busca en su entorno.
¿Será un sinsentido pensar que en Los Teques pudiéramos tener al menos un boulevard donde se disfrute del ocio al final de las tardes o un domingo cualquiera?
No es difícil imaginárselo en toda la Calle del Hambre, con las mismas palmeras que están creciendo en cada lado de la avenida, pero ensanchando las aceras, y una adecuada iluminación que atraiga al cliente, una policía turística que se mantenga de arriba abajo en bicicleta hasta entrada la noche. Al contar con el respaldo de empresas como Metroteques se pueden abrir caminerías arborizadas hacia la calle Ribas, que enlacen con la futura estación Guaicaipuro.
Todo es cuestión de buena voluntad -en el múltiple sentido de la palabra buena- por parte del gobierno, de los consejos comunales, y con el financiamiento de instituciones públicas y privadas, para darle un rostro nuevo a esta ciudad.
*Como posdata, me dirijo al amigo Alirio Mendoza, Alcalde de esta ciudad, para recordarle una vieja conversación sobre un terreno adyacente al puente Castro, que está baldío desde hace más de 60 años, afea terriblemente la zona, y sirve de madriguera a los malandros. En aquella ocasión estuvimos de acuerdo que dicho terreno es completamente adecuado para una edificación destinada a salud y seguridad, que tanta falta le hace a todo el sector. El Consejo Comunal Villa Teola del Guarataro, también lo ve de esa manera.
César Gedler
www.cesargedler.com

EL CRUCE

El Cruce
¡Ay Evaristo, me estoy muriendo! Ya los santos ni se distinguen por lo viejo que se han puesto de tanto favor que han hecho para aliviar a los necesitados. Algunos hasta siguen milagreando con un brazo menos, y yo me imagino que ese defecto les quita algo de poder, como le pasa a mi compadre San Miguel, que lo noto cansado últimamente. La gente que no sabe nada de nada puede pensar que quedó manco en una caída accidental, pero el que sabe se da cuenta que fue algún espíritu al que mi compadre le malogró su trabajo, y por venganza, en unas de esas en que mi compadre estaba distraído, lo tumbó del altar y con el trancazo perdió el brazo con que sujetaba la espada, porque nada le duele tanto a un muerto chamarrero, como que le pierdan la fe.
Uno nunca sabe. En este mundo no hay casualidades. Cuando aquel perro se me atravesó en la puerta para que no saliera, nada me salvó de que me dejara el mal en la pierna; ni siquiera la luz que vi al lado de la ventana, advirtiéndome que en vez de agarrar un palo para espantarlo, lo que tenía era que echarle agua bendita. Cuando vine a reparar era tarde, pero con todo, le rocié el agua y ese bicho dijo a aullar y a dar vueltas igual que un desesperado, que hasta lástima me dio con el pobre animal.
Ya me estoy retirando del oficio, dice uno, porque los años me están quitando las ganas de todo, pero yo lato echao y puedo hablar como quiera, sin que nadie me venga a discutir. Honoria me quiso contrariá sobre su hija, una loca del cerebro que hablaba igual que un borracho, o se echaba a correr por esas lomas sin que nadie pudiera amarrarla. Yo sabía que no era ningún daño sino un espíritu de tormento que se le había metido por haber nacido del pecado entre dos hermanos, como ha pasado otras veces en esos montes más allá del Jarillo.
El brujo del Cumbito, a quien no quiero nombrar, la hacía bañar en las madrugadas en el pozo de más abajo de los tiestos, que es el agua más helada de estos lugares. La loca se ponía morada del frío y con eso se calmaba un poco, pero el capricho de correr le volvía con los días y el brujo ese lo único que sabía era repetir que el mal estaba enterrao y había que sacarlo.
¿Quién lo iba a pensar? A esa criatura tan bonita y avispada los ojos se les fueron volteando y dijo a engordar como una cochina después que botó la primera sangre mala. Cuando me la trajeron por una colerina que la estaba dejando seca, yo supe la verdad de aquellas correrías en las que quería escapar del espíritu que la atormentaba, porque la muchacha sólo daba sombra por el lado izquierdo, y eso me dio qué pensar. Por eso le receté que se tomara sus primeros miaos, para que se fuera emparejando, y por lo menos dejara las carreras, pero me gané la enemistad de aquel mal hombre, que resultó en la caída de mi compadre San Miguel, y este achaque que siento en la pierna que me mocharon desde el día del perro.
