Una existencia vivida

Una existencia vivida
A finales de noviembre de 1939, Abel Sánchez Peláez y su hermano Juan se embarcaban en el Augustus, un barco trasatlántico procedente de Europa con destino a Chile. En un principio los hermanos Sánchez querían ir a Francia, a estudiar una carrera universitaria y hacerse de esa formación que desentraña en el hombre la universalidad, por el contacto vivo con formas civilizatorias que marcan el ritmo en la historia precursora, pero en aquel continente había comenzado la guerra, y cada vez mostraba mayores visos de extenderse, hasta hacerse mundial.
En el Augustus viajaba un personaje solitario y pensativo, que pasaba horas en el costado de estribor como si hablara con el mar. Ese personaje era Neptalí Reyes, mejor conocido como Pablo Neruda, quien venía de ejercer el Consulado Especial en Francia, para ayudar a los españoles exiliados en ese país, consiguiéndoles salvoconducto a Chile. De las 50.000 personas que escaparon de la persecución franquista por las rutas de los Alpes, Neruda logró salvar por su gestión diplomática a 2.500, que llegaron finalmente el 3 de septiembre del 39 a Valparaíso.
Ya instalados, Abel comenzó estudios de medicina, que alternó con una intensa formación literaria y filosófica, producto de su pasión por las lecturas y la indagación del alma humana; y su hermano Juan se decidió por los estudios de derecho, que nunca terminó por su temperamento y su marcada identificación con la poesía, que lo llevaron más tarde a vivir una experiencia de bohemio en el más pleno sentido de su tiempo en Francia y New York, y a ser reconocido como uno de los grandes poetas latinoamericanos.
Muchos autores se consideraban de lectura obligada, para el momento en que llegaron los hermanos Sánchez a Chile: Stefan Zweig, Unamuno, Dostoievsky, Nietzsche, todos ellos ligados de algún modo al tema de la angustia, y el destronamiento de la razón como fundamento y guía de la conducta humana. En ese mismo año, un poco después de publicar El Malestar en la Cultura, había muerto Sigismund Schlomo Freud, quien postuló la existencia y funcionamiento de un dinamismo supra consciente, que llamó lo inconsciente, como elemento motivador de la conducta en el ser humano, y del que la consciencia ordinaria sospechaba muy poco.
En muchos sentidos, Chile representaba el país mas destacado de Suramérica para ese momento, en especial en lo cultural y económico, y ese fue el clima que encontraron los hermanos Sánchez por los amigos, las librerías, los cafetines, la visión liberal de la educación, el respeto por el arte y el libre pensamiento; justamente lo que se había perdido en España, al caer La República en manos de la dictadura.
Desde niños, los dos hermanos habían absorbido una sentida influencia humanística. Primero con su padre, un librero teosofista que hizo de sus hijos la razón de su vida, y luego con los hermanos Martínez Centeno, maestros del San Pablo, un colegio que merece el relato de su historia, por la calidad indiscutible que alcanzó en el área educativa.
“Creo, a esta larga distancia de aquella época, que componíamos una sociedad infantil vivaz, de empuje, de acendrado sentimiento de filialidad pedagógica, animada diariamente con la paidonomía y la psicagogía, con la increíble vocación de los Hnos. Martínez Centeno. Esta era la norma de los maestros todos, de los profesores, de los vigilantes, y el clima de elevado espíritu en que nos levantamos durante los bellos años del San Pablo”, nos comenta Abel Sánchez, cuando habla de su infancia en el colegio. Una infancia orientada por la cercanía paterna en lo que llamaríamos la formación para la vida, expresada en la sensación de seguridad básica, de validación individual, del cultivo físico, moral, intelectual y estético, que nunca vieron como algo separado, sino como una misma constitución integral.
Con una definida vocación por el estudio de la conducta humana, en el año 1946 se graduó de médico Abel Sánchez Peláez, y regresa al país con su hermano Juan, para comenzar en el primer curso de postgrado en Psiquiatría, que ofreció la Universidad Central de Venezuela, y en donde tendrá condiscípulos como José Luís Vethencour, y David Domínguez, que lo acompañaron en la comprensión del existencialismo y la fenomenología como corrientes filosóficas de orden humanística, para alcanzar una visión del hombre más allá del puro aspecto biologista y psicologista, en el que amenazaba caer el estudio de la psiquiatría.
Con su iniciación como docente universitario, en 1959 aparece su primer libro, La gente y la mente, que se aventura en la interpretación analítico-existencial de la enfermedad mental, expresada en muchos comportamientos y creencias de la vida cotidiana. A partir de esta obra van apareciendo otras publicaciones, pero lo que convierte su escritura en un autor referencial es la columna en El Nacional, cada semana, intitulada Cartas de Chester Corolanda, que se mantuvo por muchos años, sin importar que el autor estuviera dentro o fuera del país. Su tema era siempre -tratado desde la ironía como recurso- la venezolanidad, el ser del venezolano, su comportamiento social e individual en todos los órdenes: el juego, el matrimonio irresponsable, la búsqueda de fortuna fácil, la falta de interés intelectual, o la corrupción, por nombrar algunos de los tantos, que nos permitieron una visión más conceptualizada del venezolano contemporáneo.
A partir de los años 60 se residencia en París y sigue estudios de criminología, y psiquiatría forense, pero en su quehacer intelectual encontramos a Abel Sánchez Peláez en Congresos de su especialidad por todo el mundo, aportando las ideas y visiones que va recogiendo en sus libros, El Crimen inconsciente; Psiquiatría y delito; Hacia una psiquiatría existencial; El Hombre; y muchos otros textos que Monteavila Editores está reeditando actualmente.
Uno de los privilegios que le ha dado la vida es su cercana amistad con los hombres más notables de la intelectualidad venezolana. Picón Salas, Reyes Baena, Uslar Pietri, Rómulo Gallegos… mucho de ellos compañeros en la clandestinidad contra la dictadura de Pérez Jiménez.
Su libro más reciente, Existencia y vida, (Fondo Edit. Ipasme. 2007) -escrito a los 86 años- nos ofrece un panorama de temas vitales: la madre, el amor, el miedo, el regreso, la mujer; una remembranza de sus primeros años en el colegio San Pablo, una descripción lejana de su viaje a través del mundo, y tantos otros temas de impostergable interés, para quien desee una intensa y amena conversación con un hombre de muchos tiempos.
Por la calidad de sus argumentos, muchos jueces en los tribunales de Los Teques recuerdan los peritajes psiquiátricos de quien estaba destinado a ser un patriarca de la psiquiatría latinoamericana: Abel Sánchez Peláez.
César Gedler
www.cesargedler.com

