La Casita de Dandry

La Casita
Hay algo metafísico en esta frontera que me habla desde sus tardes verde mate. Me siento ligado a sus formas de un modo intenso y ligero a un solo tiempo. Sobre todo en la casita de Dandry y Rossana, dos amigos de siempre, que acompañan mi travesía por estas lomas donde todo me llega como si mirara por primera vez. Desde la casita contemplo los amaneceres entumecidos, en contraste con las tardes encendidas por un sol iracundo antes de perderse en el vacío de la noche, y nos amparan de aquellos mediodías inclementes que colman las ciudades de una irritante agitación.
La casa es el alma, y el alma es todo el sentimiento que nos une a la tierra a través del afecto. Así lo siento y lo sufro, al revivir alguna existencia en la que padecí la orfandad por castigo. Nunca lo revelo, pero las casas tienen más alma y espíritu que la mayoría de los hombres, y su paz profunda solamente se la entrega a los que la merecen, como pasa con esta cabaña de las alturas.
Soy testigo de su formación en las montañas de Toituna. La vi nacer y crecer en un grado de inspiración superior, por la intensidad de su sueño. Ya hoy está madura para ofrecer el resguardo que tiene para dar. Así lo sintió nuestro amigo, el Dr. J.J. Villamizar Molina, cuando nos hablaba sobre la prehistoria del lugar. José Ernesto Becerra aprobaba satisfecho, mientras una brisa cálida levantaba las cortinas en señal de confirmación.
Vengo desde lejos buscando la redención de mi alma extraviada. Aquí está la mujer con quien estoy unido, la que llorará mi muerte, cuando ya no tenga sombra ni voz. Viajo toda una noche mirando las constelaciones silenciosas y lejanas para reír por un tiempo fugaz, sin que los verdugos estrangulen mis sueños.
Digo yo que la casita se parece al alma, porque en ella nuestras memorias recuperan su sonrisa, y se expresan sin miedo en un mundo que hace bien al darnos la espalda por saludo. Tiene la sencillez de las aldeas campesinas, y el confort de las ciudades eternas. Siento su tristeza por las tardes de soledad a la que está condenada en su inocencia; su pesar por las noches sin embriaguez, ni el sonido del fado que suscita los versos llorosos, o las cicatrices de un viejo mueble donde todos se quieren sentar.
Nunca le digo que vengo de paso, para no quebrantar su alegría. Yo sé bien que fue hecha por algunos duendes, para ocultar la vejez de un aventurero que presiente su final, o para resumir el relato de quien quiere decirlo todo. Ella espera paciente esas presencias. Conoce la naturaleza de su esencia, y comprende que su momento no ha llegado.
Anoche, y en esta mañana, sentí la comunión entre su serena figura y la estirpe a la que pertenezco. Por un momento descubrí el lugar de los lugares, y pude estar en todas partes al mismo tiempo, sin que nada me faltara.
Ya me voy. Todo en mi se estremece con ella, y sé de sobra que en su discreta intimidad, también me ama.