Yo sé que no me queda mucho tiempo Evaristo, porque te me has presentado ya muchas veces, y que yo sepa, no eres muerto de estar visitando vivo por el gusto de hacerlo. Pero no te doy la razón cuando me dices que perdone a ese condenao. Prefiero no hacerlo, porque yo no soy oportunisto que pide perdón cuando sabe que se va a morir. Más miedo le tengo a vivir sin pecado, porque si uno se vuelve santo, nunca podrá descansar en la eternidad, sino que estará obligado a favorecer a todo el que prenda una vela y eche un rezo en nuestro nombre.
En estos días fue la vieja Altagracia la que se me presentó para recordarme toda arrepentida las marramuncias que hicimos cuando andábamos por esos mundos, pero yo me hacía el loco y no le respondía, hasta que me cansé y se lo dije: “¿me vas a venir a decir que a ti no te gustó lo que vivimos? No me jodas Altagracia, si tú eras la que me convidabas a trampear a la gente con esas aguas coloradas diciéndoles que eran milagrosas, y sacándoles la plata con el cuento de que su dinero estaba maldito y había que quemarlo. Ya estoy viejo como un roble seco, y a estas alturas no voy a decir que toda la vida me la pasé engañado y que ahora me doy cuenta y estoy arrepentido.
Mi compadre San Miguel, con todo y que no tiene el brazo con que sujeta la espada, me lo dijo la última vez que me habló: “Macupa, cuando la muerte se te meta por el hueco de la pierna mocha, es que vas a saber la verdad de lo que es la vida, y del tiempo que perdiste buscando la mala fortuna, aunque yo sé que no vas a cambiar”
Hoy le agradezco mucho a mi compadre, porque él me escogió para hacerle la vida imposible al maligno, y me figuro que no me va dejar tirado en el barranco, cuando me llegue la hora, y los señores de la muerte se pongan a discutir para donde me van a mandar. Lo que sí me gustaría es morirme mientras sueño que estoy tomando caña en una gallera, con una mujercita al lado que haga lo que yo quiera, y ver a ese brujo malintencionado con su gallo muerto por el mío, y seguir soñando que estoy en un baile con mi pata buena, para bailar en la cuerda como yo lo hacía.
También le he oído decir a mi compadre San Miguel que uno recoge en la muerte lo que ha sembrado en vida, con lo cual me voy contento, porque entonces lo que voy a cosechar son todas mis alegrías de juventud, y mis mañas de viejo zorro, para comer siempre sentao.
Cada día estoy peor de la vista, porque ahora lo que veo es un resplandor en vez de la cara de la gente. Lo último que recuerdo haber mirado es mi nombre en una tumba, y la carrera que pegué del susto que me dio aquella vaina. Y si es tu voz Evaristo, me suena como si fuera un recuerdo sin rumbo, que coge pa los laos cuando volteo para oírla. Miedo, miedo, no tengo de la muerte, porque eso no debe ser peor que una picada de culebra o el engaño de una mujer, y esas dos cosas me han pasado, pero si el castigo es encontrarse con lo que más nos asusta, entonces Evaristo, no te me apartes del lao y sígueme hablando y hablando, para no llegar al cruce, donde se pierden los caminos.
César Gedler
www.cesargedler.com

La Pelea

Adentro el maraquero improvisaba sus primeros versos al pie del arpa cuando se oyó la voz de Mario, el Hombre de la Pepa, advirtiendo que en su negocio no se peleaba. A Tarzán le habían atizado un verazo en las costillas y en la cabeza que lo tenían dando vuelta sin atinar a reponerse. Un golpe firme y certero como un grito que despierta el dolor y atrae la sangre. El viejo se le fue encima con la intención de rematarlo, cuando el puñal de Tarzán le sacó un ramalazo frío en el estómago que no pudo esquivar con el garrote. Por instinto se agachó y pudo aguantar la punta del arma para que no se le fuera liso buscándole la muerte. Las mujeres gritaban y los parroquianos hacían para interponerse, pero la veteranía del viejo y la agilidad del joven formaban un remolino que apenas les daba tiempo de apartarse antes que el filo del cuchillo o la punta de la vera se los llevara por medio sin estar convidados.
Unos dijeron después que la pelea comenzó por cuenta de una mujer que andaba con el hombre del garrote y cogíó a bailar con el otro de una manera descarada, pero más allá se oía que la bronca venía de otros bailes en los que casualmente se conseguían la descarada y el enamorador como si no se conocieran, y decían a bailar sin parar, mientras el viejo los medía con la sangre remolineada por los celos.
Ese sábado en la tarde estaba empezando el baile en el quiosco “El Mono”, cuando llegó la mujer con su marido, el viejo del garrote. Andaría en los sesenta, por el pelo y la barba blanca, pero con la contextura de un hombre que todavía da pasos firmes y es capaz de saltar sin perder el equilibrio.
