La otra Navidad

La otra Navidad

Tendría nueve años cuando papá me compró unos patines Unión, tan buenos en el rango de la calidad, como los Winchester, porque se podían aflojar en la base para maniobrar cuando se cogía una curva y de esa manera lucirse ante todos como un patinador que desafiaba el peligro y siempre salía victorioso. Era una cuestión de honor dar la vuelta en plena carrera y seguir la ruta de espalda, con el torso medianamente inclinado para tener una ligera visión lateral que permitiera el equilibrio, antes de adelantar una pierna y estirar la otra hacia atrás hasta levantarla del todo y rodar con un sólo pie. Nadie aplaudía, paro todos sentían un silencioso respeto por los que hacían esas, y otras maromas sobre las ruedas de rolineras que se engrasaban una sola vez al año, para rodarlas hasta que se desgastaban de tanta fricción.
La época de patinaje era una alargada navidad que comenzaba a finales de octubre y se prolongaba hasta entrado el mes de enero, junto a las gaitas, las parrandas de casa en casa y los estrenos. Desde la Sanidad hasta el puente Castro, cerraban el tránsito vehicular a partir de las 8 hasta la media noche, para permitir la concentración de una multitud de patinadores y transeúntes mucho mayor que las atraídas en los carnavales, en las procesiones de la Semana Santa, en los mítines de las elecciones, y las multitudes que celebraron en la calle la caída de las dictaduras.
Una cohetamentazón que descargaba el padre Torralba desde la puerta de la capilla del Carmen, anunciaba en la madrugada del 16 de diciembre la primera misa de aguinaldo que permitía extender las patinatas hasta los últimos cantos de gallo, cuando Mario Noriega abría el quiosco El Mono frente al puente Castro, con las arepitas dulces y el café cerrero que uno envenenaba con aguardiente claro, para espantar el frío que entraba y salía por todas partes, sin considerar que el mismo aguardientico le hacía recobrar su infancia a cualquiera para llegarse hasta Campo Alegre y arrasar con el pan y la leche que dejaban frente a las quintas los repartidores antes que el sol pusiera claro el día.
Todavía no se esperaba el Espíritu de la Navidad que ingresa al mundo en forma de corriente fluídica el 21 de diciembre, por efecto del solsticio de invierno, sino el natalicio del 24 a media noche, cuando los niños suspiraban llenos de ansiedad por los regalos que el mismo niño Jesús en persona les traería para que jugaran al día siguiente sin importarles la comida ni lo que pasara a su alrededor. No eran tiempos de pinos canadienses ni extensiones de luces titilantes alrededor de un muñeco de barba blanca que nadie entiende como se mete por las chimeneas con semejante barriga. Era más bien una época de generosidad que se expresaba en la construcción de enormes nacimientos que mostraban orgullosas en una sala de la casa, las familias mantuanas de Los Teques; de interminables fiestas que los gremios y sindicatos le ofrecían a sus afiliados y donde le repartían juguetes a los muchachos; de cestas navideñas que rifaban por todas partes en una sola opción de cada lotería; un intercambio de hallacas que terminaba por aburrirnos de tanto que se servía en las tres comidas, y la dulcería que las tías solteronas se esmeraban en preparar para lucirse de ese modo, ya que de otra forma les costaba más.
Pero no todo era un prado idílico, porque, sin que nadie lo decretara, en la mayoría de las casas a la gente le daba por poner el toca disco a todo volumen, con el último disco de Billo Frómeta, y uno terminaba odiando aquella música por la inclemencia de lo repetido. También desde ese tiempo se impuso la moda absurda de los triqui traqui y tumba ranchos desde que amanecía hasta que amanecía otra vez, sin considerar que nadie disfruta para nada ese ruido inútil, excepto quien lo hace para molestarle la paciencia a los demás. Menos mal que el alto costo de la vida les dificulta a los muchachos de esta época gastarse fortunas en ese invento chino, para ofrendarle un culto al ruido cuando llega navidad.
El 24 y el 31 de diciembre eran unos días inolvidables por la disposición que mostraba todo el mundo. Desde que anochecía se abrían las puertas de las casas para celebrar a todo trapo el nacimiento del niño dios, sin que a nadie se le ocurriera estar pendiente de los ladrones ni de los malandros hinchados por la droga que disparan sin ver a donde ni a quién. Excepto en los matrimonios, no había mejor oportunidad para lucir los estrenos, regalar botellas de champaña y whiskys de las mejores marcas, hornear un pernil entero, y tomar incansablemente sin que nadie lo censurara.
Al día siguiente todo era silencio y restos de fuegos artificiales hasta entrado el mediodía, cuando los más dispuestos, sin cambiarse la ropa de estreno, montaban el sancocho y renovaban para todos la sensación de plenitud, mientras Billo comenzaba otra vez a repetir “navidad que vuelve, tradición del año. Unos van alegres y otros van llorando”…

César Gedler
www.cesargedler.com

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