EL OCIO DEL GATO

El ocio del gato

Más de uno quisiera envejecer en este pueblo como se envejece en algunas ciudades con alma, donde se ejerce el ocio del gato -que los griegos destinaban a la filosofía- y el transeúnte puede sentarse a conversar sobre cualquier tema en algún cafetín, mientras la lluvia obliga a uno y otro café con aroma a picadura. Un bistrot con vidrieras para observar la calle mojada desde unas pequeñas mesas con manteles de cuadro rojos o verdes, a las que no llega el ruido de afuera, con pisos de mosaico, fotografías desgastadas y olvidadas en las paredes, música con poco volumen, sin mesoneros vigilantes obligándonos a consumir, algunos rostros inteligentes para sentirse acompañado, y sobre todo, buena comida y un cafesero de calibre, al que no se le tenga que explicar dos veces como quiere uno el marroncito.
No se trata solamente de un local con sillas de cuero, una buena barra, y una iluminación discreta que se aproxime al aire de bohemia que tuvo La Atarraya, el bar café de la plaza El Venezolano, donde frecuentaban Job Pim, Leoncio Martínez, o Rafael Guinand; el café El Automático, en la Bogotá de León de Greiff, el café Los Cuatro Gatos, en la Barcelona tradicional de Picasso, o El Gran Café en Sabana Grande, con intelectuales y artistas como Cabrujas y Pascual Navarro, y que buscaba el aire del Café de Flore, en el París existencialista de Sastre. Se trata también de una tradición que se teje entre la clientela y el dueño en defensa de la cultura y la libertad, y en donde muchos escritores y artistas han gestado sus mejores producciones.
El Café Bar es un concepto.
Las universidades, las estaciones de metro, ateneos y los museos de más prestigio en el mundo, tienen restaurantes y cafetines donde se vende cerveza y vino sin ninguna limitación. Son muchos los movimientos estéticos, literarios y filosóficos que han surgido en estos lugares. Por eso es un concepto, porque son grutas sagradas, templos paganos en los que un gran sector de la población encuentra sus afinidades, además de requerir una vocación por parte de quien lo administra, por lo regular un soñador al que le importe menos el dinero que la intensidad de una vida cercana a la creatividad; un consagrado de la misma naturaleza que los libreros apasionados, un oficiante que hace respetar El Local con la devoción silenciosa de un museo de antigüedades.
Esa tradición, expresada en un tipo de música, en un clima codificado de comunicación, y una sensibilidad universalista, se eleva como una defensa contra la gente sin nivel de ser, aquella para la que no existe la gramática, y confunden la belleza con la moda, porque el fin último de esos lugares encuentra su sentido en la preservación de la cercanía humana, en el debate de las ideas, y en la participación de la palabra creadora, donde no puede llegar la arrogancia del dinero, la impertinencia vulgar, ni la ostentación del poder, sino la estela del humanismo, es decir, el anhelo de redención interior y la búsqueda de la integración planetaria, que los hay suficiente.
Es posible que todavía haya tiempo de conformar esos lugares en un pueblo como Los Teques. Ya los hubo hasta final de los años 70, con los Cafés Metropol, el Lamas, el Café 13, o el Dallas, por nombrar algunos, donde se podía leer la prensa diaria en un silencio placentero, desayunar sin apuro, o merendar cómodamente después del cine.
Impulsado por el turismo, y por la necesidad de dignificar las ciudades para hacerlas más humanas, en muchas capitales de América latina está ocurriendo el resurgimiento y preservación de los bares clásicos, el café literario, o del Café Concert, donde un arte no institucional se hace sentir y respetar en la figura de dramaturgos, músicos o poetas. Hablo de los 48 café bares notables que fueron declarados patrimonio cultural en Buenos Aires. De la Zona Rosa en Quito; de La Candelaria, y los alrededores del parque Santander bogotanos, o el paseo El Prado, en la Paz, para ilustrar el respeto y la percepción que se tiene de estos sitios como emblema de encuentro urbano, de las grandes capitales.
Estamos sitiados
El habitante caraqueño y de otras poblaciones populosas ha ido perdiendo espacio. Ya no cuenta con las plazas ni los parques más allá del crepúsculo. Se refugia defensivamente en la salida de los Metros, en los centros comerciales o en los alrededores de las licorerías, para medio ampararse de la delincuencia. Pero esos no son los sitios que quisiera el habitante de las ciudades. Es verdad que no tenemos la tradición de otros países que hacen vida en los bulevares; y que exceptuando a algunas ciudades, en Venezuela la gente se reúne para hablar de negocios o de deportes, más que de arte o literatura, pero aun así, los cafés son patrimonio moderno, y su conservación un asunto obligado.
Un aspecto relevante en el combate contra la droga, la delincuencia y la alienación citadina, está asociado al embellecimiento del paisaje, a la eficiencia en los servicios, al disfrute en lugares de recreación, el despeje e iluminación de las calles, a la estrategia de seguridad, la participación colectiva en las fiestas y ritos populares, y otros elementos similares que disminuyen la agresividad, ofrecen un solaz que acentúa la productividad, preserva el equilibrio psicosomático y mejora la función creativa, entre otras actividades autorreguladoras que el ser humano busca en su entorno.
¿Será un sinsentido pensar que en Los Teques pudiéramos tener al menos un boulevard donde se disfrute del ocio al final de las tardes o un domingo cualquiera?
No es difícil imaginárselo en toda la Calle del Hambre, con las mismas palmeras que están creciendo en cada lado de la avenida, pero ensanchando las aceras, y una adecuada iluminación que atraiga al cliente, una policía turística que se mantenga de arriba abajo en bicicleta hasta entrada la noche. Al contar con el respaldo de empresas como Metroteques se pueden abrir caminerías arborizadas hacia la calle Ribas, que enlacen con la futura estación Guaicaipuro.
Todo es cuestión de buena voluntad -en el múltiple sentido de la palabra buena- por parte del gobierno, de los consejos comunales, y con el financiamiento de instituciones públicas y privadas, para darle un rostro nuevo a esta ciudad.
*Como posdata, me dirijo al amigo Alirio Mendoza, Alcalde de esta ciudad, para recordarle una vieja conversación sobre un terreno adyacente al puente Castro, que está baldío desde hace más de 60 años, afea terriblemente la zona, y sirve de madriguera a los malandros. En aquella ocasión estuvimos de acuerdo que dicho terreno es completamente adecuado para una edificación destinada a salud y seguridad, que tanta falta le hace a todo el sector. El Consejo Comunal Villa Teola del Guarataro, también lo ve de esa manera.
César Gedler
www.cesargedler.com

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