La Pelea

Adentro el maraquero improvisaba sus primeros versos al pie del arpa cuando se oyó la voz de Mario, el Hombre de la Pepa, advirtiendo que en su negocio no se peleaba. A Tarzán le habían atizado un verazo en las costillas y en la cabeza que lo tenían dando vuelta sin atinar a reponerse. Un golpe firme y certero como un grito que despierta el dolor y atrae la sangre. El viejo se le fue encima con la intención de rematarlo, cuando el puñal de Tarzán le sacó un ramalazo frío en el estómago que no pudo esquivar con el garrote. Por instinto se agachó y pudo aguantar la punta del arma para que no se le fuera liso buscándole la muerte. Las mujeres gritaban y los parroquianos hacían para interponerse, pero la veteranía del viejo y la agilidad del joven formaban un remolino que apenas les daba tiempo de apartarse antes que el filo del cuchillo o la punta de la vera se los llevara por medio sin estar convidados.
Unos dijeron después que la pelea comenzó por cuenta de una mujer que andaba con el hombre del garrote y cogíó a bailar con el otro de una manera descarada, pero más allá se oía que la bronca venía de otros bailes en los que casualmente se conseguían la descarada y el enamorador como si no se conocieran, y decían a bailar sin parar, mientras el viejo los medía con la sangre remolineada por los celos.
Ese sábado en la tarde estaba empezando el baile en el quiosco “El Mono”, cuando llegó la mujer con su marido, el viejo del garrote. Andaría en los sesenta, por el pelo y la barba blanca, pero con la contextura de un hombre que todavía da pasos firmes y es capaz de saltar sin perder el equilibrio.
Era una tarde de agosto, fresca y limpia por el sol de verano que demoraba la entrada de la noche. No era un baile como otros, ni un bautizo de arpa, sino un cumpleaños familiar con poca gente, y de esas pocas, todas conocidas. En la sala que servía de depósito, comedor y sala de juego en los días de siempre, cabían apenas unas cuantas parejas en el baile y unas sillas alrededor para sentarse las mujeres.
Digo yo que aquel hombre estaba dispuesto a manquearlo de una sola vez para que respetara y no anduviera buscando mujer ajena, porque el primer golpe se lo asestó en un laíto de la cien con la fuerza del odio, que saca la rabia y la sangre juntas, y deja ciego y desorientado al que lo recibe, como para rematarlo antes de que le ataje el brazo la compasión.
La gente les abrió paso y fueron dejando que se mataran con cada golpe y puñalada, como corresponde a las peleas donde está en juego el honor. Todos sabían que ninguno se iba a rajar por cobardía, y mucho menos después de verse heridos, que es por donde se mide el coraje de un hombre que anda armado.
El viejo era alto y nervudo, con manos de labrador, que aprietan como tenazas. A Tarzán el trabajo en el matadero le había afirmado los músculos y brotado las venas por la costumbre de levantar pesos sin coger respiración. Por eso yo pensaba que podía ganar el desafío, porque asimilaba los golpes con la carne apretada y la cabeza en movimiento permanente para distraer, y no darle la ventaja de que lo midiera el enemigo. Sabía taparse las arremetidas y atacar al mismo tiempo como un tigre en acecho, pero muchas de las punzadas las perdía en el aire, porque el viejo se movía como un trompo.
“Te voy a moler a palos y después te mando preso. Yo tengo familia en el gobierno”, le repetía mientras se le iba encima con el garrote, pero Tarzán no lo escuchaba. Su instinto de peleador le decía que no atendiera palabras, porque le distraían su concentración en la refriega. Era cosa de cansarlo, pelearle adentro, para manearle los brazos, y restarle artimaña en el golpe abierto. Por eso se movía todo el tiempo y le mandaba patadas que cimbraban al viejo y le daba tiempo de limpiarse la sangre que le bajaba de los lados y le borraba la visión. El todo era moverse, no estar quieto nunca, como lo hacía al bailar, hasta sentir que el piso se hundía sin parar el taconeo que pide el yaguazo.
Ya la noche se había metido entre los peleadores, aumentando la ventaja del cuchillero, que se pasaba la daga de una mano a la otra para despistar al garrotero. Apenas un farol de luz indecisa y pálida alumbraba la intercepción de las calles hasta la mitad del puente, que se valía de otro faro en la esquina de la plaza para iluminar el resto de la cuadra, pero no era la oscuridad lo que pararía la pendencia, ni tampoco la mujer era el motivo a esas alturas. Se trataba de salvar la propia vida, porque después que la rabia se atiza, sólo se aplaca con la sangre del otro.
A la mujer de los gritos se la llevaron para el quiosco y la tenían oliendo unos linimentos que calmaban los nervios, cuando el hombre trastabilló por la ventaja que le sacó Tarzán al desviarle la vera con el cuchillo y patearlo firme por la barriga. Era lo que estaba buscando desde hacía rato, cuando retrocedía hacia la subida de Los Laureles para equilibrar la estatura. El viejo fue a parar al medio de la calle, con la desgracia de perder el mando de la vera, que rodó por un costado mientras amilanaba la caída con los brazos en ele, para no golpearse la cara en el pavimento.
No había más nada que hacer sino rematarlo con la daga mientras estaba en el piso, por eso se le fue de lado esperando que el otro se volteara para levantarse, y no meterle el puñal por la espalda, pero el grito de la mujer que lloraba le atajó el brazo al llamarlo por su nombre y pedirle que no lo matara.
Tarzán abrió los ojos como un despabilado, y se percató que estaba perdido, porque después que la sangre se templa ningún hombre remata a sangre fría, a menos que sea un asesino, y él no lo era. Por eso dejó que el viejo se levantara y hasta agarrara el garrote en el otro lado de la acera, pero el marido estaba desconcertado, porque ya se daba por muerto, y como si estuviera en otra cosa, y la caída no hubiera sido por una pelea, lo que hizo fue limpiarse, sacudiéndose con la mano, sin sentir las cuchilladas que le seguían empapando la ropa.
La policía llegó en ese momento apartando a la gente a peinillazos, y apuntando con una pistola al cuchillero para que soltara el arma, pero no hacía falta. Ya no era el mismo, y lo que hacía era tocarse las heridas y verse la sangre, como si fuera un tic nervioso, hasta que lo metieron en una patrulla como a un niño dócil. Se dejó llevar. Ya estaba limpio, suelto, sin la pasión tentadora, sin las ganas que le despertaban la risa y el olor de aquella mujer.
César Gedler
www.cesargedler.com

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