Discurso Palacio Legislativo de Los Teques

Discurso en el Palacio Legislativo de Los Teques 22/10/2009

Los Teques nos llega como una ciudad de añoranzas que atraviesa un destino de adversidades. La metáfora que le sirvió de emblema, la Suiza, o los Alpes de Venezuela, parece hoy una ironía. Aquella referencia aludía en su simbolismo a la suave melancolía del crepúsculo, la estación lluviosa con sus hojas muertas, las mansiones solitarias cercadas de jardines y enredaderas, a hombres y mujeres cubiertos con abrigos de paño; a pequeños bosques haciendo de plazas y parques, y caminos de vueltas y montañas, para entrar y salir de sus dominios.
Nadie discutía su belleza, ni sobre la urgencia de ensanchar sus calles, porque la rutina estaba hecha a la medida de una población con paso lento. Llano y Pueblo bastaban, con sus dos iglesias y sus cuatro plazas. En su despliegue cotidiano, las bodegas de esquina cubrían las menudencias, de la misma forma que las escuelas y los dispensarios eran suficientes para crecer.
Los parroquianos hacían su itinerario recreativo desde el café al cine o al teatro, y de ahí al parque, al restaurante o a los bares, por sus caminerías estrechas, que obligaban al saludo conversado. Su clima lo era todo. Nos daba las tardes neblinosas y las mañanas alargadas por un sol escondido entre nubes metálicas, que evitaban el ardor sofocante de las tierras extensas. Propios y extraños quedaban envueltos en el misterio de sus casas ancestrales, en el vértigo de su vegetación desnuda, y en unas lejanas serranías que se confundían con el cielo lloroso de los atardeceres. Nada extraordinario, es verdad. Un pueblo de montaña como los hay de sobra en las tierras andinas, pero que hoy, en medio de este escombro sin ninguna vocación para la belleza, conmueve pensar en aquella estampa.
No voy a insistir en su destrucción con ánimo retaliativo. De nada serviría, además. Ya el pasado es una estela de evocaciones. Pienso más bien en repensar la ciudad, en construir una teoría de su decadencia y sus posibilidades constructivas. Pero debemos acercarnos a sus síntomas para legitimar su comprensión. Uno sale diariamente a la calle buscando el lugar. ¿Cuál lugar? El que llevamos dentro como una gramática, como un arquetipo, como un modelo ejemplar. Aunque no lo hagamos consciente, todo hombre civilizado lleva en sí mismo las categorías de lo que es una ciudad, una imagen ideal de las calles, de las plazas, del mercado o del templo. En el inconsciente colectivo, la ciudad es el centro del universo. A partir de ella se estructuran en cada quien las referencias del espacio, de la distancia, de la cantidad, la vestimenta y el colorido de la vegetación.
James Hillman nos habla del paciente citadino. Del sujeto que padece en la ciudad, al no contar con herramientas emocionales que le permitan enfrentar el coeficiente de malestar que generan las grandes urbes, como la soledad, las alteraciones del ánimo, la competitividad, la somatización de las emociones… y del paciente por la ciudad, que no sobrevive sin los centros comerciales y sus autopistas, y le aterra el silencio, la inmovilidad, o la repetición de los días sin novedad, y se refugia en la violencia, el ruido, la velocidad y el endopamiento. Son formas antagónicas de la misma neurosis, expresada como una enfermedad de la afectividad que le resta creatividad a la existencia del sujeto, sometiéndolo a un reciclaje permanente de lo mismo.
En Los Teques las relaciones de poder desplazaron todos los criterios estéticos cuando decidieron llenar sus botijuelas, y con ello se fue perdiendo la identidad lugareña, expresada en la pérdida de los códigos tradicionales: la sensación de pertenencia, su toponimia, su idiolecto, la celebración de sus fiestas, el clima, los sitios de encuentro, el ritmo de labor y descanso, el derribe de edificaciones emblemáticas, la pérdida de los parques, cafés, bares y bodegas, y la aparición de plazas a las que nadie asiste, de mercados ocasionales sin puertas ni ventanas, de cyber espacios donde nadie se habla, de buhoneros que estorban el paso, y de paredes maltratadas en todas las formas de la sordidez.
Atrapado en una topografía de difícil ampliación, se consideró la necesidad de sacar fuera de la ciudad las oficinas de atención pública, los centros de educación superior, los clubes, parques y lugares de recreación, y hasta las urbanizaciones, industrias y comercios, pero en su desplazamiento ocuparon inevitablemente los parcelamientos agrícolas, las zonas verdes, las fuentes de agua, las defensas climáticas, y satisfechos, abarrotaron de vehículos las calles y vías interurbanas.