Sobre Tren sin retorno

REFLEXION FILOSOFICA SOBRE LA CONDICION HUMANA O DICERTACION DE LA POLITICA DEL SUBDESARROLLO EN “TREN SIN RETORNO” DE CÉSAR GEDLER.
Por: Maribel Da Silva.

Leer, Tren sin Retorno (2008), del escritor mirandino, César Gedler, es dar un paseo por una historia hiper realista donde la condición humana, divina o diabólica, aporta mucho a la experiencia individual de estos tiempos. La historia se sitúa en la capital del estado Miranda, Los Teques, un lugar salpicado de anécdotas y poesía que nada tiene en común con la ciudad avasallada por edificios, carros, mercantilismo y basura, donde “ahora la raza de los mercaderes decide nuestro modo de vivir y sus gustos sustituyen la inspiración de aquellos días” (p. 25)
El libro está organizado en tres partes, 1. Tardes de lluvia; 2. El gallo en la veleta; y, 3. Silencio interior. La primera, se refiere al universo de la infancia del autor, repleto de seres amados y lugares. La segunda, habla de eventos y personajes diferentes que abonaron su referencia, de por vida. La tercera, enumera todo lo que ha convertido, su identidad. De la primera a la última sílaba, todo es verdad. Él mismo lo afirma,
“Hay tiempos que parecen espejismos... En Los Teques era digno vivir... pero también está la historia humana, que daría para denominar calles y esquinas con nombres propios... para reivindicar una tradición que ya casi está muerta, si no es que ya murió y no lo sabemos todavía, como aquel personaje de Juan Rulfo” “Unas palabras antes de comenzar” (p. 28)

Antes de reseñar los entramados que dan luz a todo el libro, hay que hablar de la aceleración de las transformaciones sociales (modernización) donde el petróleo tomó un puesto dominante en el proceso económico. Hecho que dejó muy atrás a la agricultura y los valores que en la tierra del espíritu, se cosechaban. El petróleo permitió absorber a los nuevos citadinos –que no ciudadanos- como empleados pagados pero improductivos. Sobre este aspecto, Gedler dice, “Una población adormecida por el consumo o por las ideologías mesiánicas no se pertenece, y su destino es la rebelión o la consumación” (p. 25)
Con los tiempos democráticos, se exasperan las contradicciones: hay una verdadera revolución, no la social igualitaria y libertaria, sino la de las ilusiones. Al tiempo que se revolucionan las ilusiones, se disparan las cifras. El partido AD fue la palanca de la modernización: salud, educación, vialidad, comunicaciones, aparato burocrático y, demás. Pero cincuenta y un años de democracia han puesto en claro la insuficiencia de la transformación sufrida por el país.
Nada de lo que cuenta, Tren sin retorno, es desconocido. Lo que le da maestría es que se puede leer sin sensación de fraude, de que sea más de lo mismo. Es “lo mismo” pero un lo mismo “diferente” que tiene un alma que coordina un mundo de almas que claman por su espacio. Almas que no están en paz por la corresponsabilidad de la debacle de Los Teques “que era la Suiza de Venezuela” (p. 56)
La gente de Los Teques no hizo nada por proteger su entorno debido al liberalismo económico que cohabito y cohabita con la democracia política. Trasunto de difícil convivencia porque el acceso de las masas a la política es una imposición del “populacho”. El mismo lugareño, comandado por políticos forasteros fue el que mató a Los Teques como ciudad para la vida. Esas masas vendieron este terruño por “unos cuantos denarios” como hizo Judas con el Maestro Jesús. Cúmulo de gentes vinieron de diferentes lugares para sembrarse como sociedad civil y desfigurar el rostro de Los Teques. No fue con palos y piedras como se perdió todo, sino con la energía de la destrucción, del desamor.
Cada edificio que se levantaba significaba la caída de una mansión, de una calle, de un paisaje, de un afecto. Como los vengadores implacables, fueron destruyendo todos los signos de la tradición y la memoria viva hasta llegar a lo que hoy es este pueblo, privado por completo de su dignidad, de su significado, que abriga a sus habitantes frente al desamparo espiritual, cuando se vive en un alrededor que parece enemigo. “Unas palabras...” (p. 21)

