Los santos inocentes

Los santos inocentes

Por jugarse irresponsablemente el día de los inocentes, a un hombre le dijeron que su mujer se había ido con otro, y del tiro le dio un infarto que lo mató sin darle tiempo a nada.
Es extraño que en muchas regiones del mundo ese día se tome para hacer chanza, siendo que se conmemora uno de los episodios más crueles de los que cuenta el Nuevo Testamento. Es posible que en el inconsciente colectivo la vivencia lúcida de esa imagen sea reprimida, o no se considere cierta, para desmontarla y convertirla en un chiste, como si se tratara de un hecho risible.
Según la historia contada tradicionalmente, el profeta Miqueas había predicho que al aparecer una nueva estrella sobre Israel, nacería un Rey que reinaría sobre todas las naciones. Y la estrella apareció seguida de tres sabios que preguntaban por el lugar donde estaba el futuro Mesías, para ellos conocerlo y brindarle ofrendas como se les hacía en Oriente a las divinidades, con incienso, mirra y oro.
Herodes el Grande, que gobernaba en Judea, Idumea, Galilea y Samaria, recibió a los visitantes y los atendió con los honores que se le concedían a los principales de otras regiones y les pidió que al conseguir al Niño, le informaran también a él para adorarlo de igual forma. El anfitrión los despidió y en el camino un Ángel les avisó a través de un sueño que no revelaran la ubicación del Elegido, sino que regresaran por otro camino a su tierra de origen. Al enterarse Herodes que los curiosos visitantes se habían ido sin informarle lo que quería saber, mandó a sus soldados a que mataran a todo recién nacido menor de dos años, para no temer que algún futuro rival lo destronara, como antes también había asesinado a una de sus mujeres y a dos de sus hijos, por temor a la competencia de su gobierno.
Más allá de la veracidad histórica de la muerte de aquellos inocentes menores de dos años nacidos en Belén, una aldea de Palestina que no sobrepasaba los 800 habitantes en ese momento, este hecho se inscribe en un mito de naturaleza más trascendente, la lucha entre el Bien y el mal, representados por los que ostentan el poder de manera inadecuada, y los que la vida anuncia como verdaderos redentores de justicia.
Es importante indicar que la condición de inocencia no sólo está referida a los niños, o personas de una cierta pureza. Este término se aplica igualmente a los que se inician en el camino esotérico, o de desarrollo interior, antes de alcanzar la maestría. Por eso algunos relatos ligados a las religiones, ilustran la vida de los avatares insistiendo en el mismo hecho, como ocurrió con Abel, el primer inocente asesinado por cuestiones de poder. Según el Génesis, los regalos que le ofrecía Abel eran gratos a su Señor, en cambio las ofrendas de Caín le resultaban indiferentes, por lo cual Caín, en un rapto de celos mató a su hermano. Con Krishna, encarnación de Vishnu, al igual que con Edipo Rey, asistimos a unas muertes por persecución política. Khamsa, tío de Krishna, intentó matarlo para evitar la profecía que anunciaba su muerte en manos de éste, o uno de sus hermanos, pero al no lograrlo mató a los menores de dos años que vivían en los alrededores, sin alcanzar a eludir su destino, pues en efecto, Krishna lo ejecutó más adelante.
En cuanto a Edipo, fue su padre Layo quien lo mandó a matar, pues conocía por el Oráculo de Delfos el fin de su reinado y su propia muerte por mano de su hijo Edipo, cuando éste creciera. Para evitar la profecía, entregó el niño a un campesino para que lo matara ese mismo día, pero el campesino no tuvo el valor de hacerlo y lo abandonó en el hueco de un árbol, para que las fieras se lo comieran, pero antes de caer la noche, otro campesino oyó los llantos del recién nacido y se lo llevó a su casa y lo crió, con lo cual se cumplió más adelante la amenaza anunciada por el oráculo.
En Moisés, el mito es menos personalizado, en el sentido de que no se orienta específicamente hacia una figura particular, como en el caso de Krishna o Jesús, sino a un grupo que representa los valores opuestos al régimen imperante. Sin embargo, responde al mismo principio según el cual, el temor del gobernante por ser sustituido en su trono, lo conduce a la persecución de los inocentes y al asesinato premeditado.
