Luis Enrique

Luis Enrique
Llegó con el aire de ausencia de los viajeros habituales a los que nada le es extraño en ningún lado del mundo. Había ido a cobrar una deuda que le tenían a Wilson en aquella tierra de verdes encendidos y música metálica. Era cosa de dos días, si se calcula con comodidad, para no devolverse en el mismo avión y regresar cansado sin motivo. La gente que lo estaba esperando se le acercó con sonrisa de bienvenida, y le brindó un saludo cordial chocándose los puños, lo que aumentó su agrado para aceptarles la hospitalidad que le ofrecieron en una casa de campo, en vez de quedarse solitario en una habitación de hotel, con olor a detergente.
En la hacienda se lo dijeron: “No le vamos a pagar nada a ese carajo. Más bien él es quien tendrá que pagar si quiere ver vivo otra vez a su amigo”. La angustia le recorrió el cuerpo con un aire húmedo y frío. Estaba perdido. Wilson nunca aflojaría un centavo por chantaje. Se sintió indefenso en esa tierra lejana, con gente extraña, otro idioma, otro paisaje sin disfrute, una brisa sin frescura, pero no dijo nada, esperando que todo fuera un mal entendido, un camino equivocado del que se podía regresar con la misma naturalidad con que llegó, la misma tarde encendida y la misma brisa suave, en un paisaje lleno de intensidad y plenitud. Pero nada se movía, todo seguía en la misma quietud dolorosa que precede a la desgracia, en la misma agonía de los naufragios nocturnos.
¿Que estaría pasando ahora en cualquier parte que no fuera esa habitación con forma de calabozo, con poco aire y mucha oscuridad? La noche y el día no eran para él, que apenas se había prestado para cobrar un dinero empaquetado y dispuesto en la maleta viajera. Tampoco el alimento que había visto en la mesa cuando llegó a la hacienda, ni las camas que las habría cómodas y amplias en cada cuarto. Una que otra vez sentía pisadas como si vinieran a saber de él, pero seguían indiferentes hacia otros destinos, sin que le importara a nadie su sed y su aturdimiento en aquella cueva de sombras y durezas.
En la mañana lo levantaron temprano y le señalaron el piso manchado, las botellas tiradas por todas partes, restos de comida en la cocina y en la mesa, y le gritaron algo un dialecto que no entendió. Cuando se acercó a tomar un poco de agua sintió un golpe ácido que le quemó la espalda y cuando por instinto buscó defenderse, sintió otro latigazo en la cara que lo mandó al suelo sin sentido. A patadas y empujones lo obligaron a pararse y le pusieron en la mano un palo de coletear que lo ayudó a comprender el propósito de aquellos bichos antes que pudiera verles la cara.
Desde niño sabía poner los ojos como un cordero cuando quería pedir algo, y esa vez le dio resultado, porque después de varias horas, mientras él limpiaba y los bichos seguían consumiendo y tomando para emborracharse otra vez, fue que le dieron algo de la comida sobrante el día anterior. Cuando buscaba explicarse, los bichos se miraban extrañados por aquel idioma salvaje que les sonaba ajeno, pervertido y difícil de comprender.
Era solamente una forma humana convertible en dinero que servía además para oficios de limpieza y algo de diversión. Sin alma, sentimientos ni quebrantos, para importarle a cualquiera, para ser mirado un instante de otro modo, para ser esperado o recordado con una sonrisa o tan siquiera con inquietud.
La puerta le cayó encima y lo sacó del sueño como un golpe seco. Unas voces en la oscuridad le ordenaban que se parara de inmediato. Tanteó en el piso buscando sus zapatos, pero un brazo de caletero lo sacó de un sólo impulso de aquella cueva como si se tratara de un pájaro muerto. La misma mano lo llevó a empellones hasta un camino que se hacía cada vez más inclinado y sofocante, hasta llegar a un camión donde fue arrojado como un saco de arena.
Se entregó resignado a una muerte triste y lejana en una madrugada sin estrellas, sobre aquella plataforma que se movía con sobresaltos por las piedras y baches del camino. Ya no importaba nada; ni el dolor, ni la sed inclemente, ni la esperanza de otros días. Era mejor salir pronto del maltrato y que sus restos quedaran dispersos en esas montañas de tierra oscura, como iban quedando sus sueños y sus angustias en una sensación de laxitud semejante al olvido.
El calor se elevaba inmisericorde con cada hora que pasaba y un resplandor de hambre y sed era todo el paisaje que alcanzaba a ver después de un sueño ahogado por el laberinto de la confusión. Ya casi despertaba cuando sintió un frescor de vida que le caía en el rostro como un bálsamo de luz. Una mano amiga que le rociaba el agua, y una sonrisa de paz, fue lo primero que vio al retornar a la vida.
Poco a poco fue comprendiendo lo que decían todos a la vez entre risas y muecas. Esta era otra gente, otro corazón, otra esperanza. Lo habían rescatado. Sus captores estaban muertos. Apenas pudieron disparar sin saber a quien. Los que no murieron por las balas, quedaron regados en pedazos por los machetazos, en medio de una embriaguez que se convirtió en el canto de la muerte.
Durmió completo todo el día en una cama de sábanas limpias, con agua fresca en la mesa de noche, un ventilador con ruido de barco, una vela encendida que alumbraba a un santo sobre la ventana, y un radio encendido en el otro extremo de la casa que se hacía oír de manera intermitente, para que los sueños se llevaran la inquietud, mientras vaciaban los recipientes del miedo.
En la mesa fue servido como un potentado, y hasta una mulata con mirada de yegua le trajeron para su contento. Todo quedó explicado para él cuando comprendió que lo confundían con un capo de primera línea; y era cierto, porque allá en su tierra alguien pagó sin escatimar por su rescate, y eso sólo se hace por un grande.
Al día siguiente pidió que le trajeran ropa y agua de colonia, cigarrillos ingleses, whisky escocés de viejas cosechas, y comenzó a modular la voz con gravedad y lentitud estudiada mientras le explicaba a los presentes quién era él, por lo valiosos conocimientos de la ruta de contrabando, los sitios de canje del oro y la esmeralda, y sus contactos en las compra de arma, para los países en guerra. Hablaba de literatura, de música universal, de marcas de tabaco, y de todas las cosas que aquellos amigos querían saber de su propia palabra.
Con los días llegó el pasaje de retorno, y su agradecimiento con aquella gente lo hizo llorar de emoción por lo mucho que había vivido, pero su regreso era inevitable, y se extendió dando promesa de un pronto retorno como visitante, cuando la policía allanó la casa y los hicieron preso amarrados con cadenas y apuntados con fusiles y pistolas.
Fueron demasiadas las cosas que se atropellaron sobre él en los años que siguieron después de su conducción a la cárcel. Entre mirar las estrellas y repetir los mismos consejos de cuando se sentía un capo, los días tomaban la forma de un viaje largo a un país extraño donde debía cobrar una deuda que nunca le pagaron.
César Gedler
www.cesargedler.com

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