Existencia y vida.
Tengo en mis manos
el primer tomo de la Biblioteca Abel Sánchez Peláez, Tomo I, intitulado Existencia y vida. Un texto de 420
páginas, publicado por la editorial Monte Ávila en formato 16. Lo primero es un
reconocimiento a la calidad de impresión, con un punto de letra generoso, buen
papel, y una corrección impecable. El
texto en referencia incluye el contenido de tres de sus libros, La gente y la mente, El comportamiento
social del venezolano, y su obra individual más reciente, Existencia y vida, que sirvió de título
a este primer tomo, por la unidad temática de cada uno.
El maestro y amigo
Abel Sánchez Peláez tiene hoy 92 años, que es como decir una quinta parte de la
historia escrita de Venezuela. Nació el día de la Asunción, un 15 de agosto de
1921. Vivió y conoció de cerca el mundo decimonónico del gomecismo, los breves
períodos de transición hacia la democracia con López Contreras, Medina y Gallegos,
y participó en la resistencia contra la dictadura de Pérez Jiménez. Su más intensa
labor intelectual la desarrolló en la segunda mitad del siglo XX, y desde la
entrada del nuevo milenio se ha mantenido activo, recopilando sus trabajos y
meditando su obra relacionada con el comportamiento psicológico y social del
hombre contemporáneo, pero sobre todo del el hombre venezolano, por la
manifiesta fidelidad del Dr. Sánchez hacia esta tierra.
Con apenas unos
meses de nacido, fue llevado al pueblo de Altagracia de Orituco, donde vivía la
familia materna, para que la suerte dispusiera de su vida, ya que los médicos
no le veían posibilidad de sobrevivencia, por una gastroenteritis que lo estaba
consumiendo. Pero al contrario de morir, como se esperaba, sobrevivió y
consiguió la curación después que una mujer recién dada a luz lo amamantó hasta
alcanzar el restablecimiento total. Quizás por eso su padre, un iniciado en la
masonería y la teosofía, le presagió una existencia larga y fecunda, y no se
equivocó.
Entre la infancia
y adolescencia, estudió con su hermano Juan en el colegio San Pablo, de Roberto
y Raimundo Martínez Centeno, de quienes nuestro amigo guarda un entrañable
recuerdo: “El colegio San Pablo -nos comenta Sánchez Peláez conmovido- era el
mejor y más venezolano colegio de Venezuela. También, en amplio sentido, el más
bolivariano, lo cual equivale a decir, y así lo comprendo ahora, el más
hispanoamericano de los colegios de Iberoamérica, y como lo percibí años más
tarde, el más unamuniano y quijotesco de la docencia de la América de habla
española”
No hace falta
decir más, para formarse una idea del clima pedagógico de aquel colegio, por el
respeto y admiración que inspiraban los hermanos Martínez Centeno y por el
ambiente de las instalaciones, que estimulaban el deporte, la lectura, la libre
discusión, y el reconocimiento del esfuerzo, en la conformación del carácter y
de un ideal de vida que busca siempre la excelencia para el servicio, el equilibrio y la sobriedad en el
reconocimiento del propio valor, y el acercamiento espontáneos hacia los
símbolos eternos, sin extraer ventajas adicionales por su disposición hacia
esos dominios.
La graduación como
bachilleres de los Sánchez coincidió con el inicio de la Segunda Guerra. Por
esa razón no se fueron a estudiar a Francia, como ellos querían, sino a Chile,
que para el momento ofrecía la mejor alternativa educativa. En el mes de agosto,
con apenas 18 años y su hermano 17, abordaron el Augustus, un trasatlántico que venía de Europa con destino al país
austral, y en el que viajaba con aire solitario Neptalí Reyes Basoalto, mejor
conocido como Pablo Neruda, con quien mantuvieron conversaciones imborrables
aquellos jóvenes precoces, cuando el poeta los invitaba a su mesa para almorzar
juntos, y disfrutar la conversación inteligente hasta la media tarde.
En los siguientes
veinte años después de regresar de Chile con el título de médico, y sin abandonar
su práctica clínica y docente, asistió
a 56 congresos -la mayoría en otros países- con ponencias sobre temas de
interés sociológico y psiquiátrico, relacionados con la criminología, la
infancia abandonada, el alcoholismo, el juego compulsivo y las drogas, por
nombrar algunos de los problema, que se presentaban con igual incidencia desde
México hasta Argentina, y que le valieron un nombre en la comunidad
psiquiátrica internacional.
Vale la pena
repasar cada escrito suyo por su fuerza literaria, la sutileza en la descripción
fenomenológica, la actualidad bibliográfica, y sobre todo por las propuestas de
solución frente a una trama tan equívoca e inagotable, como lo es el trasfondo
de la conducta humana. Más que artículos de opinión, que se publican
diariamente en abundancia, son breves tratados sobre los laberintos de la mente
y el alma, que aun hoy, después de muchos años de publicados, se nos muestran
con la misma contundencia e impacto que provocaron en su momento.
La escritura de
Abel Sánchez Peláez es sobria, austera, apegada a las normas gramaticales, con frecuentes
neologismos, pero con un fondo de ironía, de humor latino, que la hace
placentera, amena, personal y abierta siempre a más interrogantes. Sin
esfuerzo, notamos que el autor sacrifica muchos contenidos apenas mencionado,
por la exigencia periodística de resumir todo en apenas dos o tres cuartillas.
Más adelante, en otros artículos retoma algunos aspectos de lo esbozado y
continúa el diálogo con el lector, hasta lograr pedagógicamente su propósito.
