El Hijo del Hombre

El Hijo del Hombre
Flavio Josefo, el historiador judeoromano del tiempo de los apóstoles, narra en su crónica uno de los testimonios no cristiano que tenemos sobre la realidad histórica de Jesús el Nazarita: “Por aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, [si es lícito llamarlo hombre], porque realizó grandes milagros y fue maestro de aquellos hombres que aceptan con placer la verdad. Atrajo a muchos judíos y a muchos gentiles. [Era el Cristo.] Delatado por los principales de los judíos, Pilatos lo condenó a la crucifixión. Aquellos que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo, [porque se les apareció al tercer día resucitado; los profetas habían anunciado éste y mil otros hechos maravillosos acerca de él.] Desde entonces hasta la actualidad existe la agrupación de los cristianos”. (Antigüedades judías18:3:3)
La tradición aceptada por nosotros los occidentales se ajusta en gran medida al relato oficial que ofrecen los cuatro evangelios canónicos, los hechos de los apóstoles, y el libro de la Revelación, o Apocalipsis, sobre Jesús el Cristo. Las fuentes cristianas no canónicas, o evangelios apócrifos, se emparentan más con la visión esotérica, según la cual nuestra tarea en el planeta consiste en encontrar la realidad crística dentro de cada uno, a través de una permanente transformación interior hasta alcanzar el acceso a otras dimensiones en las que opera la realidad del amor y el perdón, que postula el Cristo como doctrina. De acuerdo a esta visión, Jesús de Nazarea nació en Belén de una mujer virgen, y vivió con ella y José el carpintero hasta los doce años. A esta edad fue llevado a la escuela de los Esenios, en las cuevas de Isaías, donde también vivió María en su vejez, para ser iniciado en la misión más trascendente que haya tenido cualquier hombre, la de recuperar la divinidad perdida, un evento que marcó la separación de dos eras, la de aries y la de piscis, o si se quiere, la del reino del Padre y el reino del Hijo, unos dos mil años atrás.
Las Fuentes Paganas (Suetonio, Tácito y Plinio Segundo) también nos ofrecen algunos testimonios de la realidad histórica de Jesús, al hablar de los primeros cristianos. Como lo advierte Tacchi Ventura, “eran tantas y tan diversas las religiones que se practicaban dentro del Imperio, que no maravilla fuesen poquísimos los paganos que hicieron méritos de la naciente religión cristiana”
Mientras los griegos consideraban la historia como la repetición de ciclos interminables en su estructura, igual que pasa con el día y la noche, o las estaciones, los hebreos tenían de la historia una concepción lineal, orientada hacia un fin predeterminado que culmina en la redención del hombre en Dios, como ocurría en los tiempos primordiales antes de la Caída, o pecado original, que alejó al hombre de su naturaleza superior. Esta visión nos permite comprender el itinerario del pueblo judío expuesto en el antiguo testamento, como la travesía obligada que debía recorrer las antiguas tribus de Israel, hasta la llegada del Mesías, que una parte de los Judíos vio concretada en el Jesús nacido en Belén, una humilde aldea de Palestina, sin otra compañía que la de algunos pastores con sus rebaños, y una estrella luminosa que se detuvo sobre el cielo de aquel pueblo, en una noche de invierno a finales de diciembre.
Cuando aparece en los campos de Galilea a predicar sus enseñanzas, ya es un hombre de poder, con el más alto grado de iniciación solar, y con un sentido completamente definido de su misión en la Tierra. Fue en esos días que se dirigió al Jordán, donde su primo Juan, el Bautista esenio, anunciaba la llegada del avatar que abriría las puertas del reino. Al cumplir con la ceremonia del agua, una luz y una voz se hicieron sentir desde lo alto, llamándolo su hijo bien amado, el que sería nombrado por generaciones, y a partir de ese momento ya no fue más el Jesús humano, para convertirse en el Cristo encarnado. Juan comprendió que su muerte ya era inminente en las manos de Herodes, quien instigado por su hijastra Salomé, por el rechazo pleno que le manifestaba el Bautista, pidió su cabeza en bandeja de plata, sin que el Tetrarca pudiera negarse.
Es la época que Oscar Wilde considera fue la de mayor plenitud del Cristo, al verlo como el supremo romántico, el primero en alcanzar la individualidad en su mayor lirismo, al comparar la vida y el alma del hombre libre con los lirios del campo que ni el rey Salomón con todo su poder podía imitar en belleza; y con las aves que se entregan a su canto sin pensar en qué van a comer mañana, o donde van a dormir. Un ser que manifestó siempre una exclusiva simpatía por los que él llamó la sal de la tierra, aquellos que conocían la tristeza, y sabían de dolores. A ellos les prometió en la intemperie de una colina, que verían a Dios por su disposición sencilla; que por su mansedumbre heredarían la tierra, y por su pobreza de espíritu serían colmados cuando se abrieran las puertas de la eternidad, pero igualmente maldijo a los que depositan más su confianza en el dinero que en poder del Espíritu, y a los que buscan el dominio y la gloria ante los hombres, en vez de contribuir con la realización de la justicia.
Todo este ejemplo de grandeza tenía que molestar a los fariseos y saduceos, que buscaban aparecer como los guías del pueblo elegido, mientras negociaban con el imperio para conservar sus privilegios en una vida holgada, sin perder oportunidad para someter al predicador a través de las leyes y las costumbres del Templo, pero sin ninguna poesía ni inspiración superior para enfrentarse a un hombre que sólo se defendía con la verdad y la libertad. Dos atributos que se convierten en uno, al que el hijo del carpintero se refería siempre como su Padre, y de quien decía recibir toda potestad en la tierra y en el cielo.
Al iniciarse el tiempo estipulado de su predicación, se retiró por cuarenta días al desierto, para limpiar su cuerpo físico y el astral, a través de una ascesis que lo enfrentó con su mayor enemigo, el príncipe de este mundo, quien lo tentó de todas las formas con los bienes terrenales, para que desistiera de su propósito de cortar las ataduras que esclavizan al hombre en este plano, en favor de una providencia que solamente se alcanza si se asume la entrega total de sí mismo en las manos del Padre.
Reunió a sus discípulos y brindaron muchas veces en una cena con pan ácimo, nueces, dátiles y cordero, para decirles al final del encuentro que su cercanía física ya no sería posible por más tiempo, pero que él les enviaría un paráclito con el que encontrarían el consuelo, antes de pasar ellos también a la mansión de su Padre, donde había morada para cada uno.
Esa misma noche subió al Monte de los Olivos y de tal modo pidió fuerza y coraje, que sudó sangre de su rostro, porque debía enfrentar su última prueba contando solamente con su fe y su condición humana, para que tuviera validez su sacrificio y todo fuera consumado. Ya antes había animado a uno de sus discípulos a que cumpliera la profecía de entregarlo, para de esa manera, ofrendarse a sí mismo como holocausto de redención, y establecer un ejemplo de suprema comprensión y humildad, ante un mundo que define sus normas a través de la violencia; y que se reconociera en la historia venidera, que el camino de ascensión es el ágape, o amor desinteresado, desprendido, que no se alimenta de lo que recibe, sino de lo que da.
César Gedler
www.cesargedler.com

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