En Los Teques, los pobres y los ricos vivían en armonía. El respeto, natural, por las diferencias tendía una alfombra roja para el ciudadano. Cualquier familia pobre tenía el derecho de soñar que, tras el esfuerzo y trabajo, iban a profesionalizar a su prole para que no pasaran los apuros de ellos. Cuando se desató la codicia, se hizo al lado la moral, para pasar a engrosar las listas de un partido. Color que resultara vencedor, favorecía a sus acólitos y estos, falsos de sí, no miraron más, que la suma de un cheque de quince y último, sin olvidar, los rebusques. Como dice Mikel De Viana, “Los valores de la laboriosidad, racionalidad, productividad, no han encontrado suelo fecundo en nuestra cultura” (p.15) Para ser concejal, no se pedían estudios sino garganta y vistosidad “para pintar verdades”. Pronto, los liceos nocturnos se vieron abandonados por quienes, encontraron en el dinero fácil, la miel de sus ambiciones.
Como las masas llegaron para quedarse, es inútil que se pueda hacer política sin ellas. Ese ha sido el error de quienes, de tanto pensar estrategias para combatirlos, se les ha chamuscado la cabeza y no se dan cuenta de que la vida cotidiana, y sus dolores, podían tomar el paso sobre los proyectos de futuro. El peligro que corren esos proyectos fundados sobre el combate de la utopía, siempre acaban por adoptar sus modos y sus modas sobre todo la de apelar a las todavía nonatas generaciones futuras: en nombre de las cuales hay que sacrificar las generaciones presentes. Esto hace que se vuelva al circo de la espera, donde el hastío es el único que promete una muerte feliz y sin dolientes,
Siento una simpatía natural por todos esos personajes que conocen el lado oscuro de la vida sin caer en la amargura o la venganza, porque ellos no viven a expensas de la abundancia. Valoro en ellos su forma de agradecer, el modo cordial como celebran la entrada de una “fuercita” para el trago, el cigarrillo o un café mañanero. Por eso son dignos de recibir, por la manera como lo hacen siempre, con el mismo espíritu de soltura y libertad. “La india Rosa” (p. 86)

La obra está contada en primera persona. Derriba los obstáculos del tiempo para darse a la penosa –y feliz-tarea de trabajar los recuerdos. Recuerdos de no hace cuarenta años, del que no restan ni siquiera las cenizas. Debe ser por el castigo que afirma Avellaneda, “los pueblos que olvidan sus tradiciones, pierden la conciencia de su destino” (p.21).
El narrador se confiesa a sí mismo: su pensamiento es liberador. La reconstrucción de un tiempo y un espacio, la luz enfocada sobre sus propias motivaciones, el descubrimiento del ritornello vital en que está hundido al volver a “la Suiza de Venezuela” es una descarga y un viaje. Desplazamiento hacia una muda contienda donde dominan la luz del mundo del afecto y la pesadumbre del mundo que ya no esta, pero que da ánimos para bosquejar, a través de la ética personal, un país nuevo, nacido de las ruinas del círculo vicioso perpetuado por las estructuras. Esa actitud de ética personal es expresada con naturalidad y buena intención. La espontaneidad de Gedler se convierte en una espiral que atrae y pone a gravitar en perfecta armonía las almas de todos los seres humanos que quieren y aspiran presenciar y dejar un mundo mejor del que le tocó. Personas con esa particularidad, las halló Gedler, muchas veces. Una de esas personas, fue “El Australiano”,
Lo mejor en él era esa sonrisa abierta, sin ningún miedo ni preocupación... Siempre lo vi como un hombre desatado de todo convencionalismo... será que estoy hecho también de la misma materia y por eso les celebro su manera de rechazar un mundo que la mayoría cree exclusivo porque alcanzan a comprar más cosas y la gente los hace sentir contentos llamándolos doctor, pero a los que nunca se les descubre nada especial. (p. 124)

Hoy, la gente esta presa en sí misma. El mundo del consumismo la arrincona cada vez más. La voz interna los agobia y la colectiva los vuelve paranoicos pero siguen afincados en la transmisión del éxito económico, el prestigio e influencias sociales como valores supremos. Maximizar las ventajas materiales “tanto para mí, como para mi grupo primario de pertenencia”, es la consigna. No importa el colectivo. La insensibilidad es el plato de cada día. El miedo al descenso social genera una lealtad ciega, sin importar que tan cruel resulte. El resto de los mortales, clama contra la corrupción y no parece haber un sustrato ético, suficientemente consistente, para hacerle frente.
Antes había alta sociedad tequense y demás ciudadanos. Pero esa alta sociedad estaba conformada por profesionales que rendían sus servicios al pueblo como en el caso del doctor Gimón, “Si era necesario, se mantenía custodiando al enfermo días enteros, el tiempo que fuera necesario, sin otro propósito que ganarle la batalla a la enfermedad” (p. 49). Los que tenían vistosidad, en cierta manera, eran generosos con el prójimo. Había un código de honor intachable que los hacía más humanos y más nobles ante la vida. La palabra empeñada tenía tanto poder como el documento. La gente hallaba valor en hablar como la gente educada. “Tendré siempre un recuerdo particular del Liceo Miranda... por la calidad de los profesores que nos enseñaron. Ricardo Mendoza es uno de ellos” (p. 223)
César Gedler, apremiado por sus recuerdos y por la autovaloración de sus actos, crea un libro para la historia regional de gran valor como memoria del espacio que se tuvo y del que no queda nada sino la memoria lastimera de los que sufren.
El pensamiento recurrente, casi de acumulación geométrica sobre la reconstrucción de valores humanos y espirituales, es una exhortación a la ética personal, que se lee entre líneas; un tiempo y una fisonomía de región honrosa que funciona como bitácora. Hurga entre los rasgos humanos (positivos y negativos) y se vuelca en delgadas y certeras líneas, para diseñar un plan de rescate infalible.
Cuando le pregunté (a Doña Fidelina Yánez), sobre Los Teques de su infancia, me respondió “Cuando este pueblo era limpio” Después lloró y rió sacando trastos de su memoria, hasta que nos despedimos sumidos en un gran pesar, por la invocación de aquellos fantasmas que clamaban para no morir. “Unas palabras...” (p. 23).

