Prólogo a diablos de Yare, de Nelly Montero
Prólogo a diablos de Yare, de Nelly Montero
Abel Sánchez Peláez en sus palabras
Abel Sánchez Peláez en sus palabras
“Vivo entre dos fuerzas que me halan por igual: la añoranza de una juventud que
ya veo perdida para siempre, y la esperanza en el rumbo que ha tomado Venezuela. La
Patria viene de nuestros padres, pero el tiempo de ella es el presente y el futuro”.
Con estas palabras abre la entrevista el Dr. Abel Sánchez Peláez, quien el 15
de agosto pasado cumplió 85 años de vida y 60 en el ejercicio psicoterapéutico.
Es el psiquiatra de más edad que tiene el país. Fue cofundador del postgrado en
psiquiatría, y el primero en alcanzar la categoría de Profesor Titular en esa misma
disciplina en Venezuela.
Ha publicado diez libros de diversos contenidos que van desde la crónica
humorística (Cartas de Chester Corolanda) sobre la realidad cotidiana del venezolano,
hasta la reflexión filosófica (El Hombre) de carácter existencial, pero cuenta con
material escrito como para editar tres libros más, sin repetirse.
Es un hombre de una gran lucidez, en el que se advierte la erudición inquietante
del lector apasionado. Como interlocutor es incansable y atento a las expresiones del
otro. Ningún tema le es indiferente. En cualquier contenido encuentra un argumento
para insistir en su gran pasión: la condición humana. El misterio que se asoma y
se esconde en el drama singular de cada ser humano. El alma del hombre, en su
grandeza y su miseria.
Prefiere vivir en la intimidad de su casa, al lado de su esposa y compañera de
vida, la señora Luisa Bruzual de Sánchez, una mujer atenta y sencilla, que tiene y
sabe dar todo el calor de un alma sin reserva. También están las nietas y los miles de
libros, dispersos por toda la casa; libros subrayados, con anotaciones, con la huella
de la mano que un día le dobló la punta para retomar más tarde la lectura, y en un
orden disperso están las fotografías, muchas fotografías de otros tiempos y recientes,
de parientes, propias y de los amigos de siempre.
C.G.-Si le parece bien, quisiera comenzar la entrevista con una expresión reiterada
en casi todos sus textos y que resume en más de un sentido su postura existencial,
su credo personal en lo profesional, y más allá todavía, su actitud humanista como
prójimo: “Hay que buscar siempre al hombre que hay en el paciente, al hombre que
se esconde detrás del síntoma, al que sufre a través de su enfermedad”
A.S.P.- El psiquiatra ha de remontar la corriente de la vida, salir de sí en heroico
esfuerzo y encarar la existencia del otro. No puede quedarse atrás, en la penumbra
del consultorio, emboscado en un interpretativismo negador de todo lo que de
Abel Sánchez Peláez, en particular
existencia, de carne y hueso, de la existencia tuya y mía, tiene ante los ojos. Su
deber consiste en encontrarse –es verdad- en encontarse con el hombre que hay en
el enfermo.
C.G.- ¿Es la relación yo-tu de la que habla Martin Buber? La presencia dialógica,
que posibilita el encuentro existencial con el prójimo?
A.S.P.- Para la psicoterapia -arte médico de curar- resulta indiscutible que
mientras más alienado se encuentre el individuo, más inaccesible se hace a la buscada
relación yo-tú. Esta relación yo-tú posee, en la cura existencial, más alcance que la
transferencia freudiana. Obliga al médico a convertirse en compañero existencial
del paciente. El analista existencial debe ser–en- el -mundo con su enfermo, es decir,
debe ser con él en todas las fases de la experiencia total. Martin Buber describe
este encuentro diciendo que el terapeuta y el paciente hacen contacto con el borde
aguzado de la existencia. El encuentro, pues, va más allá del mero contacto psíquico,
más allá de la noción de inconsciente.
C.G.- Lo primero que debemos preguntarnos es si el terapeuta está preparado
para asumir ese encuentro, si le basta la formación profesional que recibe en los
postgrados de psiquiatría, para asimilar esa comprensión. Damos por hecho que
el profesional, y en este caso el profesional de la psiquiatría, está preparado para
enfrentar las complejidades de un mundo como el nuestro, un mundo que ni el
mayor sabio del renacimiento podría evaluar si pudiera saltarse al futuro.