Ante esta penosa deformación histórica, geográfica y humana, se requiere de manera conjunta la reconstrucción y mantenimiento de algunos espacios, pero también y de forma rigurosa, la aplicación de leyes y ordenanzas que sancionen con multas o trabajo comunitario a los que atenten contra estos valores urbanos públicos y privados.
Ya está dicho: pueblo significa canto, significa danza, y significa sazón. Y su lugar está en la alegoría de los mercados, en la celebración de sus fiestas, en sus creencias cosmogónicas, en el colorido de sus vestimentas, en la pasión de sus romances y en la furia de la guerra también. Un pueblo adormecido por el consumo o por ideologías mesiánicas no se pertenece, y su destino es la rebelión o la consumación.
Desde siempre se ha hablado de esa extraña sustancia que impregna la superficie de los lugares y las cosas, y que algunos captan sin dificultad. A mi me ocurre con frecuencia, y más en particular con esta ciudad. Al tropezar algunos lugares siento enseguida su clima acogedor o de amargura, la voz de la alegría o el llanto de sus muertos, y en ese encuentro se define todo: un entusiasmo para demorarse, o un agotamiento que obliga a buscar una excusa. Pasa también con las personas y con los libros; con los trabajos y los divertimentos. Algo se impone y no es posible desoírlo. Es una primera forma de conocer, circunscrita a lo intuitivo y temperamental. También conozco esta población en todas las horas del día y de la noche. Soy testigo de su transfiguración, de cómo se muestra o se esconde dependiendo de la luz o de la sombra, de la serenidad o de la agitación que se mezcla con los vapores del día o el sahumerio de la noche. Es una forma de conocer nuestro alrededor de manera confidencial; menos numérica y más próxima a la imaginación. Por esa vía detallamos algunas ventanas o puertas olvidadas en cualquier casa envejecida pero que aun conservan su linaje. Elementos desapercibidos, como una cerradura, un picaporte, una gárgola o un cerrojo, se ofrecen en su más plena desnudez en las horas apacibles de la madrugada, pero no la apreciamos al día siguiente, cuando la agitación y la inclemencia del sol ahogan los detalles para imponer lo menos esencial.
Pero también se revela la misma ciudad a través de los recuerdos de infancia o juventud. Sin saber cómo, puedo hablar sin detenerme del olor a resina y hollín que desprendían los trenes, de las canales por donde chorreaba el agua de lluvia que limpiaba las calles, de las chicharras que gritaban desesperadas hasta reventarse, de los sapos de invierno, que contaban las horas como un minutero, o de aquellas experiencias, remotas y cercanas a la vez, que a los veinte años nos hacen creer que lo sabemos todo.
Ser habitante de un pueblo va mucho más allá de ocupar un espacio y recorrer sus calles. Es un participio activo que nos compromete hasta donde no sospechamos ni queremos imaginar. Muchos descuidan que las ciudades tienen vida propia, que en la respiración de sus naturales se gesta el ardor que la mantiene viva, y que nunca escapamos a sus dominios mientras sustentamos el pacto de convivencia que nos convierte en sus habitantes. Conformamos nuestro carácter de acuerdo al paisaje, a los mitos, los ancestros, las formas de alimentación, los riesgos naturales, los recursos y las negaciones del entorno que nos sostiene, y que nosotros sostenemos con nuestro esfuerzo también.
Por eso se dice que la pertenencia a un tiempo y un lugar instaura un centro, una cosmogonía, porque toda pertenencia se constituye en la entrega de sí mismo a las fuerzas arquetipales que lo forman, que para cada quien es su cosmos, su mito y su significado. La pertenencia auténtica se convierte en axis mundi, en el único espacio donde todos los demás espacios convergen, en el vientre simbólico del que todos venimos y al que todos retornaremos al final.
No debemos escandalizarnos al constatar que un pueblo malogrado en su belleza y lirismo contenga en sí mismo aquella posibilidad de ser axis mundi. Todo lugar es el lugar, si es capaz de encender una pasión sin consumirse. Quizás por eso los hebreos llamaban las ciudades con nombre de mujer, y la concebían como santa y sagrada mientras conservaba la unidad con la gracia divina, pero igual la sindicaban de ramera, cuando descendía a la idolatría, mereciendo el destierro como el peor estado del alma, semejante al martirio congelado de la soledad.