El ciudadano que se interesa por los problemas colectivos, es “mal visto” porque para “resolver” están los organismos “competentes” a quienes en realidad no les interesa solucionar nada porque así mantiene subyugado al colectivo. Los casos se corrupción pasan campantes. Nadie los denuncia. El miedo paraliza. No hay confianza en los aparatos judiciales. Todas las instancias impiden las acciones de los honestos. La sociedad, exige moral para el sistema, cuando el sistema no tolera la moralidad. Inmerso en este mundo al revés, Gedler dejó plasmar en su libro, lo que su arcano dispuso. Intentó hacer un ensayo sobre el significado de la vida y resultó este material biográfico de interés subjetivo que dice tanto y abarca más, acerca del mundo del ser y las circunstancias.
Tren sin Retorno, es un título que lleva inmerso la noción de viaje. De acuerdo a los románticos, todo viaje supone limpieza y purificación, condimentado, en el caso que el libro ilustra, con ribetes del auto conocimiento. Es un viaje emprendido sobre rieles hacia los paisajes de un pasado, que sólo vive en el recuerdo. El desplazamiento, descubre el sí mismo del narrador como si se tratase de un catálogo razonado donde la ciudad, los personajes, los hechos y los contactos metafísicos, forman parte del agobiante y placentero tejido que es, la búsqueda de sí mismo.
Quien no se ha cuestionado así mismo, el que no ha combatido contra sus demonios, quien no ha padecido el vacío de la incertidumbre, tampoco está preparado para enfrentar los desafíos que le plantea a la conciencia, la reinterpretación del mundo y la construcción de una nueva luz. (p. 245).

Dotado de una escritura elocuente donde pululan los recursos líricos, César Gédler, parece un prestidigitador que abre y cierra las puertas de una historia cuyos episodios son presentados en una zona limítrofe donde la presencia de la ensoñación y la denuncia nunca terminan por hacer la trastada que algún lector podría temer. Gédler va junto al lector, en el mismo asiento del tren, desde donde elabora una versión de esta pequeña ciudad de Venezuela que no sólo se aleja de las postales turísticas sino que va más allá mostrando un itinerario de neblina y decencia que contrasta con la que trae puesta el compañero de viaje, que es indócil y tal vez indiferente, al verdadero sentido de la existencia. El choque es inminente pero de la dramática congoja nace la sonrisa de lo posible que es precisamente la que se debe tener en cuenta para trabajar juntos, el rescate de una vida, vivible.
Pienso por ejemplo en los que esperan una sentencia carcelaria que nunca llegará. En la impotencia de los que ven morir a sus seres próximos en hospitales miserables, o cualquier otra forma de vida en la que se quebranta no sólo la sensibilidad sino la dignidad más elemental que se merece todo hombre por el sólo hecho de ser hombre... De aquellos otros que preferirían su propia muerte a ver sufrir la de los seres que quieren... O una opción desesperada, como la que padecen muchos a quienes le ha sido arrebatado el fruto de todo su esfuerzo. “La búsqueda del sentido” (p. 216)

El autor cuenta el pasado rebotando simultáneamente en el presente sin dejar de mirar hacia adentro de los personajes, de sí mismo y del espacio que conforma el alma de Los Teques, como ciudad referente. Gédler pasa por encima de las murallas del tiempo para trabajar sobre los recuerdos. Las líneas de este libro funcionan como confesores del pensamiento liberador del autor. Tren sin retorno, viaja hacia un silencioso debate entre el perfecto respeto por la condición humana y la catástrofe afectiva por la condición humana disminuida a barbarie. La autovaloración de dos realidades que parten de los actos humanos, desvelan y torturan al mismo, tiempo que se mide la impotencia.
(Desde otras tierras) Con inmenso pesar recordaba mi pueblo... contemplando las estaciones ferroviarias de aquellos lugares con la misma arquitectura que ya conocía en Los Teques, antes de que las manos enemigas se encargaran de destruirla de manera implacable. (p. 179)