A.S.P- El aspecto más íntimo de la personalidad del psiquiatra está dado por su
filosofía, por su actitud y su razón de ser frente al mundo. Individuos pobremente
relacionados con loas demás y con los grandes intereses espirituales de la época,
no tienen nada superior que buscar en la psiquiatría. Serán siempre, cualquiera
sea su éxito profesional, su dinero y su fama, eternos entorpecedores de la función
esencialmente humana de la especialidad.
Hay psicoterapeutas que no conocen a Dostoievski, que no saben si Balzac fue
ciclista o boxeador, que juegan y beben en los ratos económicamente improductivos,
que poseen sintaxis de carniceros, y que sin embargo pontifican por doquier en la
farsa de que son portadores de un mensaje universal y terrible. Psicoterapeutas
a quienes repudiaría el mismo Freud, si llegara a verlos en acción. Preparar a un
médico para convertirlo en psiquiatra es labor de años y lleva como prerrequisito
la selección del candidato mediante entrevistas privadas destinadas a investigar su
vocación, su amor por los libros y las ideas, su actitud comprensiva y tolerante en
las relaciones con el prójimo, su inteligencia, y su inquietud por la cultura y la moral,
entre otras cosas.
C.G.- El encuentro, si se produce de verdad, debe conducir a la cura, entendida
ésta como aquello que los griegos llamaban Kairos, un punto y aparte que
redimensiona la relación del hombre con su mundo, lo que Heidegger llamaba el
giro, una conversión interior que llega por una vía distinta a la voluntad y la razón.
A.S.P.- El psicoanálisis existencial habla de cura sólo cuando se produce esa
conversión, expresiva del cambio en el proyecto fundamental del individuo y fuente
de toda libertad. El cambio en el proyecto fundamental conlleva un nuevo proyecto
de ser y un nuevo sentido de la vida, por encima del proyecto neurótico de otrora.
El acto de creación de la cura existencial, alquimia de consultorio, trasciende la
modesta aspiración terapéutica del psicoanálisis corriente. Vale la pena insistir sobre
lo siguiente: en numerosos casos el “progresivo autoconocimiento” es engañoso
porque no se acompaña de introspección. O mejor, porque no ha alcanzado el nivel
espiritual de la introspección.
C.G.- ¿Esa introspección exige, en el existencialismo, la asunción de la culpa y
la angustia, como prerrequisitos para que se produzca el giro de la conciencia, para
que el hombre acepte la inevitable responsabilidad que le toca asumir por el sólo
hecho de existir?
A,S.P.- El sentimiento de culpa está a flor de piel en todos los humanos, al
igual que la angustia. Basta remover un poco la escena, levantar el antifaz, para que
uno u otro aparezca. A la angustia y a la culpa se hermana el miedo a la muerte, o
el deseo consciente o inconsciente de morir. Sin la perspectiva de la muerte, dijo
alguien, el hombre no hubiera filosofado. La psiquiatría de guerra y la psicoterapia
en casos de mutilados, como en la novela Cumbres de Pasión, permite establecer
que la terapia por la palabra no siempre está adscrita a la técnica psicoanalíatica,
sino que en ocasiones su éxito depende del enfrentamiento rudo del paciente con su
nueva realidad. (1968. p. 20)
C.G:- Podría decirse que América Latina está buscando un horizonte nuevo
que refleje su particular condición histórica. En este sentido, muchos pensadores
aseguran que el padecimiento psicológico está asociado a modelos culturales
que se nos impone en gran medida desde afuera, quebrantando nuestra particular
antropología, y que la respuesta es educativa, de formación integral.
A.S.P.- Cuando se alfabetiza a un hombre hay que ponerlo a pensar y sentir por
medio de la educación y el arte y mediante la solidaridad humana, que es también
educación sentimental, social y ética. No dejarlo en el estado neutro que llamamos
instrucción, alfabetización.Hay que allegarle el conocimiento humano, sentido,
con alma, que no consiste sólo en conocer sino también en ser consciente, en ser
responsable, en ser sensible, y en servir al mundo sin codicia ni envidia.