Un artículo sobre El asma en el niño,
por ejemplo, lo remite de forma obligada a la figura materna, la angustia
primordial, la fase oral del desarrollo, la seguridad básica, la lucha por la
vida, y quién sabe por cuantos otros contenidos que se relacionan uno a otro
como las caras de un crisol.
Cada jueves,
cuando abríamos el cuerpo C de El
Nacional, nos topábamos con las Cartas de Chester Corolanda, que nos
sorprendían con un nuevo tema lleno de ocurrencias, acertijos y mucha cadencia
sobre la venezolanidad, el comportamiento de algunos sectores sociales que
convertían en moda y precepto sus cursilerías, sus prejuicios clasistas, su
indiscriminada fascinación por la riqueza y los personajes del día, pero detrás
de toda esa parodia de Chester quien se mostraba era el psiquiatra, el hombre
que cada día veía llorar en la penumbra de su consultorio, a los mismos que
llenaban las páginas sociales, o a los que declaraban arrogantes en las
entrevistas de radio o televisión, lo que este país necesitaba, para que se
asentara sobre el carril.
Hubo un tiempo en
que la psiquiatría y muchos psiquiatras después de Freud, como Jung, Viktor
Frankl, James Hillman, o Erich Fromm, se convirtieron en referencia permanente
cuando se buscó un substrato filosófico en la comprensión del espíritu,
amenazado por la interpretación cientificísta. En ese tiempo en que se hacía
urgente una labor que acreditara el valor indiscutible del humanismo en la
Cultura Occidental, un prontuario reivindicativo del misterio del inconsciente
humano a través de la belleza que el arte, la literatura, la filosofía y la
tradición de los pueblos, han tenido siempre, y sin definiciones, de lo que
verdaderamente es el hombre, en toda su grandeza y miseria.
En esa línea se ha
movido siempre nuestro amigo psiquiatra. En cada párrafo de su escritura se
enuncia el ensayista, el hombre culto que se apoya en lo mitológico, en dramas
y tragedias convertidos en arquetipos por antiguas culturas, para ilustrar y
redondear la idea, para elevar la reflexión a una dimensión que aspira lo
trascendente, lo permanente de la trama, en cada etapa histórica y en la suya
en particular. Abel Sánchez Peláez conoce su oficio, y para mejorarlo, responde
a la necesidad de formarse, indagar, pensar y repensar, hasta que algo dentro
de sí mismo se ve satisfecho. Sólo entonces escribe, porque está advertido del
significado de su producción intelectual, y también como un acto de
generosidad, al saber para quién escribe.
Por eso nuestro
autor se demora intencionalmente en áreas que se aproximan a la ética, como la
responsabilidad, la libertad, la autenticidad. Su postura existencialista nos
advierte que el sujeto debe escoger constantemente, y al ser la elección su
destino inevitable, la labor terapéutica se aproxima a la del pedagogo, que
acompaña al paciente a reconciliarse con su libertad, con su ser pleno, a trascender
su falso proyecto de ser, la indeterminación de sí mismo, asumiendo con todo el
coraje posible, las consecuencias de culpa y angustia siempre gravitantes alrededor
de lo que se toma y lo que se deja, pero aceptando en un kairos liberador, que la existencia no es otra cosa.
Frente a la
postura que indaga en el pasado vivencial del sujeto para encontrarse con una
causa primera de la enfermedad, y ante la tesis opuesta, que aspira descubrir
el proyecto final, el para qué insospechado del paciente que sufre y reclama
una solución, la orientación existencialista, fenomenológica, asume estas dos
instancias temporales, el pasado y el futuro, como un devenir, y al individuo como
un mismo ser que se desenvuelve constantemente entre el peso de su historia
vivida, y el sueño de un mundo por vivir. Nadie existe solamente a instancias
de su pasado, añorando o escapando a sus fantasmas, ni tampoco en el anhelo o
temor de lo que nos espera. El hombre, para la visión existencialista, es un ser siendo, o como lo quería Machado,
haciendo camino al andar.
Pero lo más
delicado de esta postura, es que el sanador debe ser un ejemplo supremo de
existencia auténtica. La verdad y el resultado de su quehacer en el
consultorio, dependen en gran medida, del grado de libertad, compromiso, autenticidad
y vocación alcanzado por el terapeuta. Quizás por aquello que sentenciaba
Paracelso en el Libro de Hospital
(1529) “El principio supremo en el arte de curar, es el amor”. Si el paciente
siente y percibe que realmente está acompañado, si siente que es visto como un
ser humano que entre otras cosas, padece una afección dolorosa de su
afectividad, entonces opera la transferencia, el mitsein, ese mágico encuentro
entre dos existencias, entre dos almas que se miran sin el quebranto de sus
propias limitaciones, hasta alcanzar la redención, la sincera comprensión de
que todo sufrimiento es sagrado, como lo repitiera Dostoievsky, y que su
fundamento es la elevación de la conciencia, por encima de todo maltrato.
Son 92 años de
vida y 65 en el ejercicio de la psiquiatría. Dos elementos bien vividos, como para
demorarnos gratamente en la lectura de este primer tomo de sus Obras Completas, que nos muestra
sabiduría, humanismo, calidad personal y una sabia sencillez en su estilo. No me resta sino agradecer al doctor Sánchez
por permitir que fuera yo el curador de su obra, y al otro amigo, Carlos
Noguera, por publicarlas.
César Gedler