César Gedler

Albert Camus, a 50 años de su muerte

Albert Camus, a 50 años de su muerte
“En un cementerio de Argel, un hombre solitario se sienta sobre la tumba de su madre y comienza a llorar inconsolablemente… Ese hombre era Albert Camus”. Poco más o menos, el poeta Mafud Masis comenzaba el programa que mantenía en aquella añorada y respetable Radio Nacional de Venezuela de los años 70 con estas palabras. Media hora dedicada a la memoria del escritor franco argelino fue suficiente para que inmediatamente buscara en la biblioteca Cecilio Acosta de Los Teques, todo lo que tuvieran sobre el premio Nóbel del año 57 y devorar sus textos con la intensidad de la codicia.
Esa experiencia fue definitoria en lo que vanidosamente pudiera llamar mi modo literario. Al conocer a Hernando Track, que era tan camusiano como puede serlo alguien que sufrió el absurdo hasta la muerte, sentí que aquel estilo me correspondía por temperamento y destino. Ya simpatizaba con la narrativa de Sartre y Beauvoir, pero ninguno de los dos tenía esa fuerza lírica tan mediterránea como Camus, que se acercaba sin ningún esfuerzo a lo que yo andaba buscando: “Los ruidos del campo llegaban hasta mí. Olores de noche, de tierra y de sal refrescaban mis sienes. La maravillosa paz de ese verano adormecido entraba en mi como una marea”, nos dice al final de El Extranjero, su novela más conocida. Hay que tener sentido de la belleza y un dominio particular de las palabras para resumir en algunas frases entrelazadas, el contrapunto de naturaleza y hombre, sin más detalles que el juego de sensaciones que experimentaba aquel condenado a muerte tirado en su cama, sin esperar nada ni a nadie, sino entregado a la embriaguez del oído y el olfato.
Camus nació el 7 de noviembre de 1913 en Mondovi, (actual Drean) una ciudad argelina que para entonces era colonia francesa. Hijo de padre alsaciano que muere cuando Albert cuenta apenas 10 meses de nacido, y madre descendiente de españoles que se desempeñaba en oficios domésticos en casa de ricos franceses, Camus nunca se sintió ni francés ni argelino, ya que su mentalidad encontró en Europa su lenguaje, pero su sensibilidad no se desligó del paisaje mediterráneo de Argel, aun con toda su miseria. Su doble condición le enseñaría muy pronto que en este mundo sobra la injusticia, y que el papel del hombre está en sobrepasarla a través de la solidaridad con los demás hombres. Como lo advierte en La Peste, la novela que ilustra la metáfora de la opresión, “para testimoniar a favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha, y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”
Camus expresa su postura filosófica a través de la novela y el teatro como recurso. La Caída; La Peste; El extranjero, son algunas de sus obras literarias que se complementan con ensayos de orden teóricos, El Mito de Sísifo, El Hombre rebelde, Estado de sitio, para ilustrar una visión del mundo a la que él llama absurdo, por comportar una contradicción casi nunca reparable entre las apetencias de los hombres y la indiferencia de la naturaleza, que permite la enfermedad y la muerte; las ansias de plenitud y amor que mueve al hombre hasta el sacrificio, y la presencia del mal, que se opone a su sueño mediante todas las formas del egoísmo.
El mérito del hombre, según Camus, está en enfrentar este absurdo por mediación de una conciencia lúcida que reconozca en la unificación con el resto de los hombres el único esfuerzo que le es dado oponerle a la adversidad: “En su mayor esfuerzo, el hombre no puede proponerse más que disminuir aritméticamente el dolor del mundo”, una expresión que se complementa con esta otra, que le sirve de causa eficiente: “nuestra desgracia es que estamos en la época de las ideologías totalitarias, es decir, tan seguras de ellas mismas, de sus razones imbéciles o de sus verdades estrechas, que no admiten otra salvación para el mundo que su propia dominación. Y querer dominar a alguien o algo, es ambicionar la esterilidad, el silencio o la muerte de ese alguien” Como intelectual y como escritor, Camus optó siempre por la justicia, contra todas las formas del totalitarismo, de izquierda o de derecha. “El escritor no puede estar al servicio de los que hacen la historia. Está al servicio de los que la sufren”, nos advertía al recibir el premio en a Academia sueca.
El reconocimiento visceral de este sin sentido en que vivimos, es el comienzo lúcido que vamos tomando frente a lo quimérico de las ilusiones que hasta ahora nos alimentaban. Es necesario admitir el absurdo como el estado natural en que habitamos. Todo esto nos acerca a la triple ascendencia que proclamaba Zaratustra: recibimos el absurdo al igual que el camello que se inclina esperando la carga; de su reconocimiento nace el León, que instaura su rebelión y aspira al dominio pleno, para finalmente surgir el Niño, a través de la solidaridad hacia los hombres, la inocencia de un alma sin opresión y el desinterés por otra cosa que no sea su mundo. Así lo expresa en el Discurso de Suecia, “que aclara con seriedad penetrante los problemas planteados en nuestros días a las conciencias humanas”, según el veredicto de la Academia, en el que Camus le señala una misión a nuestra generación desorientada en su fe: "Heredera de una historia corrompida en la que se mezclan las revoluciones decadentes, las técnicas que se han hecho demenciales, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; en las que poderes mediocres puedan hoy destruir todo, pero ya no saben convencer; en las que la inteligencia se ha rebajado hasta hacerse servidora del odio y de la opresión; esta generación ha tenido que restaurar en sí misma, a partir de sus únicas negaciones un poco de lo que constituye la dignidad del vivir y del morir".
Una tarde del 4 de enero de 1960, después de comprar el boleto de regreso a la capital francesa, recibió una llamada de su amigo Michel Gallimart para regresar juntos a Paris desde Lyon en su automóvil, un Facel Vèga, que recién estaba estrenando. Ya casi llegando, le estalló un caucho al carro y se estrellaron contra un árbol a una velocidad de 150 km /hra. Su muerte fue inmediata. Sólo sobrevivió el manuscrito de su más reciente novela, El Primer hombre, en la que describe de modo increíblemente sentida su infancia y juventud, la mirada de la madre, sentada en el balcón al regresar del trabajo, los recuerdos de su maestro y mentor Louis Germain, quien creyó en el potencial intelectual del discípulo y lo ayudó para que no abandonara la escuela.
Hoy, a 50 años de su muerte, me parece justo que sean trasladados sus restos, como quiere el presidente de Francia, Nicolás Sarkozi, al Panteón Nacional, como un reconocimiento de su inmensa batalla contra el absurdo, y a favor del humanismo. Es una forma justa de recordar a un justo, el único intelectual que elevó su voz de protesta, junto con Kart Jaspe, en el momento en que Estados Unidos dejó caer la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki.