Es menester atender al hombre, que no sólo su alma desde el punto de vista
pedagógico. La moral y la sabiduría, empalman con la ética, que es formación y
camino del hombre. Simón Rodríguez habló de una educación acorde con la
naturaleza del hombre. Enseñar es enseñar a ser. Enseñar al niño para que aprenda a
ser, para que sea. De lado quedan las formalidades y las informalidades que nuestra
época impone a una cultura que tiene como evangelio al éxito.
Un pueblo puede sobrevivir al hambre, a las guerras, a los cataclismos de la
naturaleza, pero no podrá continuar siendo, no podrá con su seidad, con su soy, si la
educación no le provee de recursos mentales y emocionales, con lo cuales enfrentar
la desgracia y la desesperanza, es decir, lo minúsculo, a veces mayúsculo, de la
cotidianidad…
César Gedler
La aventura del pensamiento
La aventura del pensamiento
Hace más de 30 años cayó en mis manos un texto de psiquiatría que leí sin
interrupción en un viejo parque de mi pueblo, en la misma mañana que lo conseguí.
Por temperamento y destino, ya me había acercado bastante a la comprensión del
existencialismo a través de autores como Celine, Sartre, Camus, o los clásicos
rusos de la angustia, Dostoiesvki, Berdiaeff, Chejov, que marcaron de manera
permanente mi visión de las cosas. La lectura se me hizo fácil y amena no sólo por
el estilo, sino además por la manera didáctica y profunda en su manejo de temas que
requieren formación filosófica para su plena comprensión. El texto en cuestión se
intitulaba Hacia una psiquiatría existencial, de Abel Sánchez Peláez, a quien conocí
algún tiempo después por mediación de un amigo.
Fue un encuentro cordial, con la soltura y ocurrencia de los viejos caraqueños,
que para todo tienen una respuesta amena y oportuna. Las únicas dos referencias
que tenía del psiquiatra humanista -más allá de la lectura de aquel libro- me la dio el
amigo común un poco antes de la presentación: “¿sabías que fue el primer profesor
titular no sólo de su cátedra, sino de cualquier universidad venezolana?” Aquello me
sorprendió mucho. ¿Cómo era posible que ningún profesor universitario, antes de
Abel Sánchez Peláez, hubiera alcanzado la categoría de titular mediante la defensa
de tesis de ascenso? ¿Era tan reciente la especialización en el país? La segunda
referencia me sorprendió tanto como la otra, “le dio la vuelta al mundo viajando
solo, por el puro placer de conocer”.
El segundo encuentro fue convenido para regalarme su libro, Cartas de Chester
Corolanda, que me permitió corroborar la superioridad del enfoque humorista -
en la línea de los Nazoa, Job Pin, kotepa o Leoncio Martínez- en la comprensión
de la sociología del venezolano, sobre esos otros tratados que nos hablan de todo,
menos del personaje del que quieren hablar. Por algo mantuvo su columna tanto
tiempo, con el mismo título del libro, en un diario por el que pasó lo mejor de la
intelectualidad nacional. Cada jueves el escritor nos sorprendía con una ocurrencia,
en lenguaje sencillo y profundo, sobre su tema inagotable, la venezolanidad, en un
tono didáctico y alentador, escrito con afecto, desde algún cafetín de París.
La aventura del pensamiento, alimentada y recreada con las muchas lecturas
y reflexiones, intuiciones, conversaciones y acertijos con que la vida nos obliga a
crecer es para muchos una adicción, una pasión compulsiva, un sueño prometeico
que nos abre las puertas a otras dimensiones sin las que la existencia sería una carga
muy pesada de llevar. Uno de esos apasionados es nuestro buen amigo Sánchez Peláez.
Muchas veces
le he oído decir, que entre las muchas cosas que nos hacen ser auténticos herederos
de nuestros ancestros, del linaje particular de nuestros padres, está la herencia
espiritual, y en ese orden se considera afortunado porque su padre supo inspirarle
el respeto por la inteligencia, el anhelo de la sabiduría, el temor reverente frente al
misterio, y la inquebrantable lealtad consigo mismo y con aquellos que constituyen
su mundo.