Era una tarde de agosto, fresca y limpia por el sol de verano que demoraba la entrada de la noche. No era un baile como otros, ni un bautizo de arpa, sino un cumpleaños familiar con poca gente, y de esas pocas, todas conocidas. En la sala que servía de depósito, comedor y sala de juego en los días de siempre, cabían apenas unas cuantas parejas en el baile y unas sillas alrededor para sentarse las mujeres.
Digo yo que aquel hombre estaba dispuesto a manquearlo de una sola vez para que respetara y no anduviera buscando mujer ajena, porque el primer golpe se lo asestó en un laíto de la cien con la fuerza del odio, que saca la rabia y la sangre juntas, y deja ciego y desorientado al que lo recibe, como para rematarlo antes de que le ataje el brazo la compasión.
La gente les abrió paso y fueron dejando que se mataran con cada golpe y puñalada, como corresponde a las peleas donde está en juego el honor. Todos sabían que ninguno se iba a rajar por cobardía, y mucho menos después de verse heridos, que es por donde se mide el coraje de un hombre que anda armado.
El viejo era alto y nervudo, con manos de labrador, que aprietan como tenazas. A Tarzán el trabajo en el matadero le había afirmado los músculos y brotado las venas por la costumbre de levantar pesos sin coger respiración. Por eso yo pensaba que podía ganar el desafío, porque asimilaba los golpes con la carne apretada y la cabeza en movimiento permanente para distraer, y no darle la ventaja de que lo midiera el enemigo. Sabía taparse las arremetidas y atacar al mismo tiempo como un tigre en acecho, pero muchas de las punzadas las perdía en el aire, porque el viejo se movía como un trompo.
“Te voy a moler a palos y después te mando preso. Yo tengo familia en el gobierno”, le repetía mientras se le iba encima con el garrote, pero Tarzán no lo escuchaba. Su instinto de peleador le decía que no atendiera palabras, porque le distraían su concentración en la refriega. Era cosa de cansarlo, pelearle adentro, para manearle los brazos, y restarle artimaña en el golpe abierto. Por eso se movía todo el tiempo y le mandaba patadas que cimbraban al viejo y le daba tiempo de limpiarse la sangre que le bajaba de los lados y le borraba la visión. El todo era moverse, no estar quieto nunca, como lo hacía al bailar, hasta sentir que el piso se hundía sin parar el taconeo que pide el yaguazo.
Ya la noche se había metido entre los peleadores, aumentando la ventaja del cuchillero, que se pasaba la daga de una mano a la otra para despistar al garrotero. Apenas un farol de luz indecisa y pálida alumbraba la intercepción de las calles hasta la mitad del puente, que se valía de otro faro en la esquina de la plaza para iluminar el resto de la cuadra, pero no era la oscuridad lo que pararía la pendencia, ni tampoco la mujer era el motivo a esas alturas. Se trataba de salvar la propia vida, porque después que la rabia se atiza, sólo se aplaca con la sangre del otro.
A la mujer de los gritos se la llevaron para el quiosco y la tenían oliendo unos linimentos que calmaban los nervios, cuando el hombre trastabilló por la ventaja que le sacó Tarzán al desviarle la vera con el cuchillo y patearlo firme por la barriga. Era lo que estaba buscando desde hacía rato, cuando retrocedía hacia la subida de Los Laureles para equilibrar la estatura. El viejo fue a parar al medio de la calle, con la desgracia de perder el mando de la vera, que rodó por un costado mientras amilanaba la caída con los brazos en ele, para no golpearse la cara en el pavimento.
No había más nada que hacer sino rematarlo con la daga mientras estaba en el piso, por eso se le fue de lado esperando que el otro se volteara para levantarse, y no meterle el puñal por la espalda, pero el grito de la mujer que lloraba le atajó el brazo al llamarlo por su nombre y pedirle que no lo matara.
Tarzán abrió los ojos como un despabilado, y se percató que estaba perdido, porque después que la sangre se templa ningún hombre remata a sangre fría, a menos que sea un asesino, y él no lo era. Por eso dejó que el viejo se levantara y hasta agarrara el garrote en el otro lado de la acera, pero el marido estaba desconcertado, porque ya se daba por muerto, y como si estuviera en otra cosa, y la caída no hubiera sido por una pelea, lo que hizo fue limpiarse, sacudiéndose con la mano, sin sentir las cuchilladas que le seguían empapando la ropa.