En términos históricos podemos hablar de la conmemoración del Día de los Inocentes, a partir de la Edad Media, desde el momento en que la Iglesia impuso esa fecha a finales de diciembre, para opacar la celebración de una fiesta pagana, el Día de los locos, que se acostumbraba en muchas ciudades de Europa, sobre todo el 28 de ese último mes, cuando era lícito burlarse de los otros y engañarlos de algún modo, para divertirse, llegando al extremo de acusar abiertamente a los altos personeros de la Iglesia y a las autoridades civiles de todas sus marramuncias, sin que nadie le pusiera coto a sus desmanes, por considerarse ese día como un derecho que tenían los siervos. En sentido explicativo sabemos que esa purga colectiva mantienen el equilibrio social.
En los estados andinos venezolanos y en algunos pueblos de Falcón y Lara se conserva esta celebración del Día de los locos, una tradición que ilustra los dos momentos del mito; el sagrado, correspondiente al recordatorio de la muerte de los inocentes en Belén de Judea, y el profano, que revive la costumbre medieval traída de España, semejante al carnaval que se instaura 40 días antes de la primera Luna llena de cada primavera, coincidente con el Viernes Santo.
Lo que si puede decirse de todo esto, es que los niños inocentes siguen muriendo, sobre todo los que presagian un nuevo destino a la humanidad. Pero la suya es una muerte del alma, una muerte de la esperanza, del bienestar al que tienen derecho por ser miembros de un planeta que amenaza colapsar si no modificamos nuestra actitud ante él. Lo más doloroso es que si persiste la actitud irresponsable en lo ecológico como en lo armamentístico, en lo creativo como en lo estético y lo moral, no existirá una generación venidera que recuerde a estos desvalidos. O en el mejor de los casos, esa generación sobrevivirá, pero será neutra, sin ninguna noción del significado y la evolución del corazón y la conciencia humana.

César Gedler
Wwwcesargedler.com

El Hijo del Hombre

El Hijo del Hombre
Flavio Josefo, el historiador judeoromano del tiempo de los apóstoles, narra en su crónica uno de los testimonios no cristiano que tenemos sobre la realidad histórica de Jesús el Nazarita: “Por aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, [si es lícito llamarlo hombre], porque realizó grandes milagros y fue maestro de aquellos hombres que aceptan con placer la verdad. Atrajo a muchos judíos y a muchos gentiles. [Era el Cristo.] Delatado por los principales de los judíos, Pilatos lo condenó a la crucifixión. Aquellos que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo, [porque se les apareció al tercer día resucitado; los profetas habían anunciado éste y mil otros hechos maravillosos acerca de él.] Desde entonces hasta la actualidad existe la agrupación de los cristianos”. (Antigüedades judías18:3:3)
La tradición aceptada por nosotros los occidentales se ajusta en gran medida al relato oficial que ofrecen los cuatro evangelios canónicos, los hechos de los apóstoles, y el libro de la Revelación, o Apocalipsis, sobre Jesús el Cristo. Las fuentes cristianas no canónicas, o evangelios apócrifos, se emparentan más con la visión esotérica, según la cual nuestra tarea en el planeta consiste en encontrar la realidad crística dentro de cada uno, a través de una permanente transformación interior hasta alcanzar el acceso a otras dimensiones en las que opera la realidad del amor y el perdón, que postula el Cristo como doctrina. De acuerdo a esta visión, Jesús de Nazarea nació en Belén de una mujer virgen, y vivió con ella y José el carpintero hasta los doce años. A esta edad fue llevado a la escuela de los Esenios, en las cuevas de Isaías, donde también vivió María en su vejez, para ser iniciado en la misión más trascendente que haya tenido cualquier hombre, la de recuperar la divinidad perdida, un evento que marcó la separación de dos eras, la de aries y la de piscis, o si se quiere, la del reino del Padre y el reino del Hijo, unos dos mil años atrás.