Pero así como uno recuerda los lugares por algunos detalles, de igual modo se recuerdan algunos sitios como si estuvieran detenidos en un tiempo del que no los podemos arrancar.
El de mi generación es el tiempo de verano, los veinte años que siguieron a los primeros quince años, cuando la delincuencia no se llevaba semanalmente más muertos que la peste negra y la gripe asiática juntas; cuando se podía levantar una familia con un sólo sueldo, y los repartidores dejaban el pan y la leche en la puerta de las casas antes que amaneciera. Un ayer en el que se nombraba a los grandes escritores con más frecuencia que a los presidentes, y los árboles crecían lentamente con las tardes neblinosas y el olor a tierra mojada en las plazas y en los parques
Una primera tentativa para explicar la condición actual de Los Teques, sería la falta de identificación de sus habitantes con la ciudad. La identificación es un asunto importante en la comprensión de la identidad y el arraigo. Es un término prestado del psicoanálisis que indica la apropiación anímica de ciertas cualidades de un objeto o persona. La identificación es siempre un fenómeno de la conciencia, pero se hace concreta y se experimenta como si fuera una opción. Cuando ocurre, el sujeto convierte las cualidades del objeto en algo vivo, en algo propio que le otorga orgullo y satisfacción. Es decir, construye una identidad que le hace decir, soy esto o aquello: “soy salsómano”, “soy cristiano”, “soy tequeño”, o cualquier adjetivo con el que se sienta identificado.
Una persona identificada con su ciudad, no se imagina a sí misma viviendo fuera de su entorno, y aunque se ausente, añora siempre sus calles, sus lugares y a su gente; aprecia su gentilicio y lo defiende hasta el final, y se duele por los quebrantos que padece, aunque no lo afecte directamente, porque la ciudad para él es su lugar de refugio, de pertenencia; la referencia obligada, en la construcción de su memoria prospectiva, pero que puede convertirse en el tremedal, el abismo insaciable, o la esperanza marchitada, cuando se pierde el hechizo y el sujeto ya no reconoce sus sueños en el objeto amado.
Otro síntoma fundamental en la comprensión actual de esta ciudad, se refiere, cuando los hay, a la falta de continuidad en los planes de su desarrollo. Cada gobierno entrante supone que todo lo anterior está mal hecho y en consecuencia pierde la mitad de su gestión en desmontar lo que estaba construido para terminar haciendo lo que el gobierno siguiente desmontará a penas llegue. La esencia de un pueblo está en su historia, en sus estructuras, en sus monumentos, en las edificaciones emblemáticas que absorben la afectividad de los habitantes. Es decir, todo lo que conforma sus reliquias patrimoniales de orden material e inmaterial, y su naturaleza es la continuidad, la temporalidad que la hace ver eterna.
Una forma grave de suprimir la identidad y la sensación de eternidad de una ciudad está en cambiar el nombre popular y los epónimos de las esquinas y lugares reconocidos por la tradición. Muchos organismos oficiales creen estar haciendo algo histórico cuando utilizan indiscriminadamente el epónimo de algún artista popular para nombrar algunas calles o instituciones, sin advertir que al borrar el nombre originario de aquel lugar están sacrificando una memoria viva, sentida, presente en el ser colectivo, y lo más doloroso es que, como pasa con la estación del Metro de Los Teques, los nombres impostados representan apenas algo válido y significativo para la mayoría, con el agravante en este caso, de que Alí Primera no sólo nació lejos de este alrededor, sino que tampoco vivió, ni sus canciones guardan relación especial con estas montañas. Ya era suficiente con la calle que lleva su nombre, si es por reconocerle sus méritos como cantor.
También ocurre con las edificaciones patrimoniales. Todo el mundo está de acuerdo en la urgencia de preservar por lo menos las fachadas de las casas donde viven o vivieron personajes de relieve histórico, científico y cultural para la ciudad. La villa que fuera del Dr. Mendoza, en la calle Roscio, por nombrar alguna, está en la desidia más deplorable. El Dr. Mendoza fue un profesional consagrado, que nunca preguntaba si la persona necesitada tenía recursos económicos para atenderla. No sólo hizo aportes en el área de la parasitología, que para su tiempo provocó más muertes que las guerras, sino también el primero en practicar en el país una transfusión de sangre de persona a persona. En cualquier otra parte su memoria y ejemplo sería un bien común, un patrimonio, un rasgo de consciencia cívica. Yo no creo que los encargados de las funciones culturales del Estado y el Municipio ignoren estas señas de tanto significado para la ciudad. Estas mansiones deberían ser sedes de bibliotecas, museos, colegios profesionales, fundaciones o institutos de investigación, y llevar el nombre de quien hizo de sí mismo una oblación al servicio de la comunidad.
