El entierro de Alejo.



El entierro de Alejo.


Un día supo que Alejo había muerto. Era la primera vez que escuchaba hablar de un muerto, por eso esperó en la bodega de la calle Real a que pasara el entierro después de mediodía, sin saber qué vería en todo aquello, ni como era la muerte, ni por qué los hombres se saludaban diciéndose “Nos dejó el Alejo” o para donde iba la señora mayor que repetía que también ella se iría pronto a descansar, como el Alejo.

Por fin se asomaron los hombres con pasitos cortos, cargando un cajón negro y largo, donde se decía que venía el Alejo. Nadie faltó a aquel entierro, a pesar del calor y del polvo que levantaban los cargadores cuando arrastraban los pies, como si le pesara mucho el muerto, o no lo quisieran enterrar todavía.

Todos caminaban en silencio. Unos adelante, como abriéndole paso al difunto, otros renqueando con la urna en el hombro, y otros más atrás, con su cinta de luto en el brazo con que agarraban el sombrero; pero ninguno divirtiéndose, como pasaba con Alejo cuando le hacían maldades para reírse. También las mujeres vestidas de negro rezaban acontecidas las plegarias del perdón, y el Comisario del lugar, frente a la urna, dirigía el entierro y se secaba la frente con un pañuelo amarillo que le colgaba del bolsillo, pero más atrás lo que quedaba era la calle solitaria, como si nunca hubiera sido un camino.

Marcelino nunca se preguntó donde dormía, ni en que parte se bañaba, o quién lavaba su ropa, pero siempre lo veía bien arreglado en La Providencia, la bodega de don Miguel, con su franela blanca, sus pantalones de dril, sus alpargatas y un sombrero viejo que había perdido la forma de otros sombreros.

Solamente sabía que lo llamaban Alejo. Un hombre sin edad, que levantaba un saco de maíz sin que le temblaran las piernas, y que no bebía aguardiente ni mascaba chimó cuando alguien cumplía años o cuando venía el Niño Jesús, sino que comía caramelos de todo tipo, de los que guardaba en cada bolsillo.



Así lo recordaba, con la mirada limpia de los pájaros, y su costumbre de repetir con un tono cantadito lo que se le indicaba, quizás para no olvidarse, y traer el mandado como se debía cuando le pedían favores, como ir a la botica a buscar un remedio que hacía falta, ayudar en la limpieza de un solar detrás de la casa, o regar las matas que se secaban solas en los días de verano. Alejo era así,  con su sonrisa complaciente, aceptaba sin rezongo el oficio que fuera, quizás por ser lo único que sabía hacer en esta vida.

Pero después de aquel entierro ya no estaba Alejo para hacer los mandados, ni para regar las matas en verano, ni para sonreír cuando lo llamaban por su nombre.  Con el tiempo casi nadie lo recordaba, pero en el alma del amigo que acompañó el cortejo al lado de su perro, la sonrisa de Alejo se le quedó guardada no sabía en que parte, hasta que él mismo se le vino en un sueño, y le confesó que no tenía paltó ni cobija, y que eso le pasaba porque había muerto sin un retrato.  

…Cuando ya estuvo terminado el “Entierro de Alejo”, Marcelino sintió que un suspiro como de dolor le sacaba del recuerdo las lágrimas que le debía, y sin saber por qué sintió el sabor de los caramelos que Alejo sacaba de su bolsillo.

César Gedler


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