Autenticidad, lealtad, compromiso, coraje de ser, son todas expresiones que
definen las coordenadas de este psiquiatra existencial que antepone siempre el “soy”
en su relación ordinaria con la vida. Para Platón, al igual que para Heidegger y
Paul Tillich, el coraje es la mayor virtud que puede desarrollar el hombre. El valor,
el coraje de ser, la capacidad existencial de enfrentar en si mismo misterio, lo
indeterminado; y he sabido también que ésta cualidad se conquista mediante una
educación verdadera, aquella que los clásicos llamaban formación para la vida, la
que conduce a la integración y al despertar.
Esta actitud, la de vivir de acuerdo con un imperativo categórico, nos atrevemos
a decir, tiene la misma jerarquía de la revelación o la iluminación de las que nos
hablan algunas religiones y sistemas ocultistas, pero alcanzada por otros caminos
, por la vía seca como prefieren llamarla los adeptos, porque el precepto que se
alcanza es el mismo, la subordinación de la conciencia inmediata, a un orden más
elevado que nos sostiene y nos vincula a todos.
La postura ontológico existencial, acredita al “soy” como una referencia
fundamental frente al “yo”, que se agota en si mismo sin posibilidad de trascendencia,
porque se asienta fundamentalmente en la negación del otro, y en la total evitación
del misterio para encontrar su afianciamiento. El hombre sin trascendencia se
pasea cómodo en ese universo vacío de significado que domina nuestro mundo
competitivo, negador y enemigo de cualquier respuesta interior. “Este mundo, como
dijera, Víctor Hugo, es de los otros de los satisfechos”.
Quien busca crecer como ser humano, quien aspira conocer lo sublime y disfrutar
del esfuerzo creativo, de la libertad y la solidaridad, no se reconcilia con un orden
ajeno y contrario a sus sueños, que lo impulsa siempre hacia afuera, lo constriñe a
cosificarse en una repetición interminable de lo mismo, sin un proyecto ni destino
válido;, atrapado en el consumismo masificado, en los sistemas de huida que le
fabrica quien le roba sus sueños.
No es sencilla la tarea de sustraerse a la seducción permanente que ejercen los
medios publicitarios, eso lo sabemos bien. El espejismo de la super velocidad, la
quimera de lo novedoso, la embriaguez de los cyber espacios, le quita tiempo y
lugar a la subjetividad, a la sensibilidad estética, y a nuestra intimidad, mortificada
por todas las formas del ruido.
Frente a esta desdichada verdad, nuestro heroísmo debe consistir entonces
en resguardar la unidad primordial de la existencia a través de nuestros sueños y
esperanzas de nuestras utopías e imposibles, y de todas las creaciones con las que el
hombre mantienen vivo su corazón.
Es por eso que compartimos el entusiasmo y celebramos la edición de esta
summa de esencias, que conforma el texto Existencia y Vida, porque son escritos de
madurez, con estilo muy propio, accesible a cualquier lector interesado en el tema
de “el hombre y sus circunstancias”, apoyados en una labor psiquiátrica de más
de cincuenta años, que el autor demuestra ampliamente en cada página. Es también
un peritaje del país, manifestado en la discusión ética de la práctica médica, de la
televisión venezolana, de los jueces, y de los temas eternos, el amor, la amistad, el
encuentro, el desencuentro, el divorcio y otros temas que surgen como si se tratara
de una larga conversación.
Es oportuno señalar lo acertado de que sea el IPASME, quien asuma la edición
de este libro fundamental, porque su distribución está orientada en primera mano
a los docentes, a los profesores y maestros que tienen en sus manos que tienen de
conducir, como fue para los griegos la pedagogía, a niños y jóvenes, que tienen
como destino enfrentar un mundo cada vez más complejo y contradictorio.
Por lo pronto la sola idea de encontrarnos con un texto prospectivo, de reflexión,
de enseñanza, de esperanza abierta, nos reanima y nos convence de que muchos
están trabajando en silencio, para mantener la unidad del hombre, y más aún en este
nuevo siglo, al que algunos llaman el siglo de los finales, aunque sería más propio
decir el comienzo del espíritu.
César Gedler
El Mercado Público