Nicanor
A Juan Evelio
Márquez, testigo de excepción
Estaba arrepentido
de haberse fugado a esa hora y sin camisa de aquel pueblo tan frío y sin
conocer los caminos que llevan a las montañas cerca del mar. El hambre era lo de menos, porque en la
siembra pasaba a veces el día entero sin comer, y con esa neblina y los nervios
por tantos pensamientos lo menos que le daba era sed, pero sabía que el
sargento de bigotes chorreados que llamaba muérgano a todos los que estaban
detenidos en el cuartel no era hombre de juegos ni perdón, y que si lo
agarraban tendría que hacer de todo para salvar su vida, hasta llorarle a Roso
Jiménez, que no estaba ni en la tierra ni en el cielo.
Sería el sacramento
del ensalme que lo salvó de aquel machetazo que esquivó sin saber como y del
tiro de escopeta cuando rodó por la ladera. “Póngase a derecho pedazo de muérgano,
o lo hago quemar vivo en la paila de los cochinos” Comenzó a sudar y sintió la boca seca por la
sed y el miedo que le apretaba el estómago. Las palabras de perdón no le salían,
ni le llegaban las ganas de correr por aquellos cafetales, ni de cerrar los
ojos y que no pasara nada, cuando sintió un empellón que lo sacó del hueco a
donde fue a dar el segundo disparo. “Que se entregue te dije, Ño muérgano del
demonio”
Mal momento aquel
cuando el sargento se enteró que Nicanor era entendido en cosas de gallos, y
peor el momento en que se lo mostró para que le viera la pinta. Lo que vio fue
a Roso Jiménez que cantó en gallo para decirle que muy pronto lo sacaría de
aquella montonera, pero no alcanzó a decirle cuando, porque el sargento de
bigotes le quitó el gallo de las manos y ya no pudo cantar para darle una señal
de cómo sería el asunto.
Lo peor fue que el
ánima de Roso se salió del cuerpo del animal y el gallo duró menos de un día,
con lo que se le vinieron encima todas las desgracias y no le quedó sino
remontar esa misma noche el camino por donde lo habían traído.
La sangre le
chorreaba por la frente. Apenas veía las palmeras del camino por donde había
pasado la vez que la cuadrilla lo llevaba al cuartel, y la vez que decidió
desertar para escapar de aquel blanco de bigotes y pelo lacio que lo veía de
mala gana por su costumbre de reír con los dientes pelados, y mucho más por
haberle matado su gallo, sin saber que era Roso Jiménez quien lo había poseído,
para advertirle.
Agachado en el
botalón con un fusil atravesado en la corva, y las manos amarradas por debajo, apenas
veía a su verdugo con la vera en la mano esperando la orden. “A ti te perdono
mestizo e mierda, porque a ti te domaron para obedecer” le decía en susurros al
que lo amarró como si fuera a marcarlo, “pero el de bigotes me va a tené que
pedí perdón por cada gota e sangre que me ha sacao”
Para más vaina
estaba lloviendo fuerte esa mañana. El de bigotes y pelo lacio habló claro: “le
tiene que dar con el rejo tirado y halado. Dos cuerazos valen por uno”. La
tropa hacía filas esperando el escarmiento. “Son doscientos verazos. Se puede
equivocar para mas, pero no para menos” La
lluvia seguía empantanando el cuartel del
Guarataro y al fugitivo le arreciaba el frío y la fiebre. “Tiene que
sacarle sangre con cada verazo, porque si no, le toca a usted recibir con el
mismo rejo.”
El corneta comenzó
a tocar para acompañar el estribillo que repetía la soldadesca para aleccionar
al resto: Aquel que desertare / váyase
lejos/ porque si lo agarraren /deja el pellejo “Cuando terminen de cantar que
comience la pela” ordenó el sargento y se retiró a su comando. El verdugo dejó
caer la vera encabullada y la recogió hacia arriba con toda su fuerza, pero Nicanor
no botaba sangre ni se quejaba. Repitió el castigo con toda su furia, pero la
sangre no salía ni su rostro mostraba ningún signo de dolor. Ya se disponía a
descargar el tercer cuerazo, cuando un grito venido de lejos detuvo el brazo
del verdugo: “Para, para la pela, que quien se está llevando los coñazos es el
sargento. Allá esta botando sangre y revolcándose en el piso”
César Gedler
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