Los cuentos que constituyen, Tren sin Retorno, arrancan sonrisas de nostalgia y escepticismo por una tranquilidad y una decencia que parecen invento. También, hace emerger la crítica hacia el papel del hombre en la brevedad de la vida. Gédler conversa con registros folklóricos, cuadros de costumbres y fabulario regional. Convierte en cuento toda experiencia propia y ajena. Para él, lo real es verbalizable. Gédler, como narrador, es una instancia social del cuento colectivo que dibuja un tiempo y un espacio para generar conclusiones propias y salidas plausibles. El Yo cuenta mediante un nosotros que se intuye para hacer de la experiencia, una conversación. Gédler, habla con la voz de todos los que formaron parte de “la tribu El Llano–Miquilen” donde él vive, todavía. Tren sin Retorno, es un libro que plasma la memoria colectiva del pasado con reseñas de sitios, personas y acciones que respiraron la misma neblina.
Ese mundo fenecido y sólo recordado por las escasas fachadas que se resisten a desaparecer, se torna ameno y hasta picaresco como fábula de la sobrevivencia. Las historias de este libro, se leen con gusto por su variedad de color y con un no sé qué raro, por el nudo permanente en la garganta. La pintura completa impone un marco de relato cronicado y un sabor rural, ameno. Gédler, cuento a cuento, persuade al lector de que es el único depredador y responsable de la realidad que vive. Quien tuvo el poder de destruir también esta capacitado para reconstruir. Los Teques, murió como “tacita de oro”, desde hace tiempo. Lo sentencia, Gédler en un libro escrito, como si hablara. La voz de César Gédler se propone recuperar las voces de los comienzos, donde habitan los valores, la identidad y el alma. Cuenta con voz auténtica para conjurar lo que niega la vida, pues el collage de historias es el mapa de la existencia misma. Tren sin Retorno deja el buen sabor de saber que la sabiduría y la sensibilidad emergen de lo colectivo – educado con valores del alma- quien esboza el documento de la multiplicidad del existir y de la afirmación festiva frente a la muerte.
Es un libro que describe como el poder maniata y masacra la autenticidad de la vida. “El capitalismo llevado a su máxima potencia”. Ya el capitalismo como norte a seguir, no sirve porque sus maravillas se han podrido en los verdes de sus propias transformaciones. Tener es bueno, pero tener respetando las diferencias de los demás, es mejor, aún. El comerse los unos a los otros por el materialismo donde el dinero es el rey, teje sus redes de coacciones y jerarquías, de despojos y crueldades que el alma, ya está cansada de padecer. Tren sin Retorno, es una oralidad que se articula en la graphia y se trasmuta en la voz de César Gédler para dar testimonio de Los Teques como afirmación honorable y de alta valía ante el poder que tiene fauces y apetencias de mutilación. Por encima de los condicionamientos psicológicos, políticos y culturales, hay un espacio irrenunciable con el que, seres como César Gedler, hacen de su capa un sayo -llamada libertad personal- y hacen cosas tan preclaras como este libro.
Gedler sabe interpretar la ética entre nosotros. El tren hace un recorrido mental por TODO lo que se tuvo. El pasajero se apea en el TODO, con el alma. En esa travesía subjetiva, el ser humano reconoce lo entrañable, recupera la propia dignidad e interpreta, para encauzar su existencia en la producción espiritual y material que se necesita en estos tiempos. Establece contacto con los otros para que se constituya el poder social en un proyecto de pueblo de seres libres y respetados por sus diferencias que no necesitan de caudillos porque son comandados por la apacible posesión de sí mismos. Conscientes de que los derechos y los disfrutes reales, no son regalos de nadie sino conquistas de colectividades que, a sabiendas de su dignidad, están dispuestas a grandes sacrificios con tal de conquistar cuotas de vida más humanas. Las luchas y las defensas son virtudes que enfilan las concreciones de los sueños. Un día, la gente, desde su irrenunciable libertad, decidirá cambiar lo que está viviendo. Más allá del pesimismo, sigue estando en manos de la gente el darle sentido a lo que quieren vivir. César Gedler dice, “Los hombres estamos determinados por un destino, y los libros también. Ya algún día se sabrá para qué vino al mundo Tren sin Retorno” (p. 255)
Citados:
Gedler, C. (2008). TREN SIN RETORNO. Caracas, IPASME.
Viana, M. (1991, Junio 02). Ethos y Valores en el proceso histórico de Venezuela (II). Suplemento Cultural, Últimas Noticias. p. 15.