La policía llegó en ese momento apartando a la gente a peinillazos, y apuntando con una pistola al cuchillero para que soltara el arma, pero no hacía falta. Ya no era el mismo, y lo que hacía era tocarse las heridas y verse la sangre, como si fuera un tic nervioso, hasta que lo metieron en una patrulla como a un niño dócil. Se dejó llevar. Ya estaba limpio, suelto, sin la pasión tentadora, sin las ganas que le despertaban la risa y el olor de aquella mujer.
César Gedler
www.cesargedler.com

Orador de Orden en el Consejo Legislativo de Miranda

Discurso Palacio Legislativo de Los Teques

Discurso en el Palacio Legislativo de Los Teques 22/10/2009

Los Teques nos llega como una ciudad de añoranzas que atraviesa un destino de adversidades. La metáfora que le sirvió de emblema, la Suiza, o los Alpes de Venezuela, parece hoy una ironía. Aquella referencia aludía en su simbolismo a la suave melancolía del crepúsculo, la estación lluviosa con sus hojas muertas, las mansiones solitarias cercadas de jardines y enredaderas, a hombres y mujeres cubiertos con abrigos de paño; a pequeños bosques haciendo de plazas y parques, y caminos de vueltas y montañas, para entrar y salir de sus dominios.
Nadie discutía su belleza, ni sobre la urgencia de ensanchar sus calles, porque la rutina estaba hecha a la medida de una población con paso lento. Llano y Pueblo bastaban, con sus dos iglesias y sus cuatro plazas. En su despliegue cotidiano, las bodegas de esquina cubrían las menudencias, de la misma forma que las escuelas y los dispensarios eran suficientes para crecer.
Los parroquianos hacían su itinerario recreativo desde el café al cine o al teatro, y de ahí al parque, al restaurante o a los bares, por sus caminerías estrechas, que obligaban al saludo conversado. Su clima lo era todo. Nos daba las tardes neblinosas y las mañanas alargadas por un sol escondido entre nubes metálicas, que evitaban el ardor sofocante de las tierras extensas. Propios y extraños quedaban envueltos en el misterio de sus casas ancestrales, en el vértigo de su vegetación desnuda, y en unas lejanas serranías que se confundían con el cielo lloroso de los atardeceres. Nada extraordinario, es verdad. Un pueblo de montaña como los hay de sobra en las tierras andinas, pero que hoy, en medio de este escombro sin ninguna vocación para la belleza, conmueve pensar en aquella estampa.
No voy a insistir en su destrucción con ánimo retaliativo. De nada serviría, además. Ya el pasado es una estela de evocaciones. Pienso más bien en repensar la ciudad, en construir una teoría de su decadencia y sus posibilidades constructivas. Pero debemos acercarnos a sus síntomas para legitimar su comprensión. Uno sale diariamente a la calle buscando el lugar. ¿Cuál lugar? El que llevamos dentro como una gramática, como un arquetipo, como un modelo ejemplar. Aunque no lo hagamos consciente, todo hombre civilizado lleva en sí mismo las categorías de lo que es una ciudad, una imagen ideal de las calles, de las plazas, del mercado o del templo. En el inconsciente colectivo, la ciudad es el centro del universo. A partir de ella se estructuran en cada quien las referencias del espacio, de la distancia, de la cantidad, la vestimenta y el colorido de la vegetación.
James Hillman nos habla del paciente citadino. Del sujeto que padece en la ciudad, al no contar con herramientas emocionales que le permitan enfrentar el coeficiente de malestar que generan las grandes urbes, como la soledad, las alteraciones del ánimo, la competitividad, la somatización de las emociones… y del paciente por la ciudad, que no sobrevive sin los centros comerciales y sus autopistas, y le aterra el silencio, la inmovilidad, o la repetición de los días sin novedad, y se refugia en la violencia, el ruido, la velocidad y el endopamiento. Son formas antagónicas de la misma neurosis, expresada como una enfermedad de la afectividad que le resta creatividad a la existencia del sujeto, sometiéndolo a un reciclaje permanente de lo mismo.
En Los Teques las relaciones de poder desplazaron todos los criterios estéticos cuando decidieron llenar sus botijuelas, y con ello se fue perdiendo la identidad lugareña, expresada en la pérdida de los códigos tradicionales: la sensación de pertenencia, su toponimia, su idiolecto, la celebración de sus fiestas, el clima, los sitios de encuentro, el ritmo de labor y descanso, el derribe de edificaciones emblemáticas, la pérdida de los parques, cafés, bares y bodegas, y la aparición de plazas a las que nadie asiste, de mercados ocasionales sin puertas ni ventanas, de cyber espacios donde nadie se habla, de buhoneros que estorban el paso, y de paredes maltratadas en todas las formas de la sordidez.