Las Fuentes Paganas (Suetonio, Tácito y Plinio Segundo) también nos ofrecen algunos testimonios de la realidad histórica de Jesús, al hablar de los primeros cristianos. Como lo advierte Tacchi Ventura, “eran tantas y tan diversas las religiones que se practicaban dentro del Imperio, que no maravilla fuesen poquísimos los paganos que hicieron méritos de la naciente religión cristiana”
Mientras los griegos consideraban la historia como la repetición de ciclos interminables en su estructura, igual que pasa con el día y la noche, o las estaciones, los hebreos tenían de la historia una concepción lineal, orientada hacia un fin predeterminado que culmina en la redención del hombre en Dios, como ocurría en los tiempos primordiales antes de la Caída, o pecado original, que alejó al hombre de su naturaleza superior. Esta visión nos permite comprender el itinerario del pueblo judío expuesto en el antiguo testamento, como la travesía obligada que debía recorrer las antiguas tribus de Israel, hasta la llegada del Mesías, que una parte de los Judíos vio concretada en el Jesús nacido en Belén, una humilde aldea de Palestina, sin otra compañía que la de algunos pastores con sus rebaños, y una estrella luminosa que se detuvo sobre el cielo de aquel pueblo, en una noche de invierno a finales de diciembre.
Cuando aparece en los campos de Galilea a predicar sus enseñanzas, ya es un hombre de poder, con el más alto grado de iniciación solar, y con un sentido completamente definido de su misión en la Tierra. Fue en esos días que se dirigió al Jordán, donde su primo Juan, el Bautista esenio, anunciaba la llegada del avatar que abriría las puertas del reino. Al cumplir con la ceremonia del agua, una luz y una voz se hicieron sentir desde lo alto, llamándolo su hijo bien amado, el que sería nombrado por generaciones, y a partir de ese momento ya no fue más el Jesús humano, para convertirse en el Cristo encarnado. Juan comprendió que su muerte ya era inminente en las manos de Herodes, quien instigado por su hijastra Salomé, por el rechazo pleno que le manifestaba el Bautista, pidió su cabeza en bandeja de plata, sin que el Tetrarca pudiera negarse.
Es la época que Oscar Wilde considera fue la de mayor plenitud del Cristo, al verlo como el supremo romántico, el primero en alcanzar la individualidad en su mayor lirismo, al comparar la vida y el alma del hombre libre con los lirios del campo que ni el rey Salomón con todo su poder podía imitar en belleza; y con las aves que se entregan a su canto sin pensar en qué van a comer mañana, o donde van a dormir. Un ser que manifestó siempre una exclusiva simpatía por los que él llamó la sal de la tierra, aquellos que conocían la tristeza, y sabían de dolores. A ellos les prometió en la intemperie de una colina, que verían a Dios por su disposición sencilla; que por su mansedumbre heredarían la tierra, y por su pobreza de espíritu serían colmados cuando se abrieran las puertas de la eternidad, pero igualmente maldijo a los que depositan más su confianza en el dinero que en poder del Espíritu, y a los que buscan el dominio y la gloria ante los hombres, en vez de contribuir con la realización de la justicia.
Todo este ejemplo de grandeza tenía que molestar a los fariseos y saduceos, que buscaban aparecer como los guías del pueblo elegido, mientras negociaban con el imperio para conservar sus privilegios en una vida holgada, sin perder oportunidad para someter al predicador a través de las leyes y las costumbres del Templo, pero sin ninguna poesía ni inspiración superior para enfrentarse a un hombre que sólo se defendía con la verdad y la libertad. Dos atributos que se convierten en uno, al que el hijo del carpintero se refería siempre como su Padre, y de quien decía recibir toda potestad en la tierra y en el cielo.
Al iniciarse el tiempo estipulado de su predicación, se retiró por cuarenta días al desierto, para limpiar su cuerpo físico y el astral, a través de una ascesis que lo enfrentó con su mayor enemigo, el príncipe de este mundo, quien lo tentó de todas las formas con los bienes terrenales, para que desistiera de su propósito de cortar las ataduras que esclavizan al hombre en este plano, en favor de una providencia que solamente se alcanza si se asume la entrega total de sí mismo en las manos del Padre.
