Prólogo a diablos de Yare, de Nelly Montero

Prólogo a diablos de Yare, de Nelly Montero



La lucha entre en bien y el mal  se desarrolla en el corazón  humano. El combate incesante entre la afirmación y la negación de la vida, entre la plenitud y  la insuficiencia, entre la serenidad y el tormento, lo vive el hombre como un  sentir, o más propiamente como un  padecer que se muestra y se esconde, sin que la voluntad o la conciencia  puedan acercar o alejar sus efectos luminosos o demoledores. Ante la impotencia de nuestra condición para enfrentar las fuerzas de la adversidad y conjurar el sufrimiento, sólo nos queda invocar las potencias celestiales y ofrecerles algún tributo que satisfaga el deseo que ellas tienen de nuestra atención.
Este gravamen que se nos impone para contar con la asistencia de las fuerzas benéficas y de esta manera soportar el peso de la existencia, se expresa muchas veces en forma de rituales colectivos que  se cumplen periódicamente,  sin que los participantes, los que pagan el tributo, sepan casi nunca que ellos recrean  el combate entre el cielo y la tierra, entre la luz y la sombra, a través de gestos y plegarias, danzas ceremoniales, cantos litúrgicos, o de algunas manifestaciones populares por las que expresan su profundo fervor, aunque los devotos ignoren casi siempre el origen primordial de esas manifestaciones. 
El devoto, el promesero, aquel que ha pactado con la divinidad para escapar de un trance doloroso o conseguir un propósito anhelado, se liga incondicionalmente por un voto de obediencia al cumplimiento de su promesa, y las consecuencias de su falta pueden ser aun mayores que  las causas de su petición, porque el momento de la invocación se convierte en un instante sagrado, por  el poder de la tradición, y por la palabra, manifestada en un solo acto que  unifica su entendimiento, su sentimiento y su voluntad, en la dimensión singular de su ser, al que llamamos espíritu.
Cuando hablamos de lo anterior estamos hablando de nuestra condición fundamental, porque el hombre es básicamente creador de símbolos. La estructura de nuestra alma (psique) es simbolizante.  El alma (psique) es quien se expresa  mediante esta actividad simbolizadora. En el camino que vamos abriendo cada día  amparados en la tradición  y en el ardor por la sobrevivencia, vamos recreando los símbolos de siempre, los que le confieren  permanencia y significado general a la existencia.
El hombre se mueve en un mundo que en la mayoría de los casos se diluye en la trivialidad, porque sus esperanzas no encuentran su intérprete, y de este modo se convierte en un soñante sin sueños, en una pose fingida, que sólo busca escapar de su soledad.  Es el péndulo que nos mueve de lo sagrado a lo profano  bajo la forma  transitoria del placer o el sufrimiento, del sentido o del absurdo, de la alegría o el llanto, que suponemos  para siempre, cuando nos toca vivirlo.
Pero esa misma incertidumbre lo conmina a que construya su itinerario a partir de las señales que surgen de sus profundidades y que la tradición recoge y les da forma a través de manifestaciones que se convierten en significativas para una colectividad que anhela siempre un sentido estabilizador, un significado que le otorgue razón de ser a su esfuerzo por la vida, que sacralice sus actos, para no extraviarse en el absurdo de una repetición de actos sin destino.
Estas manifestaciones las encontramos en todas partes y en todos los tiempos,  en la elaboración del traje y la máscara, en la danza incansable al son de tambores y maracas, en el diálogo silencioso que el creyente mantiene con su divinidad, y en la resonancia cósmica que provoca  la cofradía de  penitentes, como es el caso de los Diablos Danzantes en nuestro país, descubrimos la manifestación del inconsciente colectivo, de la personalidad básica de un pueblo, de su espiritualidad, de su tradición, del lenguaje arcano, traducible sólo en emociones que conforman el universo y los contenidos de la psique humana.
Estas expresiones de las culturas, y en particular de las culturas populares, son inagotables en su repertorio, en sus participantes y en el aporte de nuevos contenidos que enriquecen su universo, porque,  como ya advertimos, constituyen una metáfora del  acuerdo esperanzado que todo hombre, por muy insensible que sea, busca establecer con el misterio, o menos ambiciosamente, con su  propia vida.
Celebramos este aporte que Nelly Montero nos ofrece de los Diablos Danzantes de Yare, porque  en el caso de su investigación,  nos beneficiamos con la opinión, el parecer,  los porqué sustantivos de algunos de sus cultores, que han entregado parte de su  vida al mantenimiento  y trasmisión de las claves más ocultas de esa afirmación del espíritu popular.

César Gedler


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