Albert Camus, a 50 años de su muerte

Albert Camus, a 50 años de su muerte
“En un cementerio de Argel, un hombre solitario se sienta sobre la tumba de su madre y comienza a llorar inconsolablemente… Ese hombre era Albert Camus”. Poco más o menos, el poeta Mafud Masis comenzaba el programa que mantenía en aquella añorada y respetable Radio Nacional de Venezuela de los años 70 con estas palabras. Media hora dedicada a la memoria del escritor franco argelino fue suficiente para que inmediatamente buscara en la biblioteca Cecilio Acosta de Los Teques, todo lo que tuvieran sobre el premio Nóbel del año 57 y devorar sus textos con la intensidad de la codicia.
Esa experiencia fue definitoria en lo que vanidosamente pudiera llamar mi modo literario. Al conocer a Hernando Track, que era tan camusiano como puede serlo alguien que sufrió el absurdo hasta la muerte, sentí que aquel estilo me correspondía por temperamento y destino. Ya simpatizaba con la narrativa de Sartre y Beauvoir, pero ninguno de los dos tenía esa fuerza lírica tan mediterránea como Camus, que se acercaba sin ningún esfuerzo a lo que yo andaba buscando: “Los ruidos del campo llegaban hasta mí. Olores de noche, de tierra y de sal refrescaban mis sienes. La maravillosa paz de ese verano adormecido entraba en mi como una marea”, nos dice al final de El Extranjero, su novela más conocida. Hay que tener sentido de la belleza y un dominio particular de las palabras para resumir en algunas frases entrelazadas, el contrapunto de naturaleza y hombre, sin más detalles que el juego de sensaciones que experimentaba aquel condenado a muerte tirado en su cama, sin esperar nada ni a nadie, sino entregado a la embriaguez del oído y el olfato.
Camus nació el 7 de noviembre de 1913 en Mondovi, (actual Drean) una ciudad argelina que para entonces era colonia francesa. Hijo de padre alsaciano que muere cuando Albert cuenta apenas 10 meses de nacido, y madre descendiente de españoles que se desempeñaba en oficios domésticos en casa de ricos franceses, Camus nunca se sintió ni francés ni argelino, ya que su mentalidad encontró en Europa su lenguaje, pero su sensibilidad no se desligó del paisaje mediterráneo de Argel, aun con toda su miseria. Su doble condición le enseñaría muy pronto que en este mundo sobra la injusticia, y que el papel del hombre está en sobrepasarla a través de la solidaridad con los demás hombres. Como lo advierte en La Peste, la novela que ilustra la metáfora de la opresión, “para testimoniar a favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha, y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”
Camus expresa su postura filosófica a través de la novela y el teatro como recurso. La Caída; La Peste; El extranjero, son algunas de sus obras literarias que se complementan con ensayos de orden teóricos, El Mito de Sísifo, El Hombre rebelde, Estado de sitio, para ilustrar una visión del mundo a la que él llama absurdo, por comportar una contradicción casi nunca reparable entre las apetencias de los hombres y la indiferencia de la naturaleza, que permite la enfermedad y la muerte; las ansias de plenitud y amor que mueve al hombre hasta el sacrificio, y la presencia del mal, que se opone a su sueño mediante todas las formas del egoísmo.
El mérito del hombre, según Camus, está en enfrentar este absurdo por mediación de una conciencia lúcida que reconozca en la unificación con el resto de los hombres el único esfuerzo que le es dado oponerle a la adversidad: “En su mayor esfuerzo, el hombre no puede proponerse más que disminuir aritméticamente el dolor del mundo”, una expresión que se complementa con esta otra, que le sirve de causa eficiente: “nuestra desgracia es que estamos en la época de las ideologías totalitarias, es decir, tan seguras de ellas mismas, de sus razones imbéciles o de sus verdades estrechas, que no admiten otra salvación para el mundo que su propia dominación. Y querer dominar a alguien o algo, es ambicionar la esterilidad, el silencio o la muerte de ese alguien” Como intelectual y como escritor, Camus optó siempre por la justicia, contra todas las formas del totalitarismo, de izquierda o de derecha. “El escritor no puede estar al servicio de los que hacen la historia. Está al servicio de los que la sufren”, nos advertía al recibir el premio en a Academia sueca.
El reconocimiento visceral de este sin sentido en que vivimos, es el comienzo lúcido que vamos tomando frente a lo quimérico de las ilusiones que hasta ahora nos alimentaban. Es necesario admitir el absurdo como el estado natural en que habitamos. Todo esto nos acerca a la triple ascendencia que proclamaba Zaratustra: recibimos el absurdo al igual que el camello que se inclina esperando la carga; de su reconocimiento nace el León, que instaura su rebelión y aspira al dominio pleno, para finalmente surgir el Niño, a través de la solidaridad hacia los hombres, la inocencia de un alma sin opresión y el desinterés por otra cosa que no sea su mundo. Así lo expresa en el Discurso de Suecia, “que aclara con seriedad penetrante los problemas planteados en nuestros días a las conciencias humanas”, según el veredicto de la Academia, en el que Camus le señala una misión a nuestra generación desorientada en su fe: "Heredera de una historia corrompida en la que se mezclan las revoluciones decadentes, las técnicas que se han hecho demenciales, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; en las que poderes mediocres puedan hoy destruir todo, pero ya no saben convencer; en las que la inteligencia se ha rebajado hasta hacerse servidora del odio y de la opresión; esta generación ha tenido que restaurar en sí misma, a partir de sus únicas negaciones un poco de lo que constituye la dignidad del vivir y del morir".
Una tarde del 4 de enero de 1960, después de comprar el boleto de regreso a la capital francesa, recibió una llamada de su amigo Michel Gallimart para regresar juntos a Paris desde Lyon en su automóvil, un Facel Vèga, que recién estaba estrenando. Ya casi llegando, le estalló un caucho al carro y se estrellaron contra un árbol a una velocidad de 150 km /hra. Su muerte fue inmediata. Sólo sobrevivió el manuscrito de su más reciente novela, El Primer hombre, en la que describe de modo increíblemente sentida su infancia y juventud, la mirada de la madre, sentada en el balcón al regresar del trabajo, los recuerdos de su maestro y mentor Louis Germain, quien creyó en el potencial intelectual del discípulo y lo ayudó para que no abandonara la escuela.
Hoy, a 50 años de su muerte, me parece justo que sean trasladados sus restos, como quiere el presidente de Francia, Nicolás Sarkozi, al Panteón Nacional, como un reconocimiento de su inmensa batalla contra el absurdo, y a favor del humanismo. Es una forma justa de recordar a un justo, el único intelectual que elevó su voz de protesta, junto con Kart Jaspe, en el momento en que Estados Unidos dejó caer la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki.

César Gedler
www.cesargedler.com

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