El parque Los Coquitos

El parque Los Coquitos
Mi tío Tomás Lozada tenía una casa de campo colindante con la zona alta del parque Knoop, que para nosotros siempre fue el parque “Los Coquitos”, sin más. Muchas veces cuando pequeños los hermanos y primos nos íbamos a pasar la noche en medio de esa selva donde había leones y tigres del tamaño de un elefante, según nos contaba el tío como si verdad la casa de madera en que vivía quedara más allá de toda civilización.
En su alma de hombre sencillo aquellos cuentos no pasaban de una travesura que olvidaba al momento, pero en cada uno de los muchachos que oíamos el relato, la imaginación se agitaba hasta la mayor oscuridad, proporcional a nuestro desamparo de niños pueblerinos, que a lo más le habíamos tocado la cabeza a un perro, y la sola idea de enfrentar un león nos hacía insufrible las noches en una oscuridad llena de estrellas y grillos, asistidos solamente por la Coleman, que alumbraba el lugar por donde nos movíamos, seguidos de la sombra de cada uno, reflejada en las paredes de barro que nos amparaban de las fieras asesinas que asechaban escondidas detrás de los árboles que rodeaban la casa.
Desde que entrábamos al parque y remontábamos la cuesta que daba al claro donde se divisaba el rancho de barro y madera, teníamos que pisar al tanteo los caminos de hojas y ramas que desprendían un olor a eucalipto, confiados en la oración que mi tío nos hacía repetir para espantar o dormir las culebras y que no sintieran el peso ni el ruido que hacíamos mientras caminábamos agarrados de su mano. Menos mal que siempre fue efectivo el poder de aquella oración, porque nunca nos asustó ninguna serpiente, y hasta los tigres se alejaban o se dormían por el miedo que les producía San Marcos desde la cueva donde escribía acompañado con un león al lado. Para nosotros que teníamos paso corto, la travesía duraba mucho tiempo, y por eso llegábamos con los últimos rayos de sol, y un frío que soportábamos por el cansancio del trayecto.
No estoy seguro si el fogón de leña permanecía encendido con las brasas, o si él lo prendía para calentar unas hallaquitas rellenas con todo lo que encontraba, que mi abuela le ponía en la mano antes de salir, con un pedazo de papelón para el guarapo de la noche, y el resto para el amanecer. Por eso digo que mis primeros recuerdos del parque no son precisos, sino que se parecen a un sueño que se repite pero que nunca se aclara, y no sabemos si lo que nos llega de aquella memoria es la verdad, o si son pedazos de imaginación que uno le pone para no dejar las cosas incompletas.
Es diferente lo que me llega cuando una tarde de mucha lluvia en la que estábamos en el parque con mi papá, una señora dejó la cartera tirada, por el apuro de no mojarse, y a mi se me ocurrió agarrar su bolso para dárselo y que no la perdiera, sin avisarle a papá lo que estaba haciendo, pero no encontraba a la señora por más que la buscaba, y cuando vine a ver estaba emparamado como un náufrago, y sin saber dónde estaba mi familia ni la dueña de la cartera, y lo que gané fue un regaño y una calentura de varios días. De esa vez se me viene a la mente los caminos de piedra, los tubos que sujetaban el puente del tren, unos bancos de hierro para sentarse la gente, y una rockola que sonaba en la parte de abajo donde vendían comida, y no se si cerveza también.
Uno de los pasatiempos de la época en que estudiábamos quinto y sexto grado, era atravesar corriendo el puente del parque cuando sentíamos que el tren se acercaba. Desde que pasaba preorientación, comenzaba a sonar el pito inconfundible, que nosotros reconocíamos y nos permitía calcular el tiempo que le faltaba para alcanzarnos. Algunas veces nos fallaba el cálculo y teníamos que refugiábamos en una casilla en medio del puente y salvábamos la vida, pero ya conocíamos el truco, que consistía en no ver para abajo para no marearnos, y eso nos permitía aumentar la velocidad y llegar al otro extremo.
Mas claro veo todo cuando Sótero Hernández se metió a hippie y formó por un tiempo una comuna de paz y amor en el parque, antes de que la policía los sacara a planazos. Para ese entonces yo era un hombre de 16 años y podía observar las plantas de las más variadas especies, traídas de muchas partes del mundo y sembradas por manos amigas, para crecer libremente como si estuvieran en un bosque donde el sol y la lluvia se encargaban de cuidarlas. Igual se sentía el revoloteo de los pájaros que se movían y cantaban entre unos árboles inmensos con parásitas chorreantes que parecían unos duendes de trapo para espantar a los vampiros.
Después vino la época de intensas lecturas en sus bancos de madera. Era un ritual saludarnos entre los concurrentes mostrando la portada del libro que leíamos, sin más comentarios que esa seña convenida. El frío de las mañanas nos permitía abrigarnos con un saco raído que usábamos permanentemente, a la usanza de los bohemios parisinos, cuando todavía no habíamos sacrificado el placer de fumar, y la hora del café se convertía en una chimenea donde cada quien hablaba de su libro como el sumum de la literatura. Entre los autores obligados estaban Sartre, Herman Hesse, Papini, y algunos latinoamericanos de peso, como García Márquez, Borges y Carpentier.
La pasión de la lectura es más intensa en la adolescencia, cuando uno siente que va descubriendo el mundo, y admira con respeto y gravedad a los que hablan de los autores con erudición familiar, y conocen detalles que explican su postura de vida y algunas constantes en la obra de un escritor. Así me pasaba con un armenio del que solamente recuerdo su mirada de perro viejo. Era uno de los asiduos a la cofradía de lectores. Un personaje peculiar, un existencialista al que le importaba casi nada el dinero y mucho la cultura estética. Nos pedía libros prestados y nos ayudaba en la traducción del francés e inglés que dominaba con soltura, aparte del español, que lo entendía más que gramaticalmente. Un día dejamos de verlo. Como llegó se fue.
Cuando regresé de Mérida visité el parque esperando sentir el entusiasmo de aquellos días, pero lo que encontré fue dramático. Aguas putrefactas, bancos en ruina, el parque de los niños destrozado, y un silencio de muerte que contagiaba su tristeza sin fin. Por mucho tiempo no quise ni acercarme para no padecer la misma desolación que emanaba de aquel lugar. Tampoco el parque El Toro se había salvado. Lo habían convertido en un gimnasio y unas canchas de bolas que imposibilitaba el sosiego que se busca en esos lugares. Afortunadamente en San Pedro estaba el profesor Daniel Oliver con una casa mágica llena de buena música y literatura, donde nos encontrábamos algunos espíritus desarraigados.
Mi última visita al parque Los Coquitos fue en estos días. Sentí renovada mi alegría cuando supe que algunas personas de buena voluntad están luchando por su recuperación. Entonces recorrí sus caminos como en otros tiempos, y tuve el presagio de que muy pronto regresarían los duendes que lo poblaban cuando tenía dolientes.
César Gedler
www.cesargedler.com

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