Atrapado en una topografía de difícil ampliación, se consideró la necesidad de sacar fuera de la ciudad las oficinas de atención pública, los centros de educación superior, los clubes, parques y lugares de recreación, y hasta las urbanizaciones, industrias y comercios, pero en su desplazamiento ocuparon inevitablemente los parcelamientos agrícolas, las zonas verdes, las fuentes de agua, las defensas climáticas, y satisfechos, abarrotaron de vehículos las calles y vías interurbanas.
Ante esta penosa deformación histórica, geográfica y humana, se requiere de manera conjunta la reconstrucción y mantenimiento de algunos espacios, pero también y de forma rigurosa, la aplicación de leyes y ordenanzas que sancionen con multas o trabajo comunitario a los que atenten contra estos valores urbanos públicos y privados.
Ya está dicho: pueblo significa canto, significa danza, y significa sazón. Y su lugar está en la alegoría de los mercados, en la celebración de sus fiestas, en sus creencias cosmogónicas, en el colorido de sus vestimentas, en la pasión de sus romances y en la furia de la guerra también. Un pueblo adormecido por el consumo o por ideologías mesiánicas no se pertenece, y su destino es la rebelión o la consumación.
Desde siempre se ha hablado de esa extraña sustancia que impregna la superficie de los lugares y las cosas, y que algunos captan sin dificultad. A mi me ocurre con frecuencia, y más en particular con esta ciudad. Al tropezar algunos lugares siento enseguida su clima acogedor o de amargura, la voz de la alegría o el llanto de sus muertos, y en ese encuentro se define todo: un entusiasmo para demorarse, o un agotamiento que obliga a buscar una excusa. Pasa también con las personas y con los libros; con los trabajos y los divertimentos. Algo se impone y no es posible desoírlo. Es una primera forma de conocer, circunscrita a lo intuitivo y temperamental. También conozco esta población en todas las horas del día y de la noche. Soy testigo de su transfiguración, de cómo se muestra o se esconde dependiendo de la luz o de la sombra, de la serenidad o de la agitación que se mezcla con los vapores del día o el sahumerio de la noche. Es una forma de conocer nuestro alrededor de manera confidencial; menos numérica y más próxima a la imaginación. Por esa vía detallamos algunas ventanas o puertas olvidadas en cualquier casa envejecida pero que aun conservan su linaje. Elementos desapercibidos, como una cerradura, un picaporte, una gárgola o un cerrojo, se ofrecen en su más plena desnudez en las horas apacibles de la madrugada, pero no la apreciamos al día siguiente, cuando la agitación y la inclemencia del sol ahogan los detalles para imponer lo menos esencial.
Pero también se revela la misma ciudad a través de los recuerdos de infancia o juventud. Sin saber cómo, puedo hablar sin detenerme del olor a resina y hollín que desprendían los trenes, de las canales por donde chorreaba el agua de lluvia que limpiaba las calles, de las chicharras que gritaban desesperadas hasta reventarse, de los sapos de invierno, que contaban las horas como un minutero, o de aquellas experiencias, remotas y cercanas a la vez, que a los veinte años nos hacen creer que lo sabemos todo.
Ser habitante de un pueblo va mucho más allá de ocupar un espacio y recorrer sus calles. Es un participio activo que nos compromete hasta donde no sospechamos ni queremos imaginar. Muchos descuidan que las ciudades tienen vida propia, que en la respiración de sus naturales se gesta el ardor que la mantiene viva, y que nunca escapamos a sus dominios mientras sustentamos el pacto de convivencia que nos convierte en sus habitantes. Conformamos nuestro carácter de acuerdo al paisaje, a los mitos, los ancestros, las formas de alimentación, los riesgos naturales, los recursos y las negaciones del entorno que nos sostiene, y que nosotros sostenemos con nuestro esfuerzo también.
Por eso se dice que la pertenencia a un tiempo y un lugar instaura un centro, una cosmogonía, porque toda pertenencia se constituye en la entrega de sí mismo a las fuerzas arquetipales que lo forman, que para cada quien es su cosmos, su mito y su significado. La pertenencia auténtica se convierte en axis mundi, en el único espacio donde todos los demás espacios convergen, en el vientre simbólico del que todos venimos y al que todos retornaremos al final.