Reunió a sus discípulos y brindaron muchas veces en una cena con pan ácimo, nueces, dátiles y cordero, para decirles al final del encuentro que su cercanía física ya no sería posible por más tiempo, pero que él les enviaría un paráclito con el que encontrarían el consuelo, antes de pasar ellos también a la mansión de su Padre, donde había morada para cada uno.
Esa misma noche subió al Monte de los Olivos y de tal modo pidió fuerza y coraje, que sudó sangre de su rostro, porque debía enfrentar su última prueba contando solamente con su fe y su condición humana, para que tuviera validez su sacrificio y todo fuera consumado. Ya antes había animado a uno de sus discípulos a que cumpliera la profecía de entregarlo, para de esa manera, ofrendarse a sí mismo como holocausto de redención, y establecer un ejemplo de suprema comprensión y humildad, ante un mundo que define sus normas a través de la violencia; y que se reconociera en la historia venidera, que el camino de ascensión es el ágape, o amor desinteresado, desprendido, que no se alimenta de lo que recibe, sino de lo que da.
César Gedler
www.cesargedler.com

La otra Navidad

La otra Navidad

Tendría nueve años cuando papá me compró unos patines Unión, tan buenos en el rango de la calidad, como los Winchester, porque se podían aflojar en la base para maniobrar cuando se cogía una curva y de esa manera lucirse ante todos como un patinador que desafiaba el peligro y siempre salía victorioso. Era una cuestión de honor dar la vuelta en plena carrera y seguir la ruta de espalda, con el torso medianamente inclinado para tener una ligera visión lateral que permitiera el equilibrio, antes de adelantar una pierna y estirar la otra hacia atrás hasta levantarla del todo y rodar con un sólo pie. Nadie aplaudía, paro todos sentían un silencioso respeto por los que hacían esas, y otras maromas sobre las ruedas de rolineras que se engrasaban una sola vez al año, para rodarlas hasta que se desgastaban de tanta fricción.
La época de patinaje era una alargada navidad que comenzaba a finales de octubre y se prolongaba hasta entrado el mes de enero, junto a las gaitas, las parrandas de casa en casa y los estrenos. Desde la Sanidad hasta el puente Castro, cerraban el tránsito vehicular a partir de las 8 hasta la media noche, para permitir la concentración de una multitud de patinadores y transeúntes mucho mayor que las atraídas en los carnavales, en las procesiones de la Semana Santa, en los mítines de las elecciones, y las multitudes que celebraron en la calle la caída de las dictaduras.
Una cohetamentazón que descargaba el padre Torralba desde la puerta de la capilla del Carmen, anunciaba en la madrugada del 16 de diciembre la primera misa de aguinaldo que permitía extender las patinatas hasta los últimos cantos de gallo, cuando Mario Noriega abría el quiosco El Mono frente al puente Castro, con las arepitas dulces y el café cerrero que uno envenenaba con aguardiente claro, para espantar el frío que entraba y salía por todas partes, sin considerar que el mismo aguardientico le hacía recobrar su infancia a cualquiera para llegarse hasta Campo Alegre y arrasar con el pan y la leche que dejaban frente a las quintas los repartidores antes que el sol pusiera claro el día.
Todavía no se esperaba el Espíritu de la Navidad que ingresa al mundo en forma de corriente fluídica el 21 de diciembre, por efecto del solsticio de invierno, sino el natalicio del 24 a media noche, cuando los niños suspiraban llenos de ansiedad por los regalos que el mismo niño Jesús en persona les traería para que jugaran al día siguiente sin importarles la comida ni lo que pasara a su alrededor. No eran tiempos de pinos canadienses ni extensiones de luces titilantes alrededor de un muñeco de barba blanca que nadie entiende como se mete por las chimeneas con semejante barriga. Era más bien una época de generosidad que se expresaba en la construcción de enormes nacimientos que mostraban orgullosas en una sala de la casa, las familias mantuanas de Los Teques; de interminables fiestas que los gremios y sindicatos le ofrecían a sus afiliados y donde le repartían juguetes a los muchachos; de cestas navideñas que rifaban por todas partes en una sola opción de cada lotería; un intercambio de hallacas que terminaba por aburrirnos de tanto que se servía en las tres comidas, y la dulcería que las tías solteronas se esmeraban en preparar para lucirse de ese modo, ya que de otra forma les costaba más.
