Andrés Ramón

Andrés Ramón
Había preferido el encierro a la compañía. No le temía a las soleadas inclementes ni a los aguaceros con relámpagos. Lo suyo era caminar desde las playas hasta las montañas en las que se había hundido con sus animales. No era zurdo, pero tuvo que serlo para rozar el monte y abrir los cocos, por una curvatura de la mano derecha que le entumecía los dedos sin que los curiosos pudieran voltearle su daño.
Algunos dicen que por eso se le escapó el niño con la crecida del río, antes que la tristeza se le encajara en el alma como una espina. ¿Para qué llorar lágrimas? Con esa lanza atravesada en el pecho tenía suficiente para pasar dos vidas encogido.
“La tarea es la tarea -rumiaba en su soledad- Hay que cumplirla y nada más. Para comer se debe trabajar. Eso es todo. La tierra no pregunta si uno quiere sacarle su fruto, ni los animales crecen solos. Para eso están las tardes, para tristear sentado en el taburete mientras se mastica tabaco, o se mira el humo de la cachimba para agarrar el sueño”.
Una cierta Francisca lo visitaba para darle calor en el chinchorro y cocinarle algunos granos que se comía en silencio. Ya en la mañana, cuando se iba a remover los campos, se despedía para señalar sin decirlo, que prefería encontrar el rancho solo cuando regresara en la tarde. Así había sido siempre entre ellos, y no tenía por qué ser diferente. Con sus dedos encorvados bajaba la cuesta remarcando las mismas pisadas de todos los días, hasta que la muerte lo agarrara desprevenido.
-Andrés Ramón, tu deberías dejarme que te arregle un poco la casa. Nada más que pasarle un trapo en los rincones, y darle un poco de orden a esos trastos que se te están pudriendo de puro desuso.
-Déjate de vainas Francisca. Ya te he dicho que no te metas con mis cosas. Si tienes ganas de trabajar desanda tu casa y la vuelves a armar, pero aquí tienes prohibido ponerle la mano a ningún coroto.
En el trapiche de la curva que coge hacia el monte compraba un aguardiente claro con ramas, para curarse los dolores en las coyunturas cuando arreciaba la humedad de los inviernos, y para beber los fines de semana hasta que no se veía más el brillo de las estrellas, con el canto de los gallos. Entonces lloraba sobre su propia soledad, y cogía a rezongar todas las cosas que había callado en los días anteriores, por el modo como la gente se metía en los asuntos de los demás, sin que la estuvieran llamando.
Un día se apareció la Francisca y se quedó como siempre, pero no se fue en la mañana como de costumbre, sino que se quedó limpiándole las herramientas de trabajo, quitando las telarañas de las ventanas, lavando las cortinas, y rociando aromas para espantar los olores de la casa, pero en el rostro de Andrés Ramón pudo ver esa tarde que se había equivocado. Sin que nadie lo dijera, sintió en la mirada de angustia de aquel hombre, que sin querer había sacado el espíritu de los muertos que acompañaban al solitario, y que con sus trapos y su escoba había perdido su lugar en el chinchorro. Todo eso en una mirada.
-Te dije que no te metieras con mis cosas- le gritó mientras blandía el machete para darle un planazo con toda su furia, pero la mujer metió el brazo para evitar el golpe y lo único que sintió fue un dolor frío que le estremeció todo el cuerpo, cuando el hierro se le hundió en el brazo más allá del hueso y le dejó guindando en la piel lo que quedaba de su mano, y un grito de dolor y miedo que la mandó a correr cuesta abajo buscando el auxilio de los suyos.
Al rato se aparecieron los pocos amigos que lo querían y también la policía, armada con escopetas y peinillas para hacerlo preso y bajarlo amarrado con dos cabuyas por los caminos, como se arresta a los criminales que nunca piden perdón, y a los que se apunta con el cañón de la escopeta, para dejarlos pegados en el suelo si se quieren fugar, burlándose de la autoridad.
Desde afuera le gritaron: “date por preso Andrés Ramón” y se lo volvieron a repetir varias veces, mientras sus animales se movían inquietos de un lado a otro por tanta gente y tanta bulla, como nunca había pasado por aquellos lugares. El más atrevido de los policías le mandó una patada a la puerta que le desbarató las bisagras y echó la puerta al piso mientras el hombre se paraba del taburete con el machete en el aire buscando la muerte, pero un tiro en el brazo le robó la fuerza, y otro tiro le busco el pecho para quitarle la rabia, pero Andrés Ramón sólo sentía que la mano se le aflojaba, y los dedos se le volvían elásticos para extender el brazo y traerse la risa de un niño que le reponía la alegría hasta reír él también tirado en el piso como si jugara con su propia muerte.

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