No debemos escandalizarnos al constatar que un pueblo malogrado en su belleza y lirismo contenga en sí mismo aquella posibilidad de ser axis mundi. Todo lugar es el lugar, si es capaz de encender una pasión sin consumirse. Quizás por eso los hebreos llamaban las ciudades con nombre de mujer, y la concebían como santa y sagrada mientras conservaba la unidad con la gracia divina, pero igual la sindicaban de ramera, cuando descendía a la idolatría, mereciendo el destierro como el peor estado del alma, semejante al martirio congelado de la soledad.
Pero así como uno recuerda los lugares por algunos detalles, de igual modo se recuerdan algunos sitios como si estuvieran detenidos en un tiempo del que no los podemos arrancar.
El de mi generación es el tiempo de verano, los veinte años que siguieron a los primeros quince años, cuando la delincuencia no se llevaba semanalmente más muertos que la peste negra y la gripe asiática juntas; cuando se podía levantar una familia con un sólo sueldo, y los repartidores dejaban el pan y la leche en la puerta de las casas antes que amaneciera. Un ayer en el que se nombraba a los grandes escritores con más frecuencia que a los presidentes, y los árboles crecían lentamente con las tardes neblinosas y el olor a tierra mojada en las plazas y en los parques
Una primera tentativa para explicar la condición actual de Los Teques, sería la falta de identificación de sus habitantes con la ciudad. La identificación es un asunto importante en la comprensión de la identidad y el arraigo. Es un término prestado del psicoanálisis que indica la apropiación anímica de ciertas cualidades de un objeto o persona. La identificación es siempre un fenómeno de la conciencia, pero se hace concreta y se experimenta como si fuera una opción. Cuando ocurre, el sujeto convierte las cualidades del objeto en algo vivo, en algo propio que le otorga orgullo y satisfacción. Es decir, construye una identidad que le hace decir, soy esto o aquello: “soy salsómano”, “soy cristiano”, “soy tequeño”, o cualquier adjetivo con el que se sienta identificado.
Una persona identificada con su ciudad, no se imagina a sí misma viviendo fuera de su entorno, y aunque se ausente, añora siempre sus calles, sus lugares y a su gente; aprecia su gentilicio y lo defiende hasta el final, y se duele por los quebrantos que padece, aunque no lo afecte directamente, porque la ciudad para él es su lugar de refugio, de pertenencia; la referencia obligada, en la construcción de su memoria prospectiva, pero que puede convertirse en el tremedal, el abismo insaciable, o la esperanza marchitada, cuando se pierde el hechizo y el sujeto ya no reconoce sus sueños en el objeto amado.
Otro síntoma fundamental en la comprensión actual de esta ciudad, se refiere, cuando los hay, a la falta de continuidad en los planes de su desarrollo. Cada gobierno entrante supone que todo lo anterior está mal hecho y en consecuencia pierde la mitad de su gestión en desmontar lo que estaba construido para terminar haciendo lo que el gobierno siguiente desmontará a penas llegue. La esencia de un pueblo está en su historia, en sus estructuras, en sus monumentos, en las edificaciones emblemáticas que absorben la afectividad de los habitantes. Es decir, todo lo que conforma sus reliquias patrimoniales de orden material e inmaterial, y su naturaleza es la continuidad, la temporalidad que la hace ver eterna.
Una forma grave de suprimir la identidad y la sensación de eternidad de una ciudad está en cambiar el nombre popular y los epónimos de las esquinas y lugares reconocidos por la tradición. Muchos organismos oficiales creen estar haciendo algo histórico cuando utilizan indiscriminadamente el epónimo de algún artista popular para nombrar algunas calles o instituciones, sin advertir que al borrar el nombre originario de aquel lugar están sacrificando una memoria viva, sentida, presente en el ser colectivo, y lo más doloroso es que, como pasa con la estación del Metro de Los Teques, los nombres impostados representan apenas algo válido y significativo para la mayoría, con el agravante en este caso, de que Alí Primera no sólo nació lejos de este alrededor, sino que tampoco vivió, ni sus canciones guardan relación especial con estas montañas. Ya era suficiente con la calle que lleva su nombre, si es por reconocerle sus méritos como cantor.
También ocurre con las edificaciones patrimoniales. Todo el mundo está de acuerdo en la urgencia de preservar por lo menos las fachadas de las casas donde viven o vivieron personajes de relieve histórico, científico y cultural para la ciudad. La villa que fuera del Dr. Mendoza, en la calle Roscio, por nombrar alguna, está en la desidia más deplorable. El Dr. Mendoza fue un profesional consagrado, que nunca preguntaba si la persona necesitada tenía recursos económicos para atenderla. No sólo hizo aportes en el área de la parasitología, que para su tiempo provocó más muertes que las guerras, sino también el primero en practicar en el país una transfusión de sangre de persona a persona. En cualquier otra parte su memoria y ejemplo sería un bien común, un patrimonio, un rasgo de consciencia cívica. Yo no creo que los encargados de las funciones culturales del Estado y el Municipio ignoren estas señas de tanto significado para la ciudad. Estas mansiones deberían ser sedes de bibliotecas, museos, colegios profesionales, fundaciones o institutos de investigación, y llevar el nombre de quien hizo de sí mismo una oblación al servicio de la comunidad.
