Kairos


Kairos

-Se puede saber donde estabas tú, grandísimo carajo?
-Eso no es asunto tuyo, y mejor que no se te ocurra ponerme la mano, como hasta ahora.
A los amigos nos costaba complacerlo con eso de ir a su casa a jugar dominó y hacer una parrilla en el patio cuando nos estábamos echando los palos en cualquier botiquín, pero él insistía hasta que nos dejábamos convencer, pero siempre resultaba lo mismo: salía su mujer como una gallina clueca a regañarlo delante de sus amigos y a decir que su casa no era tomadero de caña y que a ella le dolía la cabeza para estar aguantando bulla, y que ella no se había casado con los amigos de su marido para estarle amantando lavativas a los demás..
Cuando nos encontrábamos el lunes en el trabajo, evitábamos comentar el asunto para no avergonzarlo, pero a todos nos daba un gran pesar que un hombre como aquel, con tanto talento creativo y brillo intelectual, soportara ese maltrato, siendo él en cambio un hombre generoso, dispuesto en todo momento a encontrar soluciones, en un clima de prudencia y respeto por los demás, como ningún otro de sus compañeros.
Alguna vez, alguno que otros le insinuaron que le diera unos correazos a su mujer para que supiera quien llevaba los pantalones en la casa, pero él se escandalizaba de sólo pensar en pegarle a una mujer, por muy grave que fuera su ofensa. Otros le decían que se buscara una habitación y viviera solo, que para tener un enemigo como aquel durmiendo a su lado, era preferible vivir debajo de un puente, y él sonreía comprensivo de la buena voluntad del consejero, y cambiaba la conversación hacia otros temas de mayor frescura hasta que su caso quedaba postergado.
Una vez su mujer lo mandó a otra ciudad a cobrar unos reales que le debían. El viernes en la tarde, al salir de su trabajo, con la mayor cortesía rechazó la invitación para unos tragos, y cogió camino con la intención de regresar esa misma noche de la encomienda, sin importarle que estuviera lloviznando, aunque en verdad se moría por echarse unas polas y reírse como un muchacho de los pormenores que remedaba del jefe, creyendo hacer una enorme travesura.
Cuando llegó a la ciudad llamó a la deudora para que le tuviera listo el dinero y no perder mucho tiempo antes de regresar a su casa y ver a sus hijos un rato.
Eso creía él -nos contaba después dicharachero- antes de ver a aquella mujer que le sonreía sin pedirle ni reclamarle nada. Una lejana fuerza penetró como un veneno ardiente por las entrañas de cada uno, borrando el desconsuelo de dos soledades que siempre se habían estado esperando sin sospecharlo; una fuerza volcánica que disolvía las barreras con la respiración agitada de los destinos que se cruzan, inminentes, una sola vez en cada vida.
Después del café que ella le ofreció sin dejar de sonreír, él se guardó el dinero y con el mismo automatismo le preguntó: ¿quieres tomar unas cervezas? La mujer aceptó y más bien le pareció cómico que para sentarse tuviera que apartar todos esos libros y carpetas del asiento delantero del carro.
“bótalos” le dijo a la mujer, y ella obedeció en el mismo tono que sopla el viento en el verano, o la lluvia desciende en el invierno, porque los dos presentían que a sus vidas le había ocurrido un punto y aparte, y ninguno de aquellos papeles tenían ya significado.
En la madrugada la mujer le dijo que era muy peligroso coger camino a esa hora con tanto trago encima. Que mejor se quedara en la casa de ella y mañana temprano sería otro día. Y así fue. Después del desayuno, la mujer le dijo que hacía un sol especial para la playa, y que con eso le presentaba a su familia. Cuando llegaron, se adueño enseguida de la cocina que daba frente a un mar desatado, y sin pensar en la úlcera, ligó con todo lo que le ofrecían, remedando a los políticos para que la gente se riera de su gracia.
El domingo en la tarde se despertó sin recordar quien era. La mujer le tenía todo listo para un baño y la ropa planchada, sin que a nadie le pareciera extraño. Por primera vez en mucho tiempo contempló una tarde llena de frescura con matices azules y rosados, sobre unas montañas oscuras que detenían el oleaje del mar con su furia repetida, y se dejó caer en la silla sin concentrarse en nada más que en las olas incesantes haciendo espuma, entregado al misterio de la tarde, en la soltura de vivir bajo un solo instante, más allá del tiempo de la espera.
-¿De qué voy a vivir aquí? Le preguntó a la mujer sin ninguna angustia. “Te puedes quedar haciendo sancochos, mientras consigues un trabajo que te guste, o tenga que ver con tu profesión” Sin discutirlo, le pareció razonable convivir con aquella gente que no hacía preguntas y que ya lo trataban como a un familiar. “Yo puedo vender la casa y me mudo contigo, si a ti te parece”, complementó ella.
-Y eso fue lo que hice -nos seguía contando con una serenidad que nunca le conocimos- Ya no podía ni quería volver al trabajo después de haber botado todos esos libros y las carpetas con papeles llenos de informes. Me convertí en sancochero, con la ventaja de quedarme toda la tarde para jugar dominó hasta que la mujer llegaba del trabajo y cerraba las puertas a todo lo demás.
-¿Y mis reales? ¿Dónde están mis reales?
-Me los gasté con la mujer que te los debía. Solamente vine a buscar mis vainas, y a despedirme de los muchachos.

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