Días de calor

Días de calor
Uno se daba cuenta de que el tiempo se había movido porque empezaban a oírse las chicharras con sus gritos inclementes, llamando a la hembra para su reproducción. Eso ocurría a finales de marzo, cuando los días duran igual que las noches, y empiezan a florear los araguaneyes y los apamates de forma encendida. Ya el frío iba quedando atrás, y el calor comenzaba a sentirse como una nube espesa que los viejos llamaban canícula, o bochorno, porque la escasa brisa del momento dejaba en el ambiente un olor a frutas rancias o flores descompuestas que se hacía más intenso cuando algún nimbo de paso dejaba caer un aguacerito que alborotaba tanto el clima como en las sabanas llaneras.
Ahí empezaba el tiempo de las chicharras. Ellas brotaban de la tierra agrietada por la mucha resequedad para aferrarse a la corteza de un árbol que les permitiera expulsar el caparazón para levantar las alas y aparearse. Después que se morían reventadas de tanto grito, lo que quedaba era una costra más seca que la misma madera. Uno no podía explicarse como aquel carapacho era capaz de tanto ruido al lado de los grillos y los sapos. Entonces uno repetía lo que decían los viejos, que eso era el calor, y no se buscaba más explicación.
Por esos mismos días, en los pueblos se veía en muchas esquinas a una gentarada reunida alrededor de un camión de plataforma abierta donde unos mulatos vendían los cocos secos que traían de las costas, para entretener a los hombres que los echaban bajo apuestas. Los más veteranos sacaban un fuerte y sonaban el coco con la moneda para saber si eran de costra dura, y al conseguir un gallito, le raspaban el sitio donde el contrario debía golpear, y si aguantaba el impacto, lo más seguro era que se resquebrajara cuando le tocara el turno de ponerse abajo. Algunos aguantaban hasta tres o cuatro peleas sin romperse, y mientras más duraba, mayor era la apuesta, por el riesgo de quebrarse.
A veces se prendían unas peleas donde salían apuñaleados más de uno, por las trampas que metían, como le pasó a un tal Larry, que le inyectó formol a su coco, y nadie le ganaba, por más que le sacaban cocos madres y gallitos puntiagudos, hasta que un avisado se lo arrancó de las manos y se lo quebró en la cabeza por tramposo. Todavía sigue vivo de milagro, por ese golpe que lo mandó al suelo y le hizo perder el conocimiento de inmediato, para su buena suerte, porque el agresor se fue corriendo al darlo por muerto, en vez de rematarlo y cobrarse sus reales.
También recuerdo a una señora barloventeña recogiendo los pedazos partidos que se llevaba metido en un saco de cabuya marrón acomodado en la espalda como si fuera un morral. Con el tiempo me di cuenta que la señora hacía dulces con los pedazos de coco y los vendía en el mercado sobre una hojita de plátano. Cuando le compré uno para probarlo, me atreví a preguntarle si los hacía en un fogón de leña, porque tenían un olor agradable como el que desprenden las arepas asadas, y me explicó el proceso de elaboración con tanto detalle, que me impresionó para siempre su pedagogía, y su esmero cariñoso en la confitería.
Como había trabajo y autoridad, los ladrones eran contados, y las mujeres de la casa podían sacar sus sillas en lo que se hacía de noche, para refrescarse del calorón y conversar de lo mismo de siempre, pero entretenidas con la gente que pasaba, y las novedades secreteadas en voz baja, sobre las muchachas que metían la pata, o los que se iban mudando para otras partes y ya no trataban a sus amistades de antes, sino que ahora sentían un derecho, como familia de postín, a pertenecer a la alta sociedad, porque un hijo se graduaba de médico y como se comprenderá, no podían seguir viviendo en la misma zona donde sus amigos de infancia lo llamaban por su sobrenombre.
Lo de los muchachos en cambio, era coger para una poza a bañarnos en interior y comer pan con cambur por almuerzo, porque las palometa que buscábamos cazar en el camino con la china y unas metras, para asarlas en una fogata, no alcanzaban ni para muestra, y teníamos que conformarnos con la vitualla de provisión. Desde temprano caminábamos hasta El Encanto o El Alambique, para llegar sudados a la poza y lanzarnos un clavado y celebrar la frescura del agua con un grito de guerra. Ya al atardecer nos secábamos con la ropa encima y desandábamos la misma caminata de la mañana hasta Los Teques, que nos dejaba fundidos de cansancio y nos mandaba a la cama directamente, sin importarnos los programas de televisión, ni pensar para nada que algún día habría de recordar y escribir esos detalles sin trascendencia, como acabo de hacerlo en este momento.
César Gedler
wwwcesargedler.com

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