Igualmente sucede con los elementos más emblemáticos de las ciudades y los pueblos, como los mercados y las bodegas. Los mercados populares tienen un aire de intimidad, un tono de añoranza que cautiva a la mayoría. En el inconsciente colectivo sobrevive la imagen tribal de la repartición del alimento en algún lugar sagrado, y que se activa al contactar el bullicio, la sobreabundancia y el olor a frutas madura, que se recrea en sus espacios.
Hay algo exótico y voluptuoso en las formas, colores, sabores y aromas del producto terrenal que embriaga al consumidor. En sus dominios se gesta una relación personal entre el proveedor y el cliente que sobrepasa la pura dimensión formal del comprador, para elevarse a la categoría de pertenencia familiar. El cliente quiere ser reconocido y favorecido por el mercader: se tutea con el otro, le pregunta por su salud, busca una rebaja, escoge el producto, indaga sobre su procedencia, discute su calidad, y hasta revela una receta culinaria que pertenece al patrimonio familiar, para ganarse la buena voluntad del comerciante.
En otros tiempos los mercados desarrollaban su actividad en las plazas. El Ágora, como lo llamaban los griegos, y de donde viene la palabra agorero, era lugar de encuentro, de comerciantes, magos, encantadores de serpientes, botánicos, o del quehacer cultural y político, donde se proclamaban los edictos, y se oían las arengas religiosas, pero también se daban las ejecuciones de azotes y muertes.
Por eso nos parece de singular importancia el que se diseñe con criterio de integración post modernista ese territorio de consumo familiar, pensando en un lugar de correspondencias, de disfrute, con servicios propios, derivados de la autogestión, donde los pequeños y medianos productores locales ofrezcan sus frutar elaboradas y las verduras no pasen por los intermediarios que las encarecen; con subterráneos para descargar las mercancías, un pequeño boulevard en el frontal de la calle principal, sembrados de árboles, con mesas y toldos externos, poco tránsito vehicular, y con locales adecuados arquitectónicamente nada más para cafetines y restaurantes de cierta calidad y belleza, en cada lado de la vía.
Las bodegas por su parte obedecen al mismo principio. En días como estos, en los que ya nadie nace con alma de bodeguero, se hace difícil animar a los comerciantes a trabajar detrás del mostrador con su lápiz en la oreja. Los bodegueros tienen su estirpe de grandes hombres, como Simón Rodríguez, Boves, Zamora, Juan Vicente Gómez, Salvador Rodríguez, o mi papá, cuyas bodegas servían en algunos casos de escuelas, cabotaje de contrabando, tabernas, garitos, boticas, hostelerías, conchas políticas, y hasta centros de masonería. Es obligado referir que a diferencia de la mayoría, en aquellos tiempos solamente el bodeguero sacaba cuentas, escribía, y también leía las cartas de los vecinos que no tenían dominio sobre la lectura.
Es verdad que las de hoy ya no serán bodegas con tres puertas de madera, ni con letreros advirtiendo que no se fía, ni se venderá querosén, sino bombonas de gas y agua potable, y que también se perderán algunos nombres tradicionales como “El centavo menos”, “La ñapa”, “El bucare”, o “La avenida”, pero ya vendrán otros nombres tan dignos como aquellos, y las pequeñas factorías seguirán como un cofre abierto donde se encuentra todo y convergen todos a comentar las noticias del día, mientras leen la prensa y saborean un café mañanero, toman en las tardes unas cervezas encapillados en el depósito, o disfrutan el olor a tabaco en rama cuando los viejos se acercan a comprarlo.