Igualmente sucede con los elementos más emblemáticos de las ciudades y los pueblos, como los mercados y las bodegas. Los mercados populares tienen un aire de intimidad, un tono de añoranza que cautiva a la mayoría. En el inconsciente colectivo sobrevive la imagen tribal de la repartición del alimento en algún lugar sagrado, y que se activa al contactar el bullicio, la sobreabundancia y el olor a frutas madura, que se recrea en sus espacios.
Hay algo exótico y voluptuoso en las formas, colores, sabores y aromas del producto terrenal que embriaga al consumidor. En sus dominios se gesta una relación personal entre el proveedor y el cliente que sobrepasa la pura dimensión formal del comprador, para elevarse a la categoría de pertenencia familiar. El cliente quiere ser reconocido y favorecido por el mercader: se tutea con el otro, le pregunta por su salud, busca una rebaja, escoge el producto, indaga sobre su procedencia, discute su calidad, y hasta revela una receta culinaria que pertenece al patrimonio familiar, para ganarse la buena voluntad del comerciante.
En otros tiempos los mercados desarrollaban su actividad en las plazas. El Ágora, como lo llamaban los griegos, y de donde viene la palabra agorero, era lugar de encuentro, de comerciantes, magos, encantadores de serpientes, botánicos, o del quehacer cultural y político, donde se proclamaban los edictos, y se oían las arengas religiosas, pero también se daban las ejecuciones de azotes y muertes.
Por eso nos parece de singular importancia el que se diseñe con criterio de integración post modernista ese territorio de consumo familiar, pensando en un lugar de correspondencias, de disfrute, con servicios propios, derivados de la autogestión, donde los pequeños y medianos productores locales ofrezcan sus frutar elaboradas y las verduras no pasen por los intermediarios que las encarecen; con subterráneos para descargar las mercancías, un pequeño boulevard en el frontal de la calle principal, sembrados de árboles, con mesas y toldos externos, poco tránsito vehicular, y con locales adecuados arquitectónicamente nada más para cafetines y restaurantes de cierta calidad y belleza, en cada lado de la vía.
Las bodegas por su parte obedecen al mismo principio. En días como estos, en los que ya nadie nace con alma de bodeguero, se hace difícil animar a los comerciantes a trabajar detrás del mostrador con su lápiz en la oreja. Los bodegueros tienen su estirpe de grandes hombres, como Simón Rodríguez, Boves, Zamora, Juan Vicente Gómez, Salvador Rodríguez, o mi papá, cuyas bodegas servían en algunos casos de escuelas, cabotaje de contrabando, tabernas, garitos, boticas, hostelerías, conchas políticas, y hasta centros de masonería. Es obligado referir que a diferencia de la mayoría, en aquellos tiempos solamente el bodeguero sacaba cuentas, escribía, y también leía las cartas de los vecinos que no tenían dominio sobre la lectura.
Es verdad que las de hoy ya no serán bodegas con tres puertas de madera, ni con letreros advirtiendo que no se fía, ni se venderá querosén, sino bombonas de gas y agua potable, y que también se perderán algunos nombres tradicionales como “El centavo menos”, “La ñapa”, “El bucare”, o “La avenida”, pero ya vendrán otros nombres tan dignos como aquellos, y las pequeñas factorías seguirán como un cofre abierto donde se encuentra todo y convergen todos a comentar las noticias del día, mientras leen la prensa y saborean un café mañanero, toman en las tardes unas cervezas encapillados en el depósito, o disfrutan el olor a tabaco en rama cuando los viejos se acercan a comprarlo.
Con la creación de muchas pulperías, además, se evitaría la presencia incómoda de los buhoneros en las aceras, se tendría donde dejar un recado, las hortalizas se contaminarían menos, las frutas del momento le darían hermosura y aroma al entorno, dejando y a su vez un espacio a la tradición, para que las generaciones venideras recuerden los nombres y las figuras de quienes defendieron el significado del quehacer sencillo de cada día, como un gesto de humanización que no ve en el dinero, el placer y el poder, los únicos motivos por los que vale la pena vivir. Lo que Horacio llamaba “la dorada medianía”
…Se trata de utilizar los lugares y recursos que acentúan las identidades que tenemos como parroquianos. Toda ciudad tiene espacios emblemáticos de orden estético en los que se concentran sus pobladores y visitantes para disfrutar los ratos de esparcimiento y recreación. En el caso de poblaciones portuarias se desarrollan en los malecones, a donde llegan los pescadores con los amaneceres, y se espera la caída de las tardes para sublimar con el lenguaje marino, el esfuerzo de los días que se repiten.