Pero no todo era un prado idílico, porque, sin que nadie lo decretara, en la mayoría de las casas a la gente le daba por poner el toca disco a todo volumen, con el último disco de Billo Frómeta, y uno terminaba odiando aquella música por la inclemencia de lo repetido. También desde ese tiempo se impuso la moda absurda de los triqui traqui y tumba ranchos desde que amanecía hasta que amanecía otra vez, sin considerar que nadie disfruta para nada ese ruido inútil, excepto quien lo hace para molestarle la paciencia a los demás. Menos mal que el alto costo de la vida les dificulta a los muchachos de esta época gastarse fortunas en ese invento chino, para ofrendarle un culto al ruido cuando llega navidad.
El 24 y el 31 de diciembre eran unos días inolvidables por la disposición que mostraba todo el mundo. Desde que anochecía se abrían las puertas de las casas para celebrar a todo trapo el nacimiento del niño dios, sin que a nadie se le ocurriera estar pendiente de los ladrones ni de los malandros hinchados por la droga que disparan sin ver a donde ni a quién. Excepto en los matrimonios, no había mejor oportunidad para lucir los estrenos, regalar botellas de champaña y whiskys de las mejores marcas, hornear un pernil entero, y tomar incansablemente sin que nadie lo censurara.
Al día siguiente todo era silencio y restos de fuegos artificiales hasta entrado el mediodía, cuando los más dispuestos, sin cambiarse la ropa de estreno, montaban el sancocho y renovaban para todos la sensación de plenitud, mientras Billo comenzaba otra vez a repetir “navidad que vuelve, tradición del año. Unos van alegres y otros van llorando”…

César Gedler
www.cesargedler.com

El parque Los Coquitos

El parque Los Coquitos
Mi tío Tomás Lozada tenía una casa de campo colindante con la zona alta del parque Knoop, que para nosotros siempre fue el parque “Los Coquitos”, sin más. Muchas veces cuando pequeños los hermanos y primos nos íbamos a pasar la noche en medio de esa selva donde había leones y tigres del tamaño de un elefante, según nos contaba el tío como si verdad la casa de madera en que vivía quedara más allá de toda civilización.
En su alma de hombre sencillo aquellos cuentos no pasaban de una travesura que olvidaba al momento, pero en cada uno de los muchachos que oíamos el relato, la imaginación se agitaba hasta la mayor oscuridad, proporcional a nuestro desamparo de niños pueblerinos, que a lo más le habíamos tocado la cabeza a un perro, y la sola idea de enfrentar un león nos hacía insufrible las noches en una oscuridad llena de estrellas y grillos, asistidos solamente por la Coleman, que alumbraba el lugar por donde nos movíamos, seguidos de la sombra de cada uno, reflejada en las paredes de barro que nos amparaban de las fieras asesinas que asechaban escondidas detrás de los árboles que rodeaban la casa.
Desde que entrábamos al parque y remontábamos la cuesta que daba al claro donde se divisaba el rancho de barro y madera, teníamos que pisar al tanteo los caminos de hojas y ramas que desprendían un olor a eucalipto, confiados en la oración que mi tío nos hacía repetir para espantar o dormir las culebras y que no sintieran el peso ni el ruido que hacíamos mientras caminábamos agarrados de su mano. Menos mal que siempre fue efectivo el poder de aquella oración, porque nunca nos asustó ninguna serpiente, y hasta los tigres se alejaban o se dormían por el miedo que les producía San Marcos desde la cueva donde escribía acompañado con un león al lado. Para nosotros que teníamos paso corto, la travesía duraba mucho tiempo, y por eso llegábamos con los últimos rayos de sol, y un frío que soportábamos por el cansancio del trayecto.