Con la creación de muchas pulperías, además, se evitaría la presencia incómoda de los buhoneros en las aceras, se tendría donde dejar un recado, las hortalizas se contaminarían menos, las frutas del momento le darían hermosura y aroma al entorno, dejando y a su vez un espacio a la tradición, para que las generaciones venideras recuerden los nombres y las figuras de quienes defendieron el significado del quehacer sencillo de cada día, como un gesto de humanización que no ve en el dinero, el placer y el poder, los únicos motivos por los que vale la pena vivir. Lo que Horacio llamaba “la dorada medianía”
…Se trata de utilizar los lugares y recursos que acentúan las identidades que tenemos como parroquianos. Toda ciudad tiene espacios emblemáticos de orden estético en los que se concentran sus pobladores y visitantes para disfrutar los ratos de esparcimiento y recreación. En el caso de poblaciones portuarias se desarrollan en los malecones, a donde llegan los pescadores con los amaneceres, y se espera la caída de las tardes para sublimar con el lenguaje marino, el esfuerzo de los días que se repiten.
En los pueblos fluviales los encuentros operan en las represas y orillas de los ríos, en los que el rumor incesante de las piedras y el agua, adormecen las angustias y el cansancio de las almas sencillas, para reiniciar una vez más, en palabras de Hesíodo, los trabajos y los días.
Las concentraciones urbanas por lo regular establecen sus regazos en las cuadras tradicionales -que convinimos en llamar bulevares, en honor a la estética parisina- que se forman y mantienen por la fuerza de la tradición. Se trata por lo regular de un fascímil colonial, donde se privilegian los negocios típicos, como barberías, bodegas, bares, almacenes, sastrerías, y un museo en el que se muestran las creaciones que le dan un perfil humanista a la ciudad.
Acá en Los Teques es completamente posible la creación de una galería que destine una sala a cada artista reconocido, como Benito Chapellín, Gladys Macedo, Marcelino Mejías, Edgar Corrales, y otros de igual significación, en una cuadra tradicional que solamente espera la buena voluntad de los que tienen cómo hacerlo, para mostrarse en su mayor plenitud. Pienso en las inmediaciones de la Vuelta del paraíso, por ejemplo, donde todo encaja para hacer posible esa fantasía de las épocas, que acompaña al hombre en todas las edades, pero en especial en los tiempos difíciles, en los que se impone la añoranza como una forma de redención. El complemento necesario sería un Fondo Editorial con fines turísticos, conformado por un equipo de investigadores de la ciudad: estudiantes de literatura, historia, arquitectura, y áreas afines, a los que se les pueda conseguir una remuneración como bolsa de trabajo, para tareas específicas, dirigidas por un coordinador general, para elaborar trípticos, dípticos y páginas sueltas que contengan información sobre la ubicación y data de comercios y comerciantes, profesionales con labor reconocida, artistas destacados, intelectuales, toponimias, efemérides, y elementos semejantes.
Pero igual tenemos que considerar algunas negaciones. Lo que no debe darse más en el interior de Los Teques, como las construcciones masivas. Es necesario abrirse hacia los límites de Aragua, donde todavía los servicios no han colapsado. La construcción de complejos habitacionales hacia la vía de San Pedro, por ejemplo, agudizaría los inconvenientes hasta hacerlos irreparables, si previamente no se establecen salidas alternas a Caracas o al estado Aragua.
Antes de finalizar debemos considerar el problema de la resistencia ciudadana a los cambios. La misma gente que pide una mejora en los servicios de transporte o en la dirección de la vialidad, es por lo regular la misma que protesta ante cualquier decisión gubernamental. Es necesario entonces reforzar la información a través de los medios de comunicación y establecer las disposiciones conjuntamente con los consejos comunales, para contar con su apoyo y brindar soluciones permanentes.
Una sensibilidad a favor de los recuerdos y la recuperación de nuestro espacio se está moviendo por debajo del clima tenso de lo cotidiano. Se nota en las conversaciones sin rebuscamiento de los puestos de revistas, en el discurso de los gobernantes sobre la ciudad, en la congregación de los habitantes mientras derrumban viejas casas para construir el Metro, o en la opinión que suscitan los cronistas en sus conferencias, pero aun sin el impulso individual que venimos comentando, aparece la misma sensibilidad como determinada por los ancestros, o lo que es igual, por los mecanismos defensivos del propio cuerpo social.
Estamos frente a una oportunidad extraordinaria para concederle a Los Teques un ambiente humanizado, sin la anarquía ni la contaminación que estropea al resto de las ciudades, y procurar el reencuentro afectivo con una tradición perdida, con el disfrute de un entorno natural que todo ciudadano de cualquier parte del mundo desea y merece, y que en nuestro caso fue atacado perseguido, saqueado y descuartizado por un sector que encuentra su lenguaje en la violencia, por la raza de los mercaderes y políticos inescrupulosos, y por la desidia de los que perdieron el don de disfrutar la belleza en las cosas más sencilla, como quería nuestro gran Aquiles Nazoa, cuando le cantaba a las plazas viejas y al Catuche.

César Gedler