EL OCIO DEL GATO

El ocio del gato

Más de uno quisiera envejecer en este pueblo como se envejece en algunas ciudades con alma, donde se ejerce el ocio del gato -que los griegos destinaban a la filosofía- y el transeúnte puede sentarse a conversar sobre cualquier tema en algún cafetín, mientras la lluvia obliga a uno y otro café con aroma a picadura. Un bistrot con vidrieras para observar la calle mojada desde unas pequeñas mesas con manteles de cuadro rojos o verdes, a las que no llega el ruido de afuera, con pisos de mosaico, fotografías desgastadas y olvidadas en las paredes, música con poco volumen, sin mesoneros vigilantes obligándonos a consumir, algunos rostros inteligentes para sentirse acompañado, y sobre todo, buena comida y un cafesero de calibre, al que no se le tenga que explicar dos veces como quiere uno el marroncito.
No se trata solamente de un local con sillas de cuero, una buena barra, y una iluminación discreta que se aproxime al aire de bohemia que tuvo La Atarraya, el bar café de la plaza El Venezolano, donde frecuentaban Job Pim, Leoncio Martínez, o Rafael Guinand; el café El Automático, en la Bogotá de León de Greiff, el café Los Cuatro Gatos, en la Barcelona tradicional de Picasso, o El Gran Café en Sabana Grande, con intelectuales y artistas como Cabrujas y Pascual Navarro, y que buscaba el aire del Café de Flore, en el París existencialista de Sastre. Se trata también de una tradición que se teje entre la clientela y el dueño en defensa de la cultura y la libertad, y en donde muchos escritores y artistas han gestado sus mejores producciones.
El Café Bar es un concepto.
Las universidades, las estaciones de metro, ateneos y los museos de más prestigio en el mundo, tienen restaurantes y cafetines donde se vende cerveza y vino sin ninguna limitación. Son muchos los movimientos estéticos, literarios y filosóficos que han surgido en estos lugares. Por eso es un concepto, porque son grutas sagradas, templos paganos en los que un gran sector de la población encuentra sus afinidades, además de requerir una vocación por parte de quien lo administra, por lo regular un soñador al que le importe menos el dinero que la intensidad de una vida cercana a la creatividad; un consagrado de la misma naturaleza que los libreros apasionados, un oficiante que hace respetar El Local con la devoción silenciosa de un museo de antigüedades.
Esa tradición, expresada en un tipo de música, en un clima codificado de comunicación, y una sensibilidad universalista, se eleva como una defensa contra la gente sin nivel de ser, aquella para la que no existe la gramática, y confunden la belleza con la moda, porque el fin último de esos lugares encuentra su sentido en la preservación de la cercanía humana, en el debate de las ideas, y en la participación de la palabra creadora, donde no puede llegar la arrogancia del dinero, la impertinencia vulgar, ni la ostentación del poder, sino la estela del humanismo, es decir, el anhelo de redención interior y la búsqueda de la integración planetaria, que los hay suficiente.
Es posible que todavía haya tiempo de conformar esos lugares en un pueblo como Los Teques. Ya los hubo hasta final de los años 70, con los Cafés Metropol, el Lamas, el Café 13, o el Dallas, por nombrar algunos, donde se podía leer la prensa diaria en un silencio placentero, desayunar sin apuro, o merendar cómodamente después del cine.
Impulsado por el turismo, y por la necesidad de dignificar las ciudades para hacerlas más humanas, en muchas capitales de América latina está ocurriendo el resurgimiento y preservación de los bares clásicos, el café literario, o del Café Concert, donde un arte no institucional se hace sentir y respetar en la figura de dramaturgos, músicos o poetas. Hablo de los 48 café bares notables que fueron declarados patrimonio cultural en Buenos Aires. De la Zona Rosa en Quito; de La Candelaria, y los alrededores del parque Santander bogotanos, o el paseo El Prado, en la Paz, para ilustrar el respeto y la percepción que se tiene de estos sitios como emblema de encuentro urbano, de las grandes capitales.
Estamos sitiados
El habitante caraqueño y de otras poblaciones populosas ha ido perdiendo espacio. Ya no cuenta con las plazas ni los parques más allá del crepúsculo. Se refugia defensivamente en la salida de los Metros, en los centros comerciales o en los alrededores de las licorerías, para medio ampararse de la delincuencia. Pero esos no son los sitios que quisiera el habitante de las ciudades. Es verdad que no tenemos la tradición de otros países que hacen vida en los bulevares; y que exceptuando a algunas ciudades, en Venezuela la gente se reúne para hablar de negocios o de deportes, más que de arte o literatura, pero aun así, los cafés son patrimonio moderno, y su conservación un asunto obligado.
Un aspecto relevante en el combate contra la droga, la delincuencia y la alienación citadina, está asociado al embellecimiento del paisaje, a la eficiencia en los servicios, al disfrute en lugares de recreación, el despeje e iluminación de las calles, a la estrategia de seguridad, la participación colectiva en las fiestas y ritos populares, y otros elementos similares que disminuyen la agresividad, ofrecen un solaz que acentúa la productividad, preserva el equilibrio psicosomático y mejora la función creativa, entre otras actividades autorreguladoras que el ser humano busca en su entorno.
¿Será un sinsentido pensar que en Los Teques pudiéramos tener al menos un boulevard donde se disfrute del ocio al final de las tardes o un domingo cualquiera?
No es difícil imaginárselo en toda la Calle del Hambre, con las mismas palmeras que están creciendo en cada lado de la avenida, pero ensanchando las aceras, y una adecuada iluminación que atraiga al cliente, una policía turística que se mantenga de arriba abajo en bicicleta hasta entrada la noche. Al contar con el respaldo de empresas como Metroteques se pueden abrir caminerías arborizadas hacia la calle Ribas, que enlacen con la futura estación Guaicaipuro.
Todo es cuestión de buena voluntad -en el múltiple sentido de la palabra buena- por parte del gobierno, de los consejos comunales, y con el financiamiento de instituciones públicas y privadas, para darle un rostro nuevo a esta ciudad.
*Como posdata, me dirijo al amigo Alirio Mendoza, Alcalde de esta ciudad, para recordarle una vieja conversación sobre un terreno adyacente al puente Castro, que está baldío desde hace más de 60 años, afea terriblemente la zona, y sirve de madriguera a los malandros. En aquella ocasión estuvimos de acuerdo que dicho terreno es completamente adecuado para una edificación destinada a salud y seguridad, que tanta falta le hace a todo el sector. El Consejo Comunal Villa Teola del Guarataro, también lo ve de esa manera.
César Gedler
www.cesargedler.com