César Gedler
www.cesargedler.com

La Maestra Sara

La Maestra Sara
Yo veía que un compañero de estudios en el segundo grado tenía muy buena letra y le pregunté cómo hacía para escribir así, entonces me respondió sorprendido que sería el lápiz con que escribía, porque él no hacía nada para que la letra le saliera derechita. La respuesta me convenció y en una clase donde había que entregar un dictado, se lo pedí prestado y le di el mío. El resultado fue catastrófico para mí, porque no sólo me salió la letra torcida igual que siempre, sino que al afincar el lápiz a ver si era por eso, se lo quebré y tuve que comprarle uno nuevo antes que me denunciara con la maestra y me castigara toda una mañana, parado en un rincón.

Eso fue en una escuela unitaria que ni nombre tenía, sino un número que poníamos en el cuaderno después de la fecha del día. Estaba ubicada en la calle Miquilén, donde ahora está un hotel que por un tiempo no heredó nada de aquellas lecciones que nos dictaba la maestra Sara de Belgrave, una llanera de temple que tuvo 15 hijos, más los que asumió como de ella, entre los cuales me cuento.

La escuelita era muy curiosa. El salón de clase con sus pupitres, quedaban en la sala de su casa, y en una zona cercana al comedor, había un patio donde una maestra oriental llamada Felipa Rondón, nos cuidaba a la hora del recreo y nos dejaba hacer toda la bulla que nos prohibían en el salón.

Como era mi maestra, tenía un cierto deber de estar cerca cuando ella visitaba a mi mamá, que era su comadre, y por eso me enteraba sin que me importara casi nada, de los pormenores que pasaban en otras escuelas que se anegaban cuando decía a llover, o de la falta de patios para que los muchachos jugaran en el recreo, porque las clases se daban en el mismo lugar en que funcionaban las casas de citas en las noches, por los lados de la lecharía Polar y la línea del tren, saliendo de Los Teques, que la gente llamaba zona de tolerancia, sin que me imaginara ni remotamente el significado que podía tener ese nombre en mi mundo de carritos y trompos.

Yo tendría unos siete años cuando el incidente con el condiscípulo, y ya sabía leer, escribir con algo de ortografía y repetir las dos primeras tablas, porque mi mamá siendo maestra nos enseñaba desde que mudábamos los primeros dientes a competir con los números y a deletrear algunos cuentos de los muchos que había en la casa, de manera que llegué directo al segundo grado a recorrer cinco escuelas durante más de siete años, para sacar mi primaria y hacerme sargento técnico, según el parecer de un vecino militar que me veía con estima y le parecía lo más apropiado para un muchacho que prefería jubilarse y coger a bañarse en todas las pozas, a sentarse frente a un cuaderno para cumplir con las tareas, pero mi destino estaba lejos de la milicia, y así lo comprendió mi mamá al ver que devoraba cuanto libros se me atravesaba.

La maestra Sara tenía la voz ronca de tanto fumar, y eso le daba un aspecto de autoridad que contrastaba con su sonrisa y sus modos amables en el trato con los demás. Yo recuerdo que nos enseñaba a través de preguntas que nos ponían a pensar y a decir lo que uno creía que eran las cosas, sin que a ella le hicieran reír los disparates que algunas veces decíamos, como pasaba sobre todo con un compañero que se llamaba Groendura, que nunca se aprendió ni las estrofas del himno, sino que decía “el yú golanzó” aunque ella nos repitiera que era el yugo, y nos explicara su significado.

A mi me hubiera gustado seguir estudiando con ella, porque casi nunca me castigaba, sino que se hacía la loca cuando me cazaba viendo hacia la calle, o tirando papelitos llenos de tiza a los demás, pero también porque ella sabía contar historias al modo llanero, que inventan los pormenores y uno creía que había estado ahí, entonces se entusiasmaba con el cuento y soñaba despierto, con aquellos personajes llenos de sangre que solamente peleaban con una lanza en la mano.