En los pueblos fluviales los encuentros operan en las represas y orillas de los ríos, en los que el rumor incesante de las piedras y el agua, adormecen las angustias y el cansancio de las almas sencillas, para reiniciar una vez más, en palabras de Hesíodo, los trabajos y los días.
Las concentraciones urbanas por lo regular establecen sus regazos en las cuadras tradicionales -que convinimos en llamar bulevares, en honor a la estética parisina- que se forman y mantienen por la fuerza de la tradición. Se trata por lo regular de un fascímil colonial, donde se privilegian los negocios típicos, como barberías, bodegas, bares, almacenes, sastrerías, y un museo en el que se muestran las creaciones que le dan un perfil humanista a la ciudad.
Acá en Los Teques es completamente posible la creación de una galería que destine una sala a cada artista reconocido, como Benito Chapellín, Gladys Macedo, Marcelino Mejías, Edgar Corrales, y otros de igual significación, en una cuadra tradicional que solamente espera la buena voluntad de los que tienen cómo hacerlo, para mostrarse en su mayor plenitud. Pienso en las inmediaciones de la Vuelta del paraíso, por ejemplo, donde todo encaja para hacer posible esa fantasía de las épocas, que acompaña al hombre en todas las edades, pero en especial en los tiempos difíciles, en los que se impone la añoranza como una forma de redención. El complemento necesario sería un Fondo Editorial con fines turísticos, conformado por un equipo de investigadores de la ciudad: estudiantes de literatura, historia, arquitectura, y áreas afines, a los que se les pueda conseguir una remuneración como bolsa de trabajo, para tareas específicas, dirigidas por un coordinador general, para elaborar trípticos, dípticos y páginas sueltas que contengan información sobre la ubicación y data de comercios y comerciantes, profesionales con labor reconocida, artistas destacados, intelectuales, toponimias, efemérides, y elementos semejantes.
Pero igual tenemos que considerar algunas negaciones. Lo que no debe darse más en el interior de Los Teques, como las construcciones masivas. Es necesario abrirse hacia los límites de Aragua, donde todavía los servicios no han colapsado. La construcción de complejos habitacionales hacia la vía de San Pedro, por ejemplo, agudizaría los inconvenientes hasta hacerlos irreparables, si previamente no se establecen salidas alternas a Caracas o al estado Aragua.
Antes de finalizar debemos considerar el problema de la resistencia ciudadana a los cambios. La misma gente que pide una mejora en los servicios de transporte o en la dirección de la vialidad, es por lo regular la misma que protesta ante cualquier decisión gubernamental. Es necesario entonces reforzar la información a través de los medios de comunicación y establecer las disposiciones conjuntamente con los consejos comunales, para contar con su apoyo y brindar soluciones permanentes.
Una sensibilidad a favor de los recuerdos y la recuperación de nuestro espacio se está moviendo por debajo del clima tenso de lo cotidiano. Se nota en las conversaciones sin rebuscamiento de los puestos de revistas, en el discurso de los gobernantes sobre la ciudad, en la congregación de los habitantes mientras derrumban viejas casas para construir el Metro, o en la opinión que suscitan los cronistas en sus conferencias, pero aun sin el impulso individual que venimos comentando, aparece la misma sensibilidad como determinada por los ancestros, o lo que es igual, por los mecanismos defensivos del propio cuerpo social.
Estamos frente a una oportunidad extraordinaria para concederle a Los Teques un ambiente humanizado, sin la anarquía ni la contaminación que estropea al resto de las ciudades, y procurar el reencuentro afectivo con una tradición perdida, con el disfrute de un entorno natural que todo ciudadano de cualquier parte del mundo desea y merece, y que en nuestro caso fue atacado perseguido, saqueado y descuartizado por un sector que encuentra su lenguaje en la violencia, por la raza de los mercaderes y políticos inescrupulosos, y por la desidia de los que perdieron el don de disfrutar la belleza en las cosas más sencilla, como quería nuestro gran Aquiles Nazoa, cuando le cantaba a las plazas viejas y al Catuche.

César Gedler

0 comentarios:

Publicar un comentario