EL CRUCE

El Cruce
¡Ay Evaristo, me estoy muriendo! Ya los santos ni se distinguen por lo viejo que se han puesto de tanto favor que han hecho para aliviar a los necesitados. Algunos hasta siguen milagreando con un brazo menos, y yo me imagino que ese defecto les quita algo de poder, como le pasa a mi compadre San Miguel, que lo noto cansado últimamente. La gente que no sabe nada de nada puede pensar que quedó manco en una caída accidental, pero el que sabe se da cuenta que fue algún espíritu al que mi compadre le malogró su trabajo, y por venganza, en unas de esas en que mi compadre estaba distraído, lo tumbó del altar y con el trancazo perdió el brazo con que sujetaba la espada, porque nada le duele tanto a un muerto chamarrero, como que le pierdan la fe.
Uno nunca sabe. En este mundo no hay casualidades. Cuando aquel perro se me atravesó en la puerta para que no saliera, nada me salvó de que me dejara el mal en la pierna; ni siquiera la luz que vi al lado de la ventana, advirtiéndome que en vez de agarrar un palo para espantarlo, lo que tenía era que echarle agua bendita. Cuando vine a reparar era tarde, pero con todo, le rocié el agua y ese bicho dijo a aullar y a dar vueltas igual que un desesperado, que hasta lástima me dio con el pobre animal.
Ya me estoy retirando del oficio, dice uno, porque los años me están quitando las ganas de todo, pero yo lato echao y puedo hablar como quiera, sin que nadie me venga a discutir. Honoria me quiso contrariá sobre su hija, una loca del cerebro que hablaba igual que un borracho, o se echaba a correr por esas lomas sin que nadie pudiera amarrarla. Yo sabía que no era ningún daño sino un espíritu de tormento que se le había metido por haber nacido del pecado entre dos hermanos, como ha pasado otras veces en esos montes más allá del Jarillo.
El brujo del Cumbito, a quien no quiero nombrar, la hacía bañar en las madrugadas en el pozo de más abajo de los tiestos, que es el agua más helada de estos lugares. La loca se ponía morada del frío y con eso se calmaba un poco, pero el capricho de correr le volvía con los días y el brujo ese lo único que sabía era repetir que el mal estaba enterrao y había que sacarlo.
¿Quién lo iba a pensar? A esa criatura tan bonita y avispada los ojos se les fueron volteando y dijo a engordar como una cochina después que botó la primera sangre mala. Cuando me la trajeron por una colerina que la estaba dejando seca, yo supe la verdad de aquellas correrías en las que quería escapar del espíritu que la atormentaba, porque la muchacha sólo daba sombra por el lado izquierdo, y eso me dio qué pensar. Por eso le receté que se tomara sus primeros miaos, para que se fuera emparejando, y por lo menos dejara las carreras, pero me gané la enemistad de aquel mal hombre, que resultó en la caída de mi compadre San Miguel, y este achaque que siento en la pierna que me mocharon desde el día del perro.
Yo sé que no me queda mucho tiempo Evaristo, porque te me has presentado ya muchas veces, y que yo sepa, no eres muerto de estar visitando vivo por el gusto de hacerlo. Pero no te doy la razón cuando me dices que perdone a ese condenao. Prefiero no hacerlo, porque yo no soy oportunisto que pide perdón cuando sabe que se va a morir. Más miedo le tengo a vivir sin pecado, porque si uno se vuelve santo, nunca podrá descansar en la eternidad, sino que estará obligado a favorecer a todo el que prenda una vela y eche un rezo en nuestro nombre.
En estos días fue la vieja Altagracia la que se me presentó para recordarme toda arrepentida las marramuncias que hicimos cuando andábamos por esos mundos, pero yo me hacía el loco y no le respondía, hasta que me cansé y se lo dije: “¿me vas a venir a decir que a ti no te gustó lo que vivimos? No me jodas Altagracia, si tú eras la que me convidabas a trampear a la gente con esas aguas coloradas diciéndoles que eran milagrosas, y sacándoles la plata con el cuento de que su dinero estaba maldito y había que quemarlo. Ya estoy viejo como un roble seco, y a estas alturas no voy a decir que toda la vida me la pasé engañado y que ahora me doy cuenta y estoy arrepentido.
Mi compadre San Miguel, con todo y que no tiene el brazo con que sujeta la espada, me lo dijo la última vez que me habló: “Macupa, cuando la muerte se te meta por el hueco de la pierna mocha, es que vas a saber la verdad de lo que es la vida, y del tiempo que perdiste buscando la mala fortuna, aunque yo sé que no vas a cambiar”
Hoy le agradezco mucho a mi compadre, porque él me escogió para hacerle la vida imposible al maligno, y me figuro que no me va dejar tirado en el barranco, cuando me llegue la hora, y los señores de la muerte se pongan a discutir para donde me van a mandar. Lo que sí me gustaría es morirme mientras sueño que estoy tomando caña en una gallera, con una mujercita al lado que haga lo que yo quiera, y ver a ese brujo malintencionado con su gallo muerto por el mío, y seguir soñando que estoy en un baile con mi pata buena, para bailar en la cuerda como yo lo hacía.
También le he oído decir a mi compadre San Miguel que uno recoge en la muerte lo que ha sembrado en vida, con lo cual me voy contento, porque entonces lo que voy a cosechar son todas mis alegrías de juventud, y mis mañas de viejo zorro, para comer siempre sentao.
Cada día estoy peor de la vista, porque ahora lo que veo es un resplandor en vez de la cara de la gente. Lo último que recuerdo haber mirado es mi nombre en una tumba, y la carrera que pegué del susto que me dio aquella vaina. Y si es tu voz Evaristo, me suena como si fuera un recuerdo sin rumbo, que coge pa los laos cuando volteo para oírla. Miedo, miedo, no tengo de la muerte, porque eso no debe ser peor que una picada de culebra o el engaño de una mujer, y esas dos cosas me han pasado, pero si el castigo es encontrarse con lo que más nos asusta, entonces Evaristo, no te me apartes del lao y sígueme hablando y hablando, para no llegar al cruce, donde se pierden los caminos.
César Gedler
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La Pelea