En esos días llegó la televisión a Los Teques, y la gente se aglomeraba a ver las películas en una tienda que se llamaba Admirar, que pusieron casi al frente de la escuela y que mantenía varios televisores prendidos todo el tiempo para que los mirones se entusiasmaran y compraran uno para la casa, como hizo mi papá, a quien le gustaba sentarse con nosotros a ver programas hasta tarde, sin importar que la gente dijera que la televisión iba a dejar ciega a la gente, porque y que del televisor salían unos rayos que enfermaban la vista y el cerebro.

Hoy me digo que de haber seguido con ella habría madurado siguiendo su temple. Así pasa cuando absorbemos una influencia por mediación de alguien que la vida nos pone cerca para nuestra evolución, pero lo malo es que las escuelas unitarias solamente llegaban hasta segundo grado, y me tocaba estudiar tercero, sin sospechar que sería con una maestra andina, a la que tuve que padecer sin remedio, soportando callado los regaños, porque en ese tiempo la culpa de todo la teníamos los muchachos, sin importar que entre ella y yo nunca hubiera entendimiento.

Después la maestra Belgrave se mudó por los lados de Quebrada de la Virgen, y la escuela desapareció como si nunca hubiera estado donde estuvo, pero ella seguía viniendo a la casa, y mamá se alegraba porque aquella mujer franca y sencilla sabía dar afecto y brindar la amistad que poca gente puede dar, porque la amistad es un asunto del alma, del nivel de ser, de condición humana, como dicen los que saben, y su naturaleza está en el dar. Así era ella.

Yo supe cuando se enfermó y la hospitalizaron para ver si la curaban de un enfisema que la ahogaba mientras tosía, porque lo primero que se preguntaban las demás maestras al encontrarse era por Sara, y comenzaban a decirse entre ellas lo bondadosa que era esa mujer, que siempre andaba preocupándose por los demás, y apenas sabía de alguien que andaba en apuros se le presentaba con una bolsa de comida o unas palabras de consuelo.

Para entonces yo era sólo un niño, y lo que oía no pasaba de parecerme algo grande y meritorio, que ya era bastante, pero al crecer la vida me enseñó a valorar a esas personas sustancialmente por lo que son, en su silenciosa misión hacia el prójimo, y en su coraje para afrontar las adversidades sin perder el humor y la gracia.

Un día de enero llegaron a la casa con la noticia de su muerte, y mamá lloró la pérdida de aquella amiga con quien construyó un significado humano, para mantenerse en el mundo de acuerdo al llamado del espíritu. Por primera vez supe que por los amigos muertos también se sufre, y sin saber la razón profunda, intuía que había pasado algo muy serio.

Lo que puedo asegurar es de que si estuviera viva seríamos amigos, y al visitarla nos demoraríamos sin esfuerzo en una larga conversa sobre los fantasmas del llano, o sobre la forma de cocinar los frijoles con cilantro y batata, que ella me enseñaría a preparar como lo aprendió en aquellos montes de donde vino.

César Gedler
www.cesargedler.com

Liturgia y filigranas en Rito de Palabras

“La palabra tiene un rango sagrado porque es portadora de símbolos, ella traduce situaciones profundas, el lenguaje entero es portador de símbolos”, nos dice César Gedler. Este juicio nos llena de gozo al constatar que la palabra sigue teniendo un lugar privilegiado en el universo proteico de algunos escritores que bregan día a día en una sociedad atomizada por el espectro del vacío que se ha instaurado en el lenguaje, tanto oral como escrito. Rito de Palabras es el más reciente ensayo de César Gedler, docente universitario, promotor de la cultura popular, escritor y astrólogo.
Rito de Palabras es como un fino tejido litúrgico que evoca la historia como una presencia colectiva hecha con retazos de vivencias y palabras. Muestra los desgarrones de una gran parte de la cultura que agoniza entre las volutas y espasmos de la tecnología y el capitalismo. Asimismo, es testimonio de la victoria muda de una raza que ha sobrevivido a la derrota, constelizando su triunfo en las instancias del sueño, en el ritual que persigue la conexión efectiva con las raíces ancestrales que siguen manando savia hacia aquellos que convocan sus potencias a través de lo sagrado.
El autor de Rito de Palabras afirma que el estado caótico que irrumpió en occidente con el racionalismo y el capitalismo, principales causantes del silencio que paulatinamente se convirtió en carcelero del alma, acarreando con ello la fragmentación y el desorden del sistema de vida actual, está menguando. César Gedler expresa esta idea mediante una observación que muestra su optimismo y la fe en el advenimiento del hombre nuevo.
”Sin embargo, uno de los signos de nuestros días, es la reaparición del modelo matriarcal, del orden yin, de la sensibilidad lunar, de la magia, el misterio y los mundos simultáneos, que sacaran de su rigidez habitual el horizonte del logos, el dominio patriarcal, el orden yang, para conducirnos a una nueva lucha: el camino de la individuación.”


