El presentimiento

El presentimiento
Esa tarde salía de vacaciones. Sus amigos le insistían para celebrar con una cerveza, pero él encontraba siempre una excusa para evitarlo. Al final aceptó para quitárselos de encima, y entraron a aquel bar del que sólo conocía la fachada desde lejos, y al que nunca pensó entrar ni tanto por rechazo moralista, sino porque los palos lo mataban al día siguiente, y le contrariaban su rutina de hombre activo y vida equilibrada.
Encontraron una mesa vacía al final de aquel túnel con barra de fórmica roja y negra en la que se respiraba un aire todavía fresco, cerca de un ventanal apenas entreabierto, que daba algo más de luz y permitía conversar abiertamente, y oír sin interés un viejo bolero venido de la otra esquina.
Cuando la mujer se acercó con las botellas tapadas por un vaso cada una y fue sirviendo sin otras palabras que el saludo y deseándoles buen provecho, Manuel sintió que entraba en una región presentida de la que nunca saldría de igual forma, y se bebió de un sólo trago la cerveza antes que la mujer se retirara. Como un mismo acto, le puso en la mano la botella y la llamó por su nombre sin saber por qué lo hacía, ni por qué lo sabía.
Para todos, y más todavía para él, fue una sorpresa aquel impulso que anunciaba un destino. Cuando ella le preguntó que de dónde la conocía, fue peor su confusión al querer decirle que sí la conocía, pero no la conocía, sino que en un instante había sabido de ella hasta lo que menos se imaginaba y por eso la había llamado por su nombre verdadero, y no por el que utilizan en su oficio para no delatar su identidad.
La segunda cerveza hizo su efecto como un ritmo ardiente que convertía su espíritu en espuma y su cuerpo en un ansia de danza y de llanto, como quien alcanza lo que se espera por siempre una única vez. La bailó con gracia y soltura, sin palabras, sin salir de sí mismo, llevado por el ritmo hacia un sueño liviano, sin formas ni fronteras.
Cuando se acercaba la embriaguez, los amigos insistieron para retirarse y él no se opuso, sino que los despidió con alegría, mientras buscaba su camino por la calle transitada, hacia una noche sin ataduras que por primera vez le brindaba su misterio.
Ella lo vio entrar y le hizo señas para que esperara en la barra mientras encontraba un lugar para atenderlo, y recibir lo que cada tarde le traía envuelto en papel de seda. Ya no era solamente unas cervezas y un baile como las primeras veces, sino que ahora la esperaba hasta su salida y se ofrecía para acercarla a su casa, después de sentir la remota proximidad de quien se deja amar a expensas de la desesperación del otro.
Un día entró al bar y nadie salió a recibirlo como siempre. Al preguntarles a las amigas ninguna supo decirle por qué no estaba. Una ola de angustia lo llenó de presentimientos fatales y se fue hasta la casa de la mujer queriendo engañarse con falsos pretextos para tranquilizarse. Tampoco estaba. Una vecina fue quien le dijo que se había mudado, pero que no sabía hacia donde. Regresó al botiquín, recorrió los sitios que frecuentaban, llamó a todos los teléfonos que tenía a la mano buscando algún indicio, despertó de nuevo a la vecina para inquirir algún detalle, pero todo fue inútil en aquella noche de abismos y desesperanzas.
Varias semanas después de la huida, encontró a una amiga que alguna vez la mujer le había presentado y le reveló donde estaba. Con un sabor a metal ácido en la boca, se dejó conducir por la informante hasta un lugar donde una y otra vez le preguntaba lo mismo, sin importarle que la respuesta reiterada lo destrozara como un desgarramiento de la piel.
Cuando ella lo vio llegar al prostíbulo donde trabajaba, le hizo la seña de siempre para sentarse en un lugar discreto que les permitiera el mismo contrapunto de interrogantes y silencios de quien no quiere decir nada. Bailaron como si nunca se hubieran alejado y él cargó con las culpas de todos los errores y hasta se recriminó por no haberla tratado como ella merecía.
Cada noche, sentado en un rincón del prostíbulo, la veía entrar con uno y otro hombre al reservado, como si fuera la más inocente de las tareas, mientras él sentía que contaba cada vez con menos fuerza para tan siquiera desear que las cosas tuvieran otra forma, como en aquella primera danza que formaba una espiral ascendente y él giraba en sus círculos de fuego.
Aquella noche ella aceptó que esa vida de trasnocho y tragos la estaba quebrantando, y le pareció adecuada la proposición de comprar una casita con las prestaciones que él había recibido de su último trabajo, para comenzar una nueva esperanza en una intimidad donde sólo cabrían los dos. Como un gesto de absoluta confianza en la esperanza renacida, le entregó todo el dinero envuelto en el papel de seda de los primeros días, y ella juró entre lágrimas que todo sería distinto, porque el amor sin límites que él le mostraba la había trasformado para siempre en un solo instante.
Cuando se despertó por el sol y el calor de la mañana se extrañó por un momento al no verla en la cama durmiendo todavía, pero al momento lo comprendió todo.
Unos años más tarde, se acercó tímidamente a su primera mujer, y le pidió que le permitiera abrazar a sus hijos, que ya casi no lo reconocían.

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