No estoy seguro si el fogón de leña permanecía encendido con las brasas, o si él lo prendía para calentar unas hallaquitas rellenas con todo lo que encontraba, que mi abuela le ponía en la mano antes de salir, con un pedazo de papelón para el guarapo de la noche, y el resto para el amanecer. Por eso digo que mis primeros recuerdos del parque no son precisos, sino que se parecen a un sueño que se repite pero que nunca se aclara, y no sabemos si lo que nos llega de aquella memoria es la verdad, o si son pedazos de imaginación que uno le pone para no dejar las cosas incompletas.
Es diferente lo que me llega cuando una tarde de mucha lluvia en la que estábamos en el parque con mi papá, una señora dejó la cartera tirada, por el apuro de no mojarse, y a mi se me ocurrió agarrar su bolso para dárselo y que no la perdiera, sin avisarle a papá lo que estaba haciendo, pero no encontraba a la señora por más que la buscaba, y cuando vine a ver estaba emparamado como un náufrago, y sin saber dónde estaba mi familia ni la dueña de la cartera, y lo que gané fue un regaño y una calentura de varios días. De esa vez se me viene a la mente los caminos de piedra, los tubos que sujetaban el puente del tren, unos bancos de hierro para sentarse la gente, y una rockola que sonaba en la parte de abajo donde vendían comida, y no se si cerveza también.
Uno de los pasatiempos de la época en que estudiábamos quinto y sexto grado, era atravesar corriendo el puente del parque cuando sentíamos que el tren se acercaba. Desde que pasaba preorientación, comenzaba a sonar el pito inconfundible, que nosotros reconocíamos y nos permitía calcular el tiempo que le faltaba para alcanzarnos. Algunas veces nos fallaba el cálculo y teníamos que refugiábamos en una casilla en medio del puente y salvábamos la vida, pero ya conocíamos el truco, que consistía en no ver para abajo para no marearnos, y eso nos permitía aumentar la velocidad y llegar al otro extremo.
Mas claro veo todo cuando Sótero Hernández se metió a hippie y formó por un tiempo una comuna de paz y amor en el parque, antes de que la policía los sacara a planazos. Para ese entonces yo era un hombre de 16 años y podía observar las plantas de las más variadas especies, traídas de muchas partes del mundo y sembradas por manos amigas, para crecer libremente como si estuvieran en un bosque donde el sol y la lluvia se encargaban de cuidarlas. Igual se sentía el revoloteo de los pájaros que se movían y cantaban entre unos árboles inmensos con parásitas chorreantes que parecían unos duendes de trapo para espantar a los vampiros.
Después vino la época de intensas lecturas en sus bancos de madera. Era un ritual saludarnos entre los concurrentes mostrando la portada del libro que leíamos, sin más comentarios que esa seña convenida. El frío de las mañanas nos permitía abrigarnos con un saco raído que usábamos permanentemente, a la usanza de los bohemios parisinos, cuando todavía no habíamos sacrificado el placer de fumar, y la hora del café se convertía en una chimenea donde cada quien hablaba de su libro como el sumum de la literatura. Entre los autores obligados estaban Sartre, Herman Hesse, Papini, y algunos latinoamericanos de peso, como García Márquez, Borges y Carpentier.
La pasión de la lectura es más intensa en la adolescencia, cuando uno siente que va descubriendo el mundo, y admira con respeto y gravedad a los que hablan de los autores con erudición familiar, y conocen detalles que explican su postura de vida y algunas constantes en la obra de un escritor. Así me pasaba con un armenio del que solamente recuerdo su mirada de perro viejo. Era uno de los asiduos a la cofradía de lectores. Un personaje peculiar, un existencialista al que le importaba casi nada el dinero y mucho la cultura estética. Nos pedía libros prestados y nos ayudaba en la traducción del francés e inglés que dominaba con soltura, aparte del español, que lo entendía más que gramaticalmente. Un día dejamos de verlo. Como llegó se fue.