Adentro el maraquero improvisaba sus primeros versos al pie del arpa cuando se oyó la voz de Mario, el Hombre de la Pepa, advirtiendo que en su negocio no se peleaba. A Tarzán le habían atizado un verazo en las costillas y en la cabeza que lo tenían dando vuelta sin atinar a reponerse. Un golpe firme y certero como un grito que despierta el dolor y atrae la sangre. El viejo se le fue encima con la intención de rematarlo, cuando el puñal de Tarzán le sacó un ramalazo frío en el estómago que no pudo esquivar con el garrote. Por instinto se agachó y pudo aguantar la punta del arma para que no se le fuera liso buscándole la muerte. Las mujeres gritaban y los parroquianos hacían para interponerse, pero la veteranía del viejo y la agilidad del joven formaban un remolino que apenas les daba tiempo de apartarse antes que el filo del cuchillo o la punta de la vera se los llevara por medio sin estar convidados.
Unos dijeron después que la pelea comenzó por cuenta de una mujer que andaba con el hombre del garrote y cogíó a bailar con el otro de una manera descarada, pero más allá se oía que la bronca venía de otros bailes en los que casualmente se conseguían la descarada y el enamorador como si no se conocieran, y decían a bailar sin parar, mientras el viejo los medía con la sangre remolineada por los celos.
Ese sábado en la tarde estaba empezando el baile en el quiosco “El Mono”, cuando llegó la mujer con su marido, el viejo del garrote. Andaría en los sesenta, por el pelo y la barba blanca, pero con la contextura de un hombre que todavía da pasos firmes y es capaz de saltar sin perder el equilibrio.
Era una tarde de agosto, fresca y limpia por el sol de verano que demoraba la entrada de la noche. No era un baile como otros, ni un bautizo de arpa, sino un cumpleaños familiar con poca gente, y de esas pocas, todas conocidas. En la sala que servía de depósito, comedor y sala de juego en los días de siempre, cabían apenas unas cuantas parejas en el baile y unas sillas alrededor para sentarse las mujeres.
Digo yo que aquel hombre estaba dispuesto a manquearlo de una sola vez para que respetara y no anduviera buscando mujer ajena, porque el primer golpe se lo asestó en un laíto de la cien con la fuerza del odio, que saca la rabia y la sangre juntas, y deja ciego y desorientado al que lo recibe, como para rematarlo antes de que le ataje el brazo la compasión.
La gente les abrió paso y fueron dejando que se mataran con cada golpe y puñalada, como corresponde a las peleas donde está en juego el honor. Todos sabían que ninguno se iba a rajar por cobardía, y mucho menos después de verse heridos, que es por donde se mide el coraje de un hombre que anda armado.
El viejo era alto y nervudo, con manos de labrador, que aprietan como tenazas. A Tarzán el trabajo en el matadero le había afirmado los músculos y brotado las venas por la costumbre de levantar pesos sin coger respiración. Por eso yo pensaba que podía ganar el desafío, porque asimilaba los golpes con la carne apretada y la cabeza en movimiento permanente para distraer, y no darle la ventaja de que lo midiera el enemigo. Sabía taparse las arremetidas y atacar al mismo tiempo como un tigre en acecho, pero muchas de las punzadas las perdía en el aire, porque el viejo se movía como un trompo.
“Te voy a moler a palos y después te mando preso. Yo tengo familia en el gobierno”, le repetía mientras se le iba encima con el garrote, pero Tarzán no lo escuchaba. Su instinto de peleador le decía que no atendiera palabras, porque le distraían su concentración en la refriega. Era cosa de cansarlo, pelearle adentro, para manearle los brazos, y restarle artimaña en el golpe abierto. Por eso se movía todo el tiempo y le mandaba patadas que cimbraban al viejo y le daba tiempo de limpiarse la sangre que le bajaba de los lados y le borraba la visión. El todo era moverse, no estar quieto nunca, como lo hacía al bailar, hasta sentir que el piso se hundía sin parar el taconeo que pide el yaguazo.
Ya la noche se había metido entre los peleadores, aumentando la ventaja del cuchillero, que se pasaba la daga de una mano a la otra para despistar al garrotero. Apenas un farol de luz indecisa y pálida alumbraba la intercepción de las calles hasta la mitad del puente, que se valía de otro faro en la esquina de la plaza para iluminar el resto de la cuadra, pero no era la oscuridad lo que pararía la pendencia, ni tampoco la mujer era el motivo a esas alturas. Se trataba de salvar la propia vida, porque después que la rabia se atiza, sólo se aplaca con la sangre del otro.
A la mujer de los gritos se la llevaron para el quiosco y la tenían oliendo unos linimentos que calmaban los nervios, cuando el hombre trastabilló por la ventaja que le sacó Tarzán al desviarle la vera con el cuchillo y patearlo firme por la barriga. Era lo que estaba buscando desde hacía rato, cuando retrocedía hacia la subida de Los Laureles para equilibrar la estatura. El viejo fue a parar al medio de la calle, con la desgracia de perder el mando de la vera, que rodó por un costado mientras amilanaba la caída con los brazos en ele, para no golpearse la cara en el pavimento.
No había más nada que hacer sino rematarlo con la daga mientras estaba en el piso, por eso se le fue de lado esperando que el otro se volteara para levantarse, y no meterle el puñal por la espalda, pero el grito de la mujer que lloraba le atajó el brazo al llamarlo por su nombre y pedirle que no lo matara.
Tarzán abrió los ojos como un despabilado, y se percató que estaba perdido, porque después que la sangre se templa ningún hombre remata a sangre fría, a menos que sea un asesino, y él no lo era. Por eso dejó que el viejo se levantara y hasta agarrara el garrote en el otro lado de la acera, pero el marido estaba desconcertado, porque ya se daba por muerto, y como si estuviera en otra cosa, y la caída no hubiera sido por una pelea, lo que hizo fue limpiarse, sacudiéndose con la mano, sin sentir las cuchilladas que le seguían empapando la ropa.
La policía llegó en ese momento apartando a la gente a peinillazos, y apuntando con una pistola al cuchillero para que soltara el arma, pero no hacía falta. Ya no era el mismo, y lo que hacía era tocarse las heridas y verse la sangre, como si fuera un tic nervioso, hasta que lo metieron en una patrulla como a un niño dócil. Se dejó llevar. Ya estaba limpio, suelto, sin la pasión tentadora, sin las ganas que le despertaban la risa y el olor de aquella mujer.
César Gedler
www.cesargedler.com