EL CRUCE

El Cruce
¡Ay Evaristo, me estoy muriendo! Ya los santos ni se distinguen por lo viejo que se han puesto de tanto favor que han hecho para aliviar a los necesitados. Algunos hasta siguen milagreando con un brazo menos, y yo me imagino que ese defecto les quita algo de poder, como le pasa a mi compadre San Miguel, que lo noto cansado últimamente. La gente que no sabe nada de nada puede pensar que quedó manco en una caída accidental, pero el que sabe se da cuenta que fue algún espíritu al que mi compadre le malogró su trabajo, y por venganza, en unas de esas en que mi compadre estaba distraído, lo tumbó del altar y con el trancazo perdió el brazo con que sujetaba la espada, porque nada le duele tanto a un muerto chamarrero, como que le pierdan la fe.
Uno nunca sabe. En este mundo no hay casualidades. Cuando aquel perro se me atravesó en la puerta para que no saliera, nada me salvó de que me dejara el mal en la pierna; ni siquiera la luz que vi al lado de la ventana, advirtiéndome que en vez de agarrar un palo para espantarlo, lo que tenía era que echarle agua bendita. Cuando vine a reparar era tarde, pero con todo, le rocié el agua y ese bicho dijo a aullar y a dar vueltas igual que un desesperado, que hasta lástima me dio con el pobre animal.
Ya me estoy retirando del oficio, dice uno, porque los años me están quitando las ganas de todo, pero yo lato echao y puedo hablar como quiera, sin que nadie me venga a discutir. Honoria me quiso contrariá sobre su hija, una loca del cerebro que hablaba igual que un borracho, o se echaba a correr por esas lomas sin que nadie pudiera amarrarla. Yo sabía que no era ningún daño sino un espíritu de tormento que se le había metido por haber nacido del pecado entre dos hermanos, como ha pasado otras veces en esos montes más allá del Jarillo.
El brujo del Cumbito, a quien no quiero nombrar, la hacía bañar en las madrugadas en el pozo de más abajo de los tiestos, que es el agua más helada de estos lugares. La loca se ponía morada del frío y con eso se calmaba un poco, pero el capricho de correr le volvía con los días y el brujo ese lo único que sabía era repetir que el mal estaba enterrao y había que sacarlo.
¿Quién lo iba a pensar? A esa criatura tan bonita y avispada los ojos se les fueron volteando y dijo a engordar como una cochina después que botó la primera sangre mala. Cuando me la trajeron por una colerina que la estaba dejando seca, yo supe la verdad de aquellas correrías en las que quería escapar del espíritu que la atormentaba, porque la muchacha sólo daba sombra por el lado izquierdo, y eso me dio qué pensar. Por eso le receté que se tomara sus primeros miaos, para que se fuera emparejando, y por lo menos dejara las carreras, pero me gané la enemistad de aquel mal hombre, que resultó en la caída de mi compadre San Miguel, y este achaque que siento en la pierna que me mocharon desde el día del perro.
Yo sé que no me queda mucho tiempo Evaristo, porque te me has presentado ya muchas veces, y que yo sepa, no eres muerto de estar visitando vivo por el gusto de hacerlo. Pero no te doy la razón cuando me dices que perdone a ese condenao. Prefiero no hacerlo, porque yo no soy oportunisto que pide perdón cuando sabe que se va a morir. Más miedo le tengo a vivir sin pecado, porque si uno se vuelve santo, nunca podrá descansar en la eternidad, sino que estará obligado a favorecer a todo el que prenda una vela y eche un rezo en nuestro nombre.
En estos días fue la vieja Altagracia la que se me presentó para recordarme toda arrepentida las marramuncias que hicimos cuando andábamos por esos mundos, pero yo me hacía el loco y no le respondía, hasta que me cansé y se lo dije: “¿me vas a venir a decir que a ti no te gustó lo que vivimos? No me jodas Altagracia, si tú eras la que me convidabas a trampear a la gente con esas aguas coloradas diciéndoles que eran milagrosas, y sacándoles la plata con el cuento de que su dinero estaba maldito y había que quemarlo. Ya estoy viejo como un roble seco, y a estas alturas no voy a decir que toda la vida me la pasé engañado y que ahora me doy cuenta y estoy arrepentido.
Mi compadre San Miguel, con todo y que no tiene el brazo con que sujeta la espada, me lo dijo la última vez que me habló: “Macupa, cuando la muerte se te meta por el hueco de la pierna mocha, es que vas a saber la verdad de lo que es la vida, y del tiempo que perdiste buscando la mala fortuna, aunque yo sé que no vas a cambiar”
Hoy le agradezco mucho a mi compadre, porque él me escogió para hacerle la vida imposible al maligno, y me figuro que no me va dejar tirado en el barranco, cuando me llegue la hora, y los señores de la muerte se pongan a discutir para donde me van a mandar. Lo que sí me gustaría es morirme mientras sueño que estoy tomando caña en una gallera, con una mujercita al lado que haga lo que yo quiera, y ver a ese brujo malintencionado con su gallo muerto por el mío, y seguir soñando que estoy en un baile con mi pata buena, para bailar en la cuerda como yo lo hacía.
También le he oído decir a mi compadre San Miguel que uno recoge en la muerte lo que ha sembrado en vida, con lo cual me voy contento, porque entonces lo que voy a cosechar son todas mis alegrías de juventud, y mis mañas de viejo zorro, para comer siempre sentao.
Cada día estoy peor de la vista, porque ahora lo que veo es un resplandor en vez de la cara de la gente. Lo último que recuerdo haber mirado es mi nombre en una tumba, y la carrera que pegué del susto que me dio aquella vaina. Y si es tu voz Evaristo, me suena como si fuera un recuerdo sin rumbo, que coge pa los laos cuando volteo para oírla. Miedo, miedo, no tengo de la muerte, porque eso no debe ser peor que una picada de culebra o el engaño de una mujer, y esas dos cosas me han pasado, pero si el castigo es encontrarse con lo que más nos asusta, entonces Evaristo, no te me apartes del lao y sígueme hablando y hablando, para no llegar al cruce, donde se pierden los caminos.
César Gedler
www.cesargedler.com

1 comentarios:

La Tiza Estudiantil 17 de mayo de 2010, 16:16  

Bello, bello, simplemente me gustó. Me recordó algo así como al narrativa de Alfredo Armas Alfonso.

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