Cuando regresé de Mérida visité el parque esperando sentir el entusiasmo de aquellos días, pero lo que encontré fue dramático. Aguas putrefactas, bancos en ruina, el parque de los niños destrozado, y un silencio de muerte que contagiaba su tristeza sin fin. Por mucho tiempo no quise ni acercarme para no padecer la misma desolación que emanaba de aquel lugar. Tampoco el parque El Toro se había salvado. Lo habían convertido en un gimnasio y unas canchas de bolas que imposibilitaba el sosiego que se busca en esos lugares. Afortunadamente en San Pedro estaba el profesor Daniel Oliver con una casa mágica llena de buena música y literatura, donde nos encontrábamos algunos espíritus desarraigados.
Mi última visita al parque Los Coquitos fue en estos días. Sentí renovada mi alegría cuando supe que algunas personas de buena voluntad están luchando por su recuperación. Entonces recorrí sus caminos como en otros tiempos, y tuve el presagio de que muy pronto regresarían los duendes que lo poblaban cuando tenía dolientes.
César Gedler
www.cesargedler.com

Luis Enrique

Luis Enrique
Llegó con el aire de ausencia de los viajeros habituales a los que nada le es extraño en ningún lado del mundo. Había ido a cobrar una deuda que le tenían a Wilson en aquella tierra de verdes encendidos y música metálica. Era cosa de dos días, si se calcula con comodidad, para no devolverse en el mismo avión y regresar cansado sin motivo. La gente que lo estaba esperando se le acercó con sonrisa de bienvenida, y le brindó un saludo cordial chocándose los puños, lo que aumentó su agrado para aceptarles la hospitalidad que le ofrecieron en una casa de campo, en vez de quedarse solitario en una habitación de hotel, con olor a detergente.
En la hacienda se lo dijeron: “No le vamos a pagar nada a ese carajo. Más bien él es quien tendrá que pagar si quiere ver vivo otra vez a su amigo”. La angustia le recorrió el cuerpo con un aire húmedo y frío. Estaba perdido. Wilson nunca aflojaría un centavo por chantaje. Se sintió indefenso en esa tierra lejana, con gente extraña, otro idioma, otro paisaje sin disfrute, una brisa sin frescura, pero no dijo nada, esperando que todo fuera un mal entendido, un camino equivocado del que se podía regresar con la misma naturalidad con que llegó, la misma tarde encendida y la misma brisa suave, en un paisaje lleno de intensidad y plenitud. Pero nada se movía, todo seguía en la misma quietud dolorosa que precede a la desgracia, en la misma agonía de los naufragios nocturnos.
¿Que estaría pasando ahora en cualquier parte que no fuera esa habitación con forma de calabozo, con poco aire y mucha oscuridad? La noche y el día no eran para él, que apenas se había prestado para cobrar un dinero empaquetado y dispuesto en la maleta viajera. Tampoco el alimento que había visto en la mesa cuando llegó a la hacienda, ni las camas que las habría cómodas y amplias en cada cuarto. Una que otra vez sentía pisadas como si vinieran a saber de él, pero seguían indiferentes hacia otros destinos, sin que le importara a nadie su sed y su aturdimiento en aquella cueva de sombras y durezas.
En la mañana lo levantaron temprano y le señalaron el piso manchado, las botellas tiradas por todas partes, restos de comida en la cocina y en la mesa, y le gritaron algo un dialecto que no entendió. Cuando se acercó a tomar un poco de agua sintió un golpe ácido que le quemó la espalda y cuando por instinto buscó defenderse, sintió otro latigazo en la cara que lo mandó al suelo sin sentido. A patadas y empujones lo obligaron a pararse y le pusieron en la mano un palo de coletear que lo ayudó a comprender el propósito de aquellos bichos antes que pudiera verles la cara.
Desde niño sabía poner los ojos como un cordero cuando quería pedir algo, y esa vez le dio resultado, porque después de varias horas, mientras él limpiaba y los bichos seguían consumiendo y tomando para emborracharse otra vez, fue que le dieron algo de la comida sobrante el día anterior. Cuando buscaba explicarse, los bichos se miraban extrañados por aquel idioma salvaje que les sonaba ajeno, pervertido y difícil de comprender.