A través de la páginas de Rito de Palabras nos vamos internalizando cada vez más en un universo que nos habla de lo sagrado y lo profano, dos valores que están tomando fuerza en los diferentes discursos que se articulan en nuestra sociedad, hoy encaminada a recuperar esa conciencia que nos permita acceder a la comprensión del elemento religioso que subyace en cada uno de nosotros. Entendemos que la religión, re-ligare, religarse, es volver a unirse con algo de lo que estamos evidentemente desunidos. La intimidad, esa noción tan hermosa como subjetiva, aparece en Rito de Palabras como una mostración de la más profunda religiosidad. Todos nuestros actos, incluyendo los más cotidianos, están signados por el rito. Cada quehacer precisa de un procedimiento, por sencillo que sea, en ese proceso está inscrito el ritual exigido para realizar la tarea o el acto en cuestión.
La propuesta fundamental del autor de Rito de Palabras nos invita a religarnos con nuestra intimidad, a penetrar en nuestro mundo interior al que sólo se tiene acceso a través de la conciencia, cualidad que ha sido relegada al sótano de la psique, convirtiendo nuestros actos, grandes y pequeños, en puras acciones mecanizadas, guiadas por un automatismo que nos priva de la verdadera relación con nosotros mismos. El universo en el que se despliega la interioridad de cada uno de nosotros vive un sueño del que a veces recordamos algo y otras no, porque estamos muy ocupados con la rutina de cada día. El planteamiento de César Gedler, señala que es necesario introyectar esa conciencia y asumir una posición que permita experimentarla completamente para acceder a una existencia más rica y plena. El rito de pasaje conduce al esclarecimiento de las percepciones, quienes permanecen como un conejo en mitad de la noche paralizado por la luz.
La consecuencia del mecanicismo y automatismo, propiciados, como acotamos antes, por la imposición de un racionalismo exacerbado y del capitalismo, ha conducido a una gran parte de la sociedad a experimentar un espanto de orden sagrado: la nostalgia, un daimon que hace su parusía en plena edad tecnológica y obliga al hombre a volver la vista hacia atrás, como el pobre Orfeo tratando de aferrarse al espectro de su amada Eurídice.


Los diferentes ensayos que conforman Rito de Palabras convocan a la confesión humilde del hombre náufrago en su propia isla de carencias espirituales. En los ocho primeros ensayos encontramos las voces de la tradición en un eterno murmullo a través de las generaciones, comulgando con una raza que aún tiene sus pies hundidos en el sedimento de la reciente historia latinoamericana. El hilo astrológico del Simbolismo lunar nos guía a través de los resquicios del misterioso satélite velador, para conectarnos con la otra expresión de lo sagrado: lo profano, expresado en nuestro tiempo por el existencialismo, la corriente filosófica que desde su estética nos habla del descalabro del hombre moderno. En Rito de Palabras Hernando Track, filósofo venezolano, deja escuchar su voz que habla del desapego, la precariedad y el discurso de la vida moderna inscrito, forzosamente, dentro del marco estético del existencialismo.
El hombre moderno se ve a sí mismo precipitado en una existencia peregrina, de valores desacralizados, sin junturas. No se da cuenta que sólo busca su pedazo de paraíso perdido, el espacio propicio para arraigarse, y no se ha percatado del Edén que subyace dentro de sí mismo. Ante esa esclusa sin respiraderos aparece el hombre alienado. Según César Gedler: “Para él solamente existe lo funcional, lo que no le demanda esfuerzo espiritual para comprenderlo. Para el hombre profano, el mundo inmediato como tal, representa la síntesis más acabada de la posibilidad humana. Con la misma ligereza que niega las culturas diferentes a la suya, niega asimismo la existencia de lo que no alcanza a comprender y dominar.” Este criterio registra una lectura que, a nuestro juicio, penetra sagazmente en las posturas que asume el hombre que se erige en árbitro de criterios y juicios reduccionistas, pero, también teme perder lo poco que ostenta. Rito de Palabras propone un aplazamiento del logos desaforado para expurgar de tensiones la vasija del tiempo y tantear en la ráfaga del instante, su resonancia telúrica. Convoca a deponer la letanía crepuscular y adentrarse en el estadio de la intimidad sagrada: la comunión con el alma.

Lesbia Quintero.