Los mantuanos de Los Teques

Los mantuanos de Los Teques


La vieja costumbre mantuana heredada de la colonia, de las mujeres oír misa sentadas en una poltrona, perduró muchos años en la capilla “El carmen” de Los Teques, sin que nadie considerara este privilegio como una afrenta a las verdades sobre la justicia, expresadas en el Evangelio.

Mientras los pobres escuchaban la misa parados, o sentados en unos pocos bancos alrededor de la nave central de la capilla, las mantuanas, ataviadas con velos de mantilla se sentaban en unas sillas con reclinatorio, aseguradas por unas cadenas alrededor, que solamente abrían para sentarse, mientras duraba el oficio religioso.

Afortunadamente para los que tenían que asistir a la misa sin poder sentarse, después de la muerte del General Gómez el gobierno regional donó unos bancos que llenaron la nave central, sin que quedara lugar para unos privilegios que desdecían los principios que hicieron inmortales los Evangelios.

La última parada

La última parada


En un tiempo no muy lejano, los velorios, como se denomina la ceremonia de despedida que se le ofrenda al difunto en un adiós final, se realizaban en la casa del fallecido, y si el cadáver estaba suficientemente preparado, podían durar hasta tres días con sus noches, entre llantos, risas, bailes y juegos.

Mientras los dolientes expresaban su dolor entra ratos cuando se acercaban a la urna, los amigos y parientes, en los alrededores de la casa, jugaban dominó, apostaban a las barajas, tomaban ron para el frío, y se fumaba copiosamente los cigarrillos que ofrecía una niña en una bandeja de metal.

Por fin llegaba la hora de cargar el muerto en brazos de amigos, desde la casa hasta la iglesia y después hasta el cementerio. Era un paso rítmico de tres por uno, es decir, tres pasos hacia delante y uno hacia atrás, sin que nadie diera traspiés, aun sin haber ensayado.

Aquí en Los Teques, esta ceremonia tenía además un ingrediente muy particular. Los cargadores del muerto, un poco antes de llegar al cementerio de la calle Ayacucho, se detenían un momento en la bodega “La última parada” para comprar una botella de ron, tomar un trago por el finado, y rociarle sobre la urna el palo caminero, para que el compadre pasara al otro lado con un poco más de brío.

La Ñapa

La Ñapa
-Ño Raimundo, déme un centavo de manteca, un cuartillo de polvo de café y mi ñapa, y se lo anota a mi Tía Asunción.

Esta expresión le resulta familiar a la generación nacida antes de los años 60. En las bodegas, o pulperías, como también se le decía a los pequeños expendios de mercancías al detal, era casi una ley que los pulperos tenían que dar un obsequio a los muchachos que hacían la compra, o de lo contrario, la próxima vez se abastecían en otra bodega.

En la Venezuela rural del gomecismo había limitaciones en otros renglones, pero en la comida y la vivienda, con un sueldo de cinco bolívares semanales, se alimentaba y se vestía una familia entera.

Pero cuando las cosas se fueron encareciendo, los generosos bodegueros empezaron a restringir la ñapa y se ingeniaron un cartoncito con unos números donde marcaban con un sacabocado, la cifra final de cada compra, de manera que el cliente y el comerciante sabían cuanto habían consumido cada semana, y de acuerdo al monto, los muchachos recibían una ñapita o una ñapota.

Esta es una casa de familia

Esta es una casa de familia
Por los años 40 funcionó un prostíbulo en una prolongación de la calle Ayacucho de Los Teques, que alcanzó fama entre los parroquianos y los muchos visitantes que llegaban en el tren para temperar en la ciudad.
Con su farol rojo sobre la puerta, para indicar que se trataba de un lugar donde sólo podían entrar hombres mayores de edad, la casa recibía en medio de la música y el baile, a los clientes que buscaban distracción y placer.
Pero un día, como pasa con todo, la dueña murió, y la casa debió cerrar las puertas que antes se abrían a los amigos de las farras nocturnas.
Lo grave del caso fue que durante mucho tiempo, la familia que se mudó a la casa donde antes quedaba el antiguo prostíbulo, tenía que abrir en medio de la noche a los que llamaban impaciente, para explicarles que ahora ese era un hogar de gente decente, y no lo que ellos buscaban, hasta que un día se les ocurrió poner un letrero sobre la puerta que decía: Esta es una casa de familia.

El Candelabro

Hasta el día en que un alcohólico se chamuscó accidentalmente en la iglesia El carmen, se acostumbraba encender una velita a los santos en un candelabro colectivo, que ardía permanentemente como un rosario de plegarias. Inexplicablemente, el accidentado traía una botella de queroseno en la mano, y en vez de ponerla a un lado para encender el cirio y hacer su petición, hizo todo a la vez, con un resultado fatal para él, y para el resto de la feligresía, que desde entonces -por órdenes del padre Juan Egarrondea- no pudo cumplir más con el rito tradicional del fuego, sino que debió contentarse con un bombillito que hacía las veces del ofertorio sacrificial, aunque no diera calor, ni derritiera la esperma, como al creyente le parecía conveniente, para que el santo de su devoción le remediara su necesidad.