Era solamente una forma humana convertible en dinero que servía además para oficios de limpieza y algo de diversión. Sin alma, sentimientos ni quebrantos, para importarle a cualquiera, para ser mirado un instante de otro modo, para ser esperado o recordado con una sonrisa o tan siquiera con inquietud.
La puerta le cayó encima y lo sacó del sueño como un golpe seco. Unas voces en la oscuridad le ordenaban que se parara de inmediato. Tanteó en el piso buscando sus zapatos, pero un brazo de caletero lo sacó de un sólo impulso de aquella cueva como si se tratara de un pájaro muerto. La misma mano lo llevó a empellones hasta un camino que se hacía cada vez más inclinado y sofocante, hasta llegar a un camión donde fue arrojado como un saco de arena.
Se entregó resignado a una muerte triste y lejana en una madrugada sin estrellas, sobre aquella plataforma que se movía con sobresaltos por las piedras y baches del camino. Ya no importaba nada; ni el dolor, ni la sed inclemente, ni la esperanza de otros días. Era mejor salir pronto del maltrato y que sus restos quedaran dispersos en esas montañas de tierra oscura, como iban quedando sus sueños y sus angustias en una sensación de laxitud semejante al olvido.
El calor se elevaba inmisericorde con cada hora que pasaba y un resplandor de hambre y sed era todo el paisaje que alcanzaba a ver después de un sueño ahogado por el laberinto de la confusión. Ya casi despertaba cuando sintió un frescor de vida que le caía en el rostro como un bálsamo de luz. Una mano amiga que le rociaba el agua, y una sonrisa de paz, fue lo primero que vio al retornar a la vida.
Poco a poco fue comprendiendo lo que decían todos a la vez entre risas y muecas. Esta era otra gente, otro corazón, otra esperanza. Lo habían rescatado. Sus captores estaban muertos. Apenas pudieron disparar sin saber a quien. Los que no murieron por las balas, quedaron regados en pedazos por los machetazos, en medio de una embriaguez que se convirtió en el canto de la muerte.
Durmió completo todo el día en una cama de sábanas limpias, con agua fresca en la mesa de noche, un ventilador con ruido de barco, una vela encendida que alumbraba a un santo sobre la ventana, y un radio encendido en el otro extremo de la casa que se hacía oír de manera intermitente, para que los sueños se llevaran la inquietud, mientras vaciaban los recipientes del miedo.
En la mesa fue servido como un potentado, y hasta una mulata con mirada de yegua le trajeron para su contento. Todo quedó explicado para él cuando comprendió que lo confundían con un capo de primera línea; y era cierto, porque allá en su tierra alguien pagó sin escatimar por su rescate, y eso sólo se hace por un grande.
Al día siguiente pidió que le trajeran ropa y agua de colonia, cigarrillos ingleses, whisky escocés de viejas cosechas, y comenzó a modular la voz con gravedad y lentitud estudiada mientras le explicaba a los presentes quién era él, por lo valiosos conocimientos de la ruta de contrabando, los sitios de canje del oro y la esmeralda, y sus contactos en las compra de arma, para los países en guerra. Hablaba de literatura, de música universal, de marcas de tabaco, y de todas las cosas que aquellos amigos querían saber de su propia palabra.
Con los días llegó el pasaje de retorno, y su agradecimiento con aquella gente lo hizo llorar de emoción por lo mucho que había vivido, pero su regreso era inevitable, y se extendió dando promesa de un pronto retorno como visitante, cuando la policía allanó la casa y los hicieron preso amarrados con cadenas y apuntados con fusiles y pistolas.
Fueron demasiadas las cosas que se atropellaron sobre él en los años que siguieron después de su conducción a la cárcel. Entre mirar las estrellas y repetir los mismos consejos de cuando se sentía un capo, los días tomaban la forma de un viaje largo a un país extraño donde debía cobrar una deuda que nunca le pagaron.
César Gedler
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