La Maestra Sara

La Maestra Sara
Yo veía que un compañero de estudios en el segundo grado tenía muy buena letra y le pregunté cómo hacía para escribir así, entonces me respondió sorprendido que sería el lápiz con que escribía, porque él no hacía nada para que la letra le saliera derechita. La respuesta me convenció y en una clase donde había que entregar un dictado, se lo pedí prestado y le di el mío. El resultado fue catastrófico para mí, porque no sólo me salió la letra torcida igual que siempre, sino que al afincar el lápiz a ver si era por eso, se lo quebré y tuve que comprarle uno nuevo antes que me denunciara con la maestra y me castigara toda una mañana, parado en un rincón.

Eso fue en una escuela unitaria que ni nombre tenía, sino un número que poníamos en el cuaderno después de la fecha del día. Estaba ubicada en la calle Miquilén, donde ahora está un hotel que por un tiempo no heredó nada de aquellas lecciones que nos dictaba la maestra Sara de Belgrave, una llanera de temple que tuvo 15 hijos, más los que asumió como de ella, entre los cuales me cuento.

La escuelita era muy curiosa. El salón de clase con sus pupitres, quedaban en la sala de su casa, y en una zona cercana al comedor, había un patio donde una maestra oriental llamada Felipa Rondón, nos cuidaba a la hora del recreo y nos dejaba hacer toda la bulla que nos prohibían en el salón.

Como era mi maestra, tenía un cierto deber de estar cerca cuando ella visitaba a mi mamá, que era su comadre, y por eso me enteraba sin que me importara casi nada, de los pormenores que pasaban en otras escuelas que se anegaban cuando decía a llover, o de la falta de patios para que los muchachos jugaran en el recreo, porque las clases se daban en el mismo lugar en que funcionaban las casas de citas en las noches, por los lados de la lecharía Polar y la línea del tren, saliendo de Los Teques, que la gente llamaba zona de tolerancia, sin que me imaginara ni remotamente el significado que podía tener ese nombre en mi mundo de carritos y trompos.

Yo tendría unos siete años cuando el incidente con el condiscípulo, y ya sabía leer, escribir con algo de ortografía y repetir las dos primeras tablas, porque mi mamá siendo maestra nos enseñaba desde que mudábamos los primeros dientes a competir con los números y a deletrear algunos cuentos de los muchos que había en la casa, de manera que llegué directo al segundo grado a recorrer cinco escuelas durante más de siete años, para sacar mi primaria y hacerme sargento técnico, según el parecer de un vecino militar que me veía con estima y le parecía lo más apropiado para un muchacho que prefería jubilarse y coger a bañarse en todas las pozas, a sentarse frente a un cuaderno para cumplir con las tareas, pero mi destino estaba lejos de la milicia, y así lo comprendió mi mamá al ver que devoraba cuanto libros se me atravesaba.

La maestra Sara tenía la voz ronca de tanto fumar, y eso le daba un aspecto de autoridad que contrastaba con su sonrisa y sus modos amables en el trato con los demás. Yo recuerdo que nos enseñaba a través de preguntas que nos ponían a pensar y a decir lo que uno creía que eran las cosas, sin que a ella le hicieran reír los disparates que algunas veces decíamos, como pasaba sobre todo con un compañero que se llamaba Groendura, que nunca se aprendió ni las estrofas del himno, sino que decía “el yú golanzó” aunque ella nos repitiera que era el yugo, y nos explicara su significado.

A mi me hubiera gustado seguir estudiando con ella, porque casi nunca me castigaba, sino que se hacía la loca cuando me cazaba viendo hacia la calle, o tirando papelitos llenos de tiza a los demás, pero también porque ella sabía contar historias al modo llanero, que inventan los pormenores y uno creía que había estado ahí, entonces se entusiasmaba con el cuento y soñaba despierto, con aquellos personajes llenos de sangre que solamente peleaban con una lanza en la mano.

En esos días llegó la televisión a Los Teques, y la gente se aglomeraba a ver las películas en una tienda que se llamaba Admirar, que pusieron casi al frente de la escuela y que mantenía varios televisores prendidos todo el tiempo para que los mirones se entusiasmaran y compraran uno para la casa, como hizo mi papá, a quien le gustaba sentarse con nosotros a ver programas hasta tarde, sin importar que la gente dijera que la televisión iba a dejar ciega a la gente, porque y que del televisor salían unos rayos que enfermaban la vista y el cerebro.

Hoy me digo que de haber seguido con ella habría madurado siguiendo su temple. Así pasa cuando absorbemos una influencia por mediación de alguien que la vida nos pone cerca para nuestra evolución, pero lo malo es que las escuelas unitarias solamente llegaban hasta segundo grado, y me tocaba estudiar tercero, sin sospechar que sería con una maestra andina, a la que tuve que padecer sin remedio, soportando callado los regaños, porque en ese tiempo la culpa de todo la teníamos los muchachos, sin importar que entre ella y yo nunca hubiera entendimiento.

Después la maestra Belgrave se mudó por los lados de Quebrada de la Virgen, y la escuela desapareció como si nunca hubiera estado donde estuvo, pero ella seguía viniendo a la casa, y mamá se alegraba porque aquella mujer franca y sencilla sabía dar afecto y brindar la amistad que poca gente puede dar, porque la amistad es un asunto del alma, del nivel de ser, de condición humana, como dicen los que saben, y su naturaleza está en el dar. Así era ella.

Yo supe cuando se enfermó y la hospitalizaron para ver si la curaban de un enfisema que la ahogaba mientras tosía, porque lo primero que se preguntaban las demás maestras al encontrarse era por Sara, y comenzaban a decirse entre ellas lo bondadosa que era esa mujer, que siempre andaba preocupándose por los demás, y apenas sabía de alguien que andaba en apuros se le presentaba con una bolsa de comida o unas palabras de consuelo.

Para entonces yo era sólo un niño, y lo que oía no pasaba de parecerme algo grande y meritorio, que ya era bastante, pero al crecer la vida me enseñó a valorar a esas personas sustancialmente por lo que son, en su silenciosa misión hacia el prójimo, y en su coraje para afrontar las adversidades sin perder el humor y la gracia.

Un día de enero llegaron a la casa con la noticia de su muerte, y mamá lloró la pérdida de aquella amiga con quien construyó un significado humano, para mantenerse en el mundo de acuerdo al llamado del espíritu. Por primera vez supe que por los amigos muertos también se sufre, y sin saber la razón profunda, intuía que había pasado algo muy serio.

Lo que puedo asegurar es de que si estuviera viva seríamos amigos, y al visitarla nos demoraríamos sin esfuerzo en una larga conversa sobre los fantasmas del llano, o sobre la forma de cocinar los frijoles con cilantro y batata, que ella me enseñaría a preparar como lo aprendió en aquellos montes de donde vino.

César Gedler